J'avais oublié de fermer les volets et sans doute le grand jour m'avait éveillé. Mais je ne pus supporter d'avoir sous les yeux ces flots de la mer que ma grand-mère pouvait autrefois contempler pendant des heures; l'image nouvelle de leur beauté indifférente se complétait aussitôt par l'idée qu'elle ne les voyait pas; j'aurais voulu boucher mes oreilles à leur bruit, car maintenant la plénitude lumineuse de la plage creusait comme un vide dans mon cœur; tout me semblait me dire comme ces allées et ces pelouses d'un jardin public où je l'avait autrefois perdue quand j'étais tout enfant: "Nous ne l'avons pas vue", et sous la rotondité du ciel pâle et divin je me sentais oppressé comme sous une immense cloche bleuâtre fermant un horizon où ma grand-mère n'était pas. Pour ne plus rien voir, je me tournai du côte du mur, mais hélas! ce qui était contre moi c'était cette cloison qui servait jadis entre nous deux de messager matinal, cette cloison qui, aussi docile qu'un violon à rendre toutes les nuances d'un sentiment, disait si exactement a ma grand-mère ma crainte à la fois de la réveiller, et si elle était réveillée déjà, de n'être pas entendu d'elle et qu'elle n'osât bouger, puis aussitôt comme la réplique d'un seconde instrument, m'annonçant sa venue et m'invitant au calme. Je n'osais pas approcher de cette cloison plus que d'un piano où ma grand-mère aurait joué et qui vibrerait encore de son toucher. Je savais que je pourrait frapper maintenant, même plus fort, que rien ne pourrait plus la réveiller, que je n'entendrais aucune réponse, que me grand-mère ne viendrait plus. Et je ne demandais de plus a Dieu, s'il existe un paradis, que d'y pouvoir frapper contre cette cloison les trois petits coups que ma grand-mère reconnaîtrait entre mille, et auxquels elle répondrait par ces autres coups que voulaient dire: "Ne t'agite pas, petite souris, je comprends que tu es impatient, mais je vais venir", et qu'il me laissât rester avec elle toute l'éternité, qui ne serait pas trop longue pour nous deux.
Marcel Proust, Sodome et Gomorrhe.
Había olvidado cerrar las contraventanas y la luz del amanecer me había despertado. No podía soportar tener ante los ojos las olas del mar que mi abuela podía antaño contemplar durante horas enteras: la nueva imagen de su belleza indiferente se completaba inmediatamente con la idea de que ella ya no las veía; habría querido taponarme los oidos contra su ruido, porque ahora la plenitud luminosa de la playa cavaba un vacío en mi corazón, todo parecía decirme como lo hicieran esas avenidas y esas praderas de un jardín público donde la había perdido de vista cuando era niño: "Nosotros no la hemos visto", y bajo la rotundidad del cielo pálido y divino me sentía oprimido como bajo una inmensa campana azulada que encerraba un horizonte en cuyo interior no estaba mi abuela. Para no ver nada, me volví hacia el muro, pero ¡ay! que lo que estaba contra mí era ese tabique que nos servía antaño de mensajero matinal, ese tabique que, tan dócil como el violín a la hora de representar todos los matices del sentir, comunicaba exactamente a mi abuela al mismo tiempo mi temor a despertarla, y si ya lo estaba, el de no ser oído por ella y que ella no se moviera, puesto que inmediatamente, como la réplica de un segundo instrumento, me anunciaba su venida y me invitable a tener clama. No me atrevía a acercarme a ese tabique, al igual que no lo habria hecho a un piano en el que mi abuela hubiera tocado y que aún vibrase con sus notas. Yo sabía que por muy fuerte que golpease ahora, nada podría desperarla, no escucharía respuesta alguno, mi abuela no vendría. Y yo no pedía más a Dios, si existe el paraíso, que poder golpear este tabique con tres golpes que mi abuela reconocería entre mil y a los que respondería con otros que querrían decir: "No te agites, ratoncito, sé que te impacientas, pero enseguida voy" y que me permitiesen permanecer con ella toda la eternidad, que no sería demasiado larga para ninguno de nosotros.
Un hecho central en Le Côte de Guermantes era la muerte de la abuela del protagonista, trasunto del fallecimiento de la propia madre de Proust. Sin embargo, aunque la novelización de ese acontecimiento permitió a Proust escribir algunas de sus mejores páginas, su impacto quedaba un tanto difuminado en medio de la descripción de la ascensión social deul protagonista, a quien se le abrían repentinamente las puertas de la sociedad francesa más selecta, representada por la muy antigua y muy noble familia de Guermantes.
Como en muchas ocasiones de la vida, la intensidad del sentimiento, en este caso del duelo, impedía cobrar completa consciencia de la gravedad de la pérdida. Se hacía necesario un periodo de aquietamiento, de separación y desapego, de atenuación, casi de olvido, para que una vez solucionadas las necesidades más urgentes, retornado a la vida cotidiana, interrumpida por ese cambio irremediable, se encontrase el tiempo, los tiempos muertos, de los que surgiese repentinamente la imagen, la representación concreta e ineludible de la pérdida, sin que fuera ya posible posponerla, ni aplazarla.
Esto es precisamente lo que ocurre al final del primer tercio de Sodome et Gomorrhe, coincidiendo con el retorno del protagonista al Balbec en el que había pasado un largo verano de vacaciones en compañía de la familiar tan amada.
Como en tantas ocasiones durante À la recherche, el emurplazamiento de esta resurgencia del duelo no deja de ser llamativo, casi inapropiado, una ruptura de las leyes que deberían regir el desarrollo de una novela. De nuevo, el título nos ha engañado, nos ha hecho concebir falsas espectativas, al implicar que el tema único de la novela sería la exploración de las dos ciudades - Sodoma y Gomorra - y las constumbres de sus muchos habitantes, ahora en el exilio tras su destrucción. Sin embargo, como ya deberían haber sospechado, para Proust la vida no es una colección de habitaciones estancas, sino una larga cadena de vasos comunicantes, cuyas conexiones y conducciones permanecen ocultas en gran medida a nuestra consciencia de forma que pequeños cambios en uno de ellos, puede tener repercusiones inesperadas en las regiones más alejadas.
Así, la mayor parte de Sodome y Gomorrhe, tras la revelación sobre el barón de Charlus de la que el protagonista es testigo en el patio del palacio de los Guermantes, no es otra cosa que la continuación de su ascensión social hasta las esferas más altas, aquellas representadas por la princesa de Guermantes. A esta descripción se unen, es cierto, dos impresiones discordantes, por un lado los significados nuevos que las escenas más normales adquieren tras el descubrimiento de la existencia de las dos ciudades, mientras que por otro, esa victoria mundana del protagonista, se revela desprovista de recompensas, de gloria, de valor, puesto que esos nuevos ambientes, tan exclusivos, tan codiciados por aquellos que no son admitidos en su interior, no son sino cáscaras hueras y vacios, tierras baldías de las que nada de substancia brotará y de las que no quedará ningún recuerdo.
Es precisamente el recuerdo, la surgencia ineludible del recuerdo lo que ocupará el inicio del segundo tercio de la novela, negando otra vez el supuesto tema principal propuesto por su título. Curiosamente, esa larga sección en la que Proust/Protagonista rememora la presencia de su Madre/Abuela en los lugares que ella ya no podrá visitar, recibe uno de los subtítulos más bellos y sugerentes de Proust: Les intermittences du Coeur (Las intermitencias del corazón), indicando que el modo en que sentimos no está regido, no puede estarlo, por nuestros procesos mentales racionales, sino que va y viene sin aparente razón ninguna, apoderándose de nosotros - y abatiéndonos - en los momentos más inesperados, incluso inapropiados, sin permitirnos escapar de su agarre, hasta que repentinamente, con el mismo capricho con que nos sobrevino, desaparece sin dejar rastro alguno, normalmente justo cuando lo que realmente deseamos - o queremos creer que deseamos - es que no nos abandone jamás.
En el caso de la resurgencia del dolor que experimenta el protagonista, esta se expresa mediante el choque desgarrador entre los paisajes queridos, cuya visión es el recuerdo constante del placer y la felicidad, con la consciencia de que la persona amada no podrá ya verlos, peor aún que para ellos, esa persona que les amó, que se imaginó parte integrante de esas escenas, de esa belleza, en el fondo no era más que un elemento prescindible, algo que no añadía ni lo más mínimo a la belleza perfecta de esos paisajes - cuya belleza, no obstante es sólo un atributo que nosotros les conferimos -, mientras que esos lugares no conservaran ningún recuerdo de esa persona, es más jamás supieron de ella, y aunque la hubieran conocido les habría sido completamente indiferente.
Tal es nuestro destino, el de la abuela del protagonista, el de éste y su creador Proust, el de todos nosotros: ser constantes viajeros, sin hogar ni reposo, como bien describía ese cristianismo de antaño, tan apolillado y momificado hoy en día. Por mucho que lo intentemos, por mucho que los pretendamos, nada quedará de nosotros en los lugares que habitamos, nada nos recordará a los otros peregrinos que los visiten tras nuestra partida. Seremos invariablemente borrados, eliminados, como si nunca hubiéramos existido, como si nunca hubiéramos amado. Sólo, como remedo y fantasma de inmortalidad, quedará nuestro recuerdo en aquellos que nos amaron, pero esto es también una mentira, un espejismo, puesto que ese proceso del recuerdo en realidad es una de las herramientas principales del olvido, por el cual la consciencia y la presencia de lo que ya no existe es eliminado para siempre de nuestro interior, como un veneno del que es necesario purgarse.
Esto es lo que Proust y su protagonista descubren al toparse con ese dolor agudo que no creían ser capaces de experimentar. El resultado de ese recordar, de ese resrufrir, no es otro que alcanzar un estado de indiferencia, en el cual sea posible volver a ser feliz, volver a experimentar y gozar de la belleza, aunque para ello hayamos tenido que volver a matar y a enterrar a aquellos que proclamamos amar más que a nuestras propias vidas.
Una vuelta que nunca será completa. Porque por muy arrebatador, por muy embriagador que vuelva a ser el gozo de la belleza del mundo, su pureza se habrá perdido. Su visión siempre estará mezclada con la de la fealdad, con la de la muerte, como si esos dos polos que creemos ser opuestos, incomunicables, no fueran en realidad más que una y la misma cosa.
Là où je n'avais vu avec ma grand-mère, au mois d'août, que les feuilles et comme l'emplacement des pommiers, à perte de vue ils étaient en pleine floraison, d'une luxe inouï, les pieds dans la boue et en toilette de bal, ne prenant pas de précautions pour ne pas gâter le plus merveilleux satin rose qu'on eût jamais vu et que faisait briller le soleil; l'horizon lointain de la mer fournissait aux pommiers comme un arrière-plan d'estampe japonaise; si je levais la tête pour regarder le ciel entre les fleurs, qui faisaient paraître son bleu rasséréné, presque violent, elles semblaient s'écarter pour montrer la profondeur de ce paradis. Sous cet azur une brise légère mais froide faisait trembler légèrement les bouquets rougissants. De mésanges bleues venaient se poser sur les branches et sautaient entre les fleurs, indulgentes, comme si c'eût été un amateur de exotisme et de couleurs qui avait artificiellement crée cette beauté vivante. Mais elle touchait jusqu'aux larmes parce que, si loin qu'elle allât dans ses effets d'art raffiné, on sentait qu'elle était naturelle, que ces pommiers étaient là en pleine campagne comme des paysans, sur une grande route de France. Puis aux rayons du soleil succédèrent subitement ceux de la pluie; ils zébrèrent tout l'horizon, enserrèrent la file des pommiers dans leur réseau gris. Mais ceux-ci continuaient à dresser leur beauté, fleurie et rose, dans le vent devenue glacial sous l'averse qui tombait: c'était une journée de printemps.
Allí donde sólo había visto con mi abuela, en agosto, la hojas y como el emplazamiento de los manzanos, hasta donde alcanzaba la vista estaban en plena floraciòn, con un lujo inesperado, los pies en el lodo, vestidos para un baile, son tomar precauciones para no estropear el maravilloso satín rosa que nunca habìa visto y que el sol hacía brillar; el lejano horizonte del mar dotaba a los manzanos de un fondo de estampa japonesa; si alzaba la cabeza para mirar el cielo entre las flores, entre las que aparecía su azul serenado, casi violento, ellas parecían apartarse para mostrar la belleza de ese paraíso. Bajo este azur una brisa leve, pero fría, hacía temblar ligeramente los ramos rojizos. De paros azules venían a posarse sobre las ramas y saltaban entre las flores, indulgentes, como si hubiera sido un amante del exotismo y del color quien hubiera creado este paraíso vivo. Pero si emocionaba hasta las lágrimas es porque, por muy lejos que fueran sus efectos de arte refinado, se sentiá que era natural, que esos manzanos estaban allí, en pleno campo, como campesinos en un camino de Francia. Después, a los rayos del sol sucedieron las líneas de la lluvia, ellas "zebraron" todo el horizonte, encerrando la hilera de manzanos en su red gris. Pero ellos continuaban mostrando su belleza, florida y rosa, en el viento vuelto helado, bajo la tormenta que caía: Era un día de Primavera.
Marcel Proust, Sodome et Gomorrhe.
Había olvidado cerrar las contraventanas y la luz del amanecer me había despertado. No podía soportar tener ante los ojos las olas del mar que mi abuela podía antaño contemplar durante horas enteras: la nueva imagen de su belleza indiferente se completaba inmediatamente con la idea de que ella ya no las veía; habría querido taponarme los oidos contra su ruido, porque ahora la plenitud luminosa de la playa cavaba un vacío en mi corazón, todo parecía decirme como lo hicieran esas avenidas y esas praderas de un jardín público donde la había perdido de vista cuando era niño: "Nosotros no la hemos visto", y bajo la rotundidad del cielo pálido y divino me sentía oprimido como bajo una inmensa campana azulada que encerraba un horizonte en cuyo interior no estaba mi abuela. Para no ver nada, me volví hacia el muro, pero ¡ay! que lo que estaba contra mí era ese tabique que nos servía antaño de mensajero matinal, ese tabique que, tan dócil como el violín a la hora de representar todos los matices del sentir, comunicaba exactamente a mi abuela al mismo tiempo mi temor a despertarla, y si ya lo estaba, el de no ser oído por ella y que ella no se moviera, puesto que inmediatamente, como la réplica de un segundo instrumento, me anunciaba su venida y me invitable a tener clama. No me atrevía a acercarme a ese tabique, al igual que no lo habria hecho a un piano en el que mi abuela hubiera tocado y que aún vibrase con sus notas. Yo sabía que por muy fuerte que golpease ahora, nada podría desperarla, no escucharía respuesta alguno, mi abuela no vendría. Y yo no pedía más a Dios, si existe el paraíso, que poder golpear este tabique con tres golpes que mi abuela reconocería entre mil y a los que respondería con otros que querrían decir: "No te agites, ratoncito, sé que te impacientas, pero enseguida voy" y que me permitiesen permanecer con ella toda la eternidad, que no sería demasiado larga para ninguno de nosotros.
Un hecho central en Le Côte de Guermantes era la muerte de la abuela del protagonista, trasunto del fallecimiento de la propia madre de Proust. Sin embargo, aunque la novelización de ese acontecimiento permitió a Proust escribir algunas de sus mejores páginas, su impacto quedaba un tanto difuminado en medio de la descripción de la ascensión social deul protagonista, a quien se le abrían repentinamente las puertas de la sociedad francesa más selecta, representada por la muy antigua y muy noble familia de Guermantes.
Como en muchas ocasiones de la vida, la intensidad del sentimiento, en este caso del duelo, impedía cobrar completa consciencia de la gravedad de la pérdida. Se hacía necesario un periodo de aquietamiento, de separación y desapego, de atenuación, casi de olvido, para que una vez solucionadas las necesidades más urgentes, retornado a la vida cotidiana, interrumpida por ese cambio irremediable, se encontrase el tiempo, los tiempos muertos, de los que surgiese repentinamente la imagen, la representación concreta e ineludible de la pérdida, sin que fuera ya posible posponerla, ni aplazarla.
Esto es precisamente lo que ocurre al final del primer tercio de Sodome et Gomorrhe, coincidiendo con el retorno del protagonista al Balbec en el que había pasado un largo verano de vacaciones en compañía de la familiar tan amada.
Como en tantas ocasiones durante À la recherche, el emurplazamiento de esta resurgencia del duelo no deja de ser llamativo, casi inapropiado, una ruptura de las leyes que deberían regir el desarrollo de una novela. De nuevo, el título nos ha engañado, nos ha hecho concebir falsas espectativas, al implicar que el tema único de la novela sería la exploración de las dos ciudades - Sodoma y Gomorra - y las constumbres de sus muchos habitantes, ahora en el exilio tras su destrucción. Sin embargo, como ya deberían haber sospechado, para Proust la vida no es una colección de habitaciones estancas, sino una larga cadena de vasos comunicantes, cuyas conexiones y conducciones permanecen ocultas en gran medida a nuestra consciencia de forma que pequeños cambios en uno de ellos, puede tener repercusiones inesperadas en las regiones más alejadas.
Así, la mayor parte de Sodome y Gomorrhe, tras la revelación sobre el barón de Charlus de la que el protagonista es testigo en el patio del palacio de los Guermantes, no es otra cosa que la continuación de su ascensión social hasta las esferas más altas, aquellas representadas por la princesa de Guermantes. A esta descripción se unen, es cierto, dos impresiones discordantes, por un lado los significados nuevos que las escenas más normales adquieren tras el descubrimiento de la existencia de las dos ciudades, mientras que por otro, esa victoria mundana del protagonista, se revela desprovista de recompensas, de gloria, de valor, puesto que esos nuevos ambientes, tan exclusivos, tan codiciados por aquellos que no son admitidos en su interior, no son sino cáscaras hueras y vacios, tierras baldías de las que nada de substancia brotará y de las que no quedará ningún recuerdo.
Es precisamente el recuerdo, la surgencia ineludible del recuerdo lo que ocupará el inicio del segundo tercio de la novela, negando otra vez el supuesto tema principal propuesto por su título. Curiosamente, esa larga sección en la que Proust/Protagonista rememora la presencia de su Madre/Abuela en los lugares que ella ya no podrá visitar, recibe uno de los subtítulos más bellos y sugerentes de Proust: Les intermittences du Coeur (Las intermitencias del corazón), indicando que el modo en que sentimos no está regido, no puede estarlo, por nuestros procesos mentales racionales, sino que va y viene sin aparente razón ninguna, apoderándose de nosotros - y abatiéndonos - en los momentos más inesperados, incluso inapropiados, sin permitirnos escapar de su agarre, hasta que repentinamente, con el mismo capricho con que nos sobrevino, desaparece sin dejar rastro alguno, normalmente justo cuando lo que realmente deseamos - o queremos creer que deseamos - es que no nos abandone jamás.
En el caso de la resurgencia del dolor que experimenta el protagonista, esta se expresa mediante el choque desgarrador entre los paisajes queridos, cuya visión es el recuerdo constante del placer y la felicidad, con la consciencia de que la persona amada no podrá ya verlos, peor aún que para ellos, esa persona que les amó, que se imaginó parte integrante de esas escenas, de esa belleza, en el fondo no era más que un elemento prescindible, algo que no añadía ni lo más mínimo a la belleza perfecta de esos paisajes - cuya belleza, no obstante es sólo un atributo que nosotros les conferimos -, mientras que esos lugares no conservaran ningún recuerdo de esa persona, es más jamás supieron de ella, y aunque la hubieran conocido les habría sido completamente indiferente.
Tal es nuestro destino, el de la abuela del protagonista, el de éste y su creador Proust, el de todos nosotros: ser constantes viajeros, sin hogar ni reposo, como bien describía ese cristianismo de antaño, tan apolillado y momificado hoy en día. Por mucho que lo intentemos, por mucho que los pretendamos, nada quedará de nosotros en los lugares que habitamos, nada nos recordará a los otros peregrinos que los visiten tras nuestra partida. Seremos invariablemente borrados, eliminados, como si nunca hubiéramos existido, como si nunca hubiéramos amado. Sólo, como remedo y fantasma de inmortalidad, quedará nuestro recuerdo en aquellos que nos amaron, pero esto es también una mentira, un espejismo, puesto que ese proceso del recuerdo en realidad es una de las herramientas principales del olvido, por el cual la consciencia y la presencia de lo que ya no existe es eliminado para siempre de nuestro interior, como un veneno del que es necesario purgarse.
Esto es lo que Proust y su protagonista descubren al toparse con ese dolor agudo que no creían ser capaces de experimentar. El resultado de ese recordar, de ese resrufrir, no es otro que alcanzar un estado de indiferencia, en el cual sea posible volver a ser feliz, volver a experimentar y gozar de la belleza, aunque para ello hayamos tenido que volver a matar y a enterrar a aquellos que proclamamos amar más que a nuestras propias vidas.
Una vuelta que nunca será completa. Porque por muy arrebatador, por muy embriagador que vuelva a ser el gozo de la belleza del mundo, su pureza se habrá perdido. Su visión siempre estará mezclada con la de la fealdad, con la de la muerte, como si esos dos polos que creemos ser opuestos, incomunicables, no fueran en realidad más que una y la misma cosa.
Là où je n'avais vu avec ma grand-mère, au mois d'août, que les feuilles et comme l'emplacement des pommiers, à perte de vue ils étaient en pleine floraison, d'une luxe inouï, les pieds dans la boue et en toilette de bal, ne prenant pas de précautions pour ne pas gâter le plus merveilleux satin rose qu'on eût jamais vu et que faisait briller le soleil; l'horizon lointain de la mer fournissait aux pommiers comme un arrière-plan d'estampe japonaise; si je levais la tête pour regarder le ciel entre les fleurs, qui faisaient paraître son bleu rasséréné, presque violent, elles semblaient s'écarter pour montrer la profondeur de ce paradis. Sous cet azur une brise légère mais froide faisait trembler légèrement les bouquets rougissants. De mésanges bleues venaient se poser sur les branches et sautaient entre les fleurs, indulgentes, comme si c'eût été un amateur de exotisme et de couleurs qui avait artificiellement crée cette beauté vivante. Mais elle touchait jusqu'aux larmes parce que, si loin qu'elle allât dans ses effets d'art raffiné, on sentait qu'elle était naturelle, que ces pommiers étaient là en pleine campagne comme des paysans, sur une grande route de France. Puis aux rayons du soleil succédèrent subitement ceux de la pluie; ils zébrèrent tout l'horizon, enserrèrent la file des pommiers dans leur réseau gris. Mais ceux-ci continuaient à dresser leur beauté, fleurie et rose, dans le vent devenue glacial sous l'averse qui tombait: c'était une journée de printemps.
Allí donde sólo había visto con mi abuela, en agosto, la hojas y como el emplazamiento de los manzanos, hasta donde alcanzaba la vista estaban en plena floraciòn, con un lujo inesperado, los pies en el lodo, vestidos para un baile, son tomar precauciones para no estropear el maravilloso satín rosa que nunca habìa visto y que el sol hacía brillar; el lejano horizonte del mar dotaba a los manzanos de un fondo de estampa japonesa; si alzaba la cabeza para mirar el cielo entre las flores, entre las que aparecía su azul serenado, casi violento, ellas parecían apartarse para mostrar la belleza de ese paraíso. Bajo este azur una brisa leve, pero fría, hacía temblar ligeramente los ramos rojizos. De paros azules venían a posarse sobre las ramas y saltaban entre las flores, indulgentes, como si hubiera sido un amante del exotismo y del color quien hubiera creado este paraíso vivo. Pero si emocionaba hasta las lágrimas es porque, por muy lejos que fueran sus efectos de arte refinado, se sentiá que era natural, que esos manzanos estaban allí, en pleno campo, como campesinos en un camino de Francia. Después, a los rayos del sol sucedieron las líneas de la lluvia, ellas "zebraron" todo el horizonte, encerrando la hilera de manzanos en su red gris. Pero ellos continuaban mostrando su belleza, florida y rosa, en el viento vuelto helado, bajo la tormenta que caía: Era un día de Primavera.
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