martes, 15 de octubre de 2013

Under the Shadow of Postmodernism (IV)

The sense of insecurity and the frequency of the challenges to the king, especially when new to the throne, that emerge from such conciliar texts, are confirmed, not least by the detailed account of the first year of the reign of the reign of Wamba in Julian of Toledo's History of Wamba, and also by the evidence of yet other sources, such as coinage. Thus, two monarchs are represented in the Visigothic coinage, of whom no mention whatsoever is made in any literary source. One of them, called Iudila, is known from two coins, one minted in Merida and the other in Eliberri, a Roman town close to Granada. As their style is closest to that of the coinage of Sisenand (631-6), it would seem that he held power for a short while in the province of Baetica, probably sometime in the early 630s. The other case is that of a certain Suniefred, known only from a single coin minted in Toledo, which can be dated stylistically to the first half of the reign of king Egica (687-702). These two examples show how very limited is our knowledge of what may have been quite major events in the history of the Visigothic kingdom.

Roger Collins, Visigothic Spain.

Los pocos que sigan este blog sabrán de mi oposición al postmodernismo en lo que se refiere al estudio de la historia, al considerarlo una influencia corrosiva sobre esta disciplina, una amenaza a su permanencia y relevancia. No obstante, como ya habrán notado, mi rechazo se ha visto bastante matizado en el tiempo que este espacio lleva abierto. Por una parte, la irrupción de esa corriente filosófica ha supuesto un necesario revulsivo en una disciplina de por sí conservadora. Casi a duras penas, los historiadores se han visto obligados a revisar la veracidad y pertinencia datos sobre los que se funda la reconstrucción del pasado, iniciando una saludable polémica que aún sigue abierta y que ha revitalizado - especialmente para los aficionados - lo que esta ciencia puede ofrecer.

El segundo factor es que, también a regañadientes, todos nos hemos vuelto postmodernos. La triste verdad que todos - aficionados y expertos - hemos tenido que tragar es que seguramente la historia no se puede reconstruir, sino que tenemos que conformarnos con un consenso en el que los hechos históricos llevan asociados una cierta probabilidad que no asegura su veracidad ni su verosimilitud, sino simplemente que son preferibles, dado el estado de la investigación, frente a otros parecidos. En mi caso, este giro hacia el postmodernismo - aunque sea limitado y matizado - se ha visto acelarado por dos factores principales, ambos relacionados con la política española reciente.



Todos sabrán como en la última década, coincidiendo con la resurrección de la derecha nacionalista española, se han publicado multitud de libros sobre la guerra civil, que no por la falta de credenciales de sus autores - en muchos casos meros propagandistas de mitos - han tenido menos repercusión social. De repente, los mitos propagados por el franquismo para justificar el golpe de estado se han convertido en una versión válida y alternativa de la historia de España en los años 30, mientras que el debate histórico a virado hacia una defensa de la versión académica frente a esos advenedizos. Los efectos han sido deletereos, puesto que grandes historiadores, en su intento por tornar las aguas a su cauce, han adoptado los modos y las posiciones del bando contrario en el conflicto, defendiendolas a ultranza bajo la capa de la ecuanimidad y la neutralidad.

La conclusión - desde mi punto de vista de aficionado - ha sido devastadora. Claramente, existen acontecimientos históricos, como las jornadas finales de la guerra civil, que no podremos reconstruir, no ya porque falten datos, sino porque la versión de los protagonistas es claramente interesada, justificatoria de su actuación según el periodo en que se produzca su testimonio e incluso contradiciéndose según los vientos que soplasen en cada momento. Para empeorarlo todo, los historiadores no se han preocupado de señalar estos peligros, sino que de acuerdo con sus preferencias idelógicas, exacerbadas por esa segunda guerra civil de tinta que atravesamos, han torcido y retorcido esa narración de los hechos hasta hacer casi inservibles muchas de las publicaciones recientes, no sólo las que sabemos ya interesadas y torticeras, sino demasiadas de las que se anuncian como correctivas y restauradoras.

En sí, esto no debería ser demasiado preocupante. El tiempo acaba con todas las polémicas y una historia que simplemente consistiese en una enumeración de nuestra ignorancia, de los problemas que reconstruir un tiempo pasado, sería perfectamente válida, incluso necesaria y refrescante. Más peligroso es el hecho de que en nuestra España terminal, la ascensión de nacionalismo de todo signo - centralistas y periféricos - ha convertido el ejercicio de la historia en exaltación de los mitos fundacionales de unas comunidades humanas frente a otras.  El pasado, por tanto, no se intenta examinar en lo que es, en lo que nos ha quedado, sino que se contempla como una justificación del presente, del futuro que se quiere obtener y que se supone prefigurado en una edad de oro anterior que no hay más que invocar para que se vea mágicamente restaurada, reparada de todas las distorsiones, salvada de cualquier enemigo, sea éste real o imaginado.

En este sentido - y por volver al texto que motiva esta entrada -, estos tiempos recientes han visto el resurgimiento del mito visigodo, promovido por los creyentes en una España eterna, única, unida y, por supuesto, esencialmente cristiana. Resulta chocante que un fenómeno tan efímero como el reíno visigodo haya proyectado una sombra tan larga sobre la historia ideológica de la península. Como bien recuerda, Roger Collins, la intervención y asentamiento de este pueblo germano en España es casi un accidente histórico producto de su derrota en Vouillé en el 507 a manos de los francos. Por otra parte, durante el siglo siguiente, la península estuvo dividida en diferentes soberanías - la Sueva, la bizantina, los vascones - de forma que el reíno visigido poco alcanza más allá de la meseta y algunas ciudades importantes. El reíno visigodo pleno, el de la leyenda, es un hecho del siglo VII,  que sería derribado y destruido por la invasión musulmana del  siglo VII, para no dejar rastro alguno material o testimonial.

Excepto en la imaginación de los reinos cristianos sucesores. Para ellos, con la excepción notable de los condados catalanes, vueltos hacia el reíno franco, el reíno visigodo se convirtió en un ideal que justificaba la reconquista, la primacía de las sucesivas monarquías asturiana, leonesa y castellana, un cierto modo de concebir el estado y, por supuesto, una única religión, aunque esta acabase siendo la romana-cluniacense, no la antigua mozárabe de los mismos visigodos. Este sueño de un estado ideal cruza toda la historia e historiografía hispana, marcando la idea de España desde que esta se constituyo a finales del siglo XV hasta el nacionalcatolicismo de la dictadura franquista. Tal esta preminencia, que incluso visiones alternativas de la historia de Iberia/España, tuvieron primero que destruir el mito del reino visigodo, como ocurrío con Ortega y su España Invertebrada, que intentaba explicar los males de España en una suerte de defecto biológico de los visigodos, menos bárbaros, menos radicales, más romanos, que otros germanos más puros como los Francos o los Lombardos

Sin embargo, si se mira con atención el mito visigótico se descubre que es simplemente eso: un mito sin substanciación alguna. Los testimonios que nos han llegado de esa época son especialmente escasos, pudiéndose reducir a tres fuentes principales: 1) Las actas de los concilios de Toledo, centrados en temas religiosos y en la justificación/estabilización del monarca de turno, 2) Las  escasas obras históricas - como las de Isidoro - que no pasan de apretados resúmenes, dejan a obscuras amplios periodos y tienen un fuerte sesgo hacía los poderosos, 3) Los compendios de leyes visigóticos, sobre los que pesa la fuerte duda de hasta qué punto llegaron a aplicarse y si en realidad no pasan de una declaración de intenciones.

Fuera de chispazos que iluminan periodos aislados, apenas conocemos casi nada de otros muchos, casi siempre los más cruciales, como es el caso de las décadas que anteceden la entrada de los musulmanes. Nuestra ignorancia llega a tal punto que, como muestra el texto, algunos reyes - usurpadores o pretendientes legítimos, según queramos considerarlos - sólo nos son conocidos por unas pocas monedas que llevan su nombre, indicio de tensiones y conflictos que las fuentes callan por entero. Esta obscuridad llega a tal extremo, que incluso acontecimientos tan decisivos como la conquista musulmana, podrían haber ocurrido unos años antes o después que la fecha que todos conocemos y haber tenido un desarrollo muy distinto.

Por otra parte, lo que conocemos se refiere a la élite, sin que apenas sepamos nada de lo que pensaban o experimentaban la inmensa mayoría de la sociedad - en este caso perfectamente definida como silenciosa. Lo que podemos intuir es que poca identificación sentirían por los ideales de la monarquía  y la nobleza visigótica - casi un eden en la versión del mito - puesto que su papel social no pasaría del de siervos, esclavos y sirvientes, sólo un poco por encima de las bestias de carga y sometidas como ellas a cualquier arbitrariedad de sus señores. Discriminación que justifica la rápidez con que se produjo la conquista musulmana, ante la indiferencia de gentes que les daba igual que su amo rezase a Jesús o a Mahoma.

Por supuesto, la situación era muy diferente entre las élites, lo cual explica que durante el siglo IX se crease en los reinos cristianos del norte, especialmente en Asturias, esa visión de la Hispania Visigótica como Éden perdido al que había que retornar. Dado el largo tiempo transcurrido es perfectamente comprensible que alrededor de un hecho cierto pero ya muy remoto, se tejiesen todo tipo de leyendas, como las del conde don Julián o la traición de los hijos de Witiza - que de existir serían demasiado pequeños para tener un pael relevante en el 711 - que justificasen la caída del reíno ideal protegido por el creador, no como producto de la potencia de los enemigos del señor, sino como resultado del pecado y de la traición de los que debían defenderlo.

Lo triste es que este mito haya sido continuado y remozado por egregios historiadores - como Menendez Pidal - que no hicieron el más mínimo esfuerzo por señalar sus clarísimas contradicciones, cuando no su improbabilidad y mentira, permitiendo que continuase hasta nuestros días, como ejemplo máximo de lo que debía ser España. Una España, no lo olvidemos que debe más a Roma que a los visigodos, pueblo que vino y paso, sin tener otra resonancia que su propia caida, y que sí no hubiera sido interrumpido probablemente habría acabado creando un ente histórico que se llamase Gothia en vez de España, así como la Francia franca acabó substituyendo a la Galia romana.

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