Une des jeunes filles que je ne connaissais pas se mit au piano, et Andrée demanda à Albertine de valser avec elle. Heureux, dans ce petit casino, de penser que j'allais rester avec ces jeunes filles, je fis remarquer à Cottard comme elles dansaient bien. Mais lui, du point de vue spécial du médecin, et avec un mauvaise éducation qui ne tenait pas compte de ce que je connaissais ces jeunes filles à qui il avait pourtant dû me voir dire bonjour, me répondit: "Oui, me les parents son bien imprudents qui laissent leurs filles de prendre de pareilles habitudes. Je ne permettrais certainement pas aux miennes de venir ici. Sont-elles jolies au moins? Je ne distingue pas leurs traits. Tenez, regardez", ajouta-t-il en me montrant Albertine et Andrée qui valsaient lentement, serrées l'une contre l'autre, "j'ai oublié mon lorgnon et je ne vois pas bien, mais elles sont certainement au comble de la jouissance. On ne sais pas assez que c'est surtout par les seins que les femmes l'éprouvent. Et voyez, le leurs se touchent complètement" En effet, le contact n'avait pas cessé entre ceux d'Andrée et ceux d'Albertine. Je ne sais pas si elles entendirent ou devinèrent la réflexion de Cottard, mais elles se détachèrent légèrement l'une de l'autre tout en continuant à valser. Andrée dit à ce moment un mot à Albertine et celle-ci rit du même rire pénétrant et profond que j'avais entendu tout à l'heure. Mais le trouble qu'il m'apporta cette fois ne me fut plus que cruel: Albertine avait l'air d'y montre, de faire constater à Andrée quelque frémissement voluptueux et secret. Il sonnait comme les premiers ou les derniers accords d'une fête inconnue.
Marcel Proust, Sodome et Gomorrhe
Una de las jóvenes que yo no conocía se sentó al piano y Albertine pidió a Andrée que bailara con ella. Feliz, en ese pequeño casino, de saber que estaba en compañía de esas jóvenes, le hice notar a Cottard lo bien que bailaban. Pero él, con el punto de vista especial de un médico, y con una mala educación que no tenía en cuenta que yo conocía a esas jóvenes a las que sin embargo me había visto saludar, me respondió. " Sí, los padres que permoiten a sus hijas esas costumbres son bien imprudentes. Yo nunca permitiría a las mías que vinieran aquí. ¿Son al menos hermosas? No las veo bien desde aquí? Mirad" - añadió mientras señalaba a Albertine y Andrée que bailaban lentamente, estrechadas la una contra la otra - " he olvidado mis gafas y no veo bien, pero estoy seguro que se hallan en el clímax del placer. No es muy conocido que es en los senos donde las mujeres lo sienten. Y daos cuenta que los suyos se tocan completamente". En efecto, el contacto no había cesado entre los de Andrée y los de Albertine. No sé muy bien si oyeron o adivinaron los comentarios de Cottard, pero se separaron ligeramente la una de la otra mientras continuaban bailando. Andrée dijo a Albertine y ella rió con la risa penetrante que yo había escuchado hace poco. Pero la preocupación que esto me causó no fue menos cruel: Albertine parecía querer mostrar, constatar ante Andrée un extremecimiento voluptuoso y secreto. Sonaba como los últimos acordes de una fiesta desconocida.
Quien haya leído a Proust sabe que desde las primeras páginas del ciclo de À La Recherche, la descripción del sentimiento amoroso ocupa un lugar central. Por supuesto, como también sabrán los que sigan estas anotaciones, la postura de Proust hacia esa experiencia vital es cualquier cosa menos romántica, o al menos romántica al uso de revistas, programas televisivos y blockbusters de Hollywood.
El amor como digo, es central en la concepción que Proust tiene de la vida. Nadie podrá escapar de él - amor omnia vincit, que decían los clásicos - y todos deberemos ser su esclavos, humillarnos ante él, convirtiñendolo en la necesidad última y única de nuestras vidas. Este no quiere decir, al contrario de lo que se nos cuenta, que sea una experiencia reconfortante o que nos complete, ni mucho menos que la felicidad personal se encuentre al final del camino, o al menos en uno de sus recovecos, aunque sea breve y fugazmente. Para Proust, para cualquier personaje de los que habitan À la recherche, amar es sufrir, de manera horrible y sin remisión, puesto que nosotros somos nuestros únicos verdugos, los únicos que podrían dar término a esa tortura y los que se empecinan en continuarla, casi disfrutando con el dolor que se infligen así mismo. Todo, por supuesto, sin razón alguna, puesto que cualquier relación amorosa no es sino producto de un malentendido.
Queremos pensar de otro modo - que el amor tiene sentido, que es racional - pero el detalle obsesivo con el que Proust procede a su descripción demuestra lo contrario. En el objeto amado nada hay que realmente se ajuste a nuestros gustos, nada que revele nuestra personalidad - si no es el modo en que manejemos nuestra obsesión- nada que sirva para probar nuestra inteligencia. De hecho, la selección de la persona a la que decimos amar no obedece otra regla que el azar, o el capricho, si esta palabra no escondiera tras de sí cierto grado de voluntariedad, de selección y decisión propia en la elección de las cadenas con que nosotros mismos nos convertiremos en prisioneros. Peor aún, si realmente contemplamos a la persona que deseamos fria y racionalmente, si revisamos la lista de nuestros amores, tendremos que admitir - por mucho que nos neguemos - que en realidad da igual quién sea, que el modo en que tratamos a cada uno de nuestros enamoramiento es igual e idéntico, que las palabras que les dirigimos, que las caricias con la que les obsequiamos, no són únicas ni especiales - propias de una relación definitiva y determinante, sin comparación ni parangón - sino parte de un repertorio siempre reciclado que utilizamos en esas situaciones, sin que importe a quien vayan dedicadas.
Esto en el caso de ser el que ama. Porque parte del peso - y la condena - de ese malentendido que es el amor consiste en que nunca hay sintonía entre los sentimientos que sienten amante y amado. No hay parejas de amantes, que se deseen mutuament, sino que siempre uno buscará al otro, intentará forzar su indiferencia, su repugnancia, su asco ante los trucos, las marrullerías, las humillaciones y bajezas de aquel que busca obtener los favores de otro, y que tan desagradables nos parecen cuando los vemos en quien no amamos, pero tan sublimes se nos asemejan cuando somos nosotros quienes lo practicamos. Habrá unión, por supuesto, pero sólo porque ese abismo será franqueado por otros sentimientos, otras compensaciones que poco tienen que ver con el amor - mejor dicho, con nuestro ideal de amor - y que convertirán esa pareja en una unión inestable, siempre a punto de disolución, siempre en el camino de la nada, la indiferencia y el olvido. Lo contrario de esa inevitabilidad, ese no retorno, esa transcendia, de todas esas mentiras que soñamos en el amor pero que poco tienen que ver con la realidad.
Es por ello que la única forma de mantener el amor vivo, de hacer que sea algo más que un breve encuentro, un pasar el tiempo porque no hay nada mejor que hacer, sea el uso de la violencia, de la coacción, no física, pero sobre todo mental. Extraer al objeto amado de su entorno habitual, separarlo de las gentes que conoce, aislarlo y encerrarlo, hasta que acabe dependiendo por entero de nosotros, hasta que nosotros seamos su único mundo y separarse, ausentarse, de nuestra presencia tenga las mismas consecuencias que sacar a un pez del agua que es su elemento. Como puede suponerse, esto es imposible, otro más de los espejismos que se hallan en el desierto que son las relaciones amorosas. Se quiera o no, el objeto amado seguirá viviendo en este mundo, relacionándose con otras personas, aunque sean las personas de mayor confianza del que ama, aquellas de las que no esperaría traición ni doblez.
Y es que ésta es la última degradación, el último peldaño que lleva a la disolución de la relación amorosa - que quizás, en otra constante Proustiana, no sea reconocida como tal hasta que ha dejado de existir - ese amante obsesivo terminará siendo presa de los celos, imaginando que en los momentos ein que su amada no está ante sus ojos, cualquier traición, cualquier infidelidad no solo será posible, sino que ocurrirá necesariamente. De ahí esa necesidad por convertir al ser amado en prisionero - el tema de la siguiente novela del ciclo - pero de ahí también su fracaso, porque nuestro protagonista acaba de descubrir la existencia de las dos ciudades, Sodoma y Gomorra, y sabe que su amado podrá obtener en ellas placeres, éxtasis, que él no sabrá nunca otorgarles, de forma que por mucho que intente poseerla, covertirla en un objeto más que guarde y enseñe a su capricho, siempre habrá un núcleo extraño e irreductible, que le negará y le rechazará por siempre.
La causa final de su ruptura y disolución, tan inevitable como la muerte que a todos nos espera.
D'ailleurs en appuyant ainsi devant Albertine sur ces protestations de froideur pour elle, je ne faisais - a cause d'une circonstance et en vue d'un but particuliers - que rendre plus sensible, marquer avec plus de force, ce rythme binaire qu'adopte l'amour chez tous ceux qui doutent trop d'eux-mêmes pour croire qu'une femme puissent jamais les aimer, et aussi qu'eux-mêmes puissent l'aimer véritablement. Ils se connaissent assez pour savoir qu'après de plus différentes, ils éprouvaient les mêmes espoirs, les mêmes angoisses, inventaient les mêmes romans, prononçaient les mêmes paroles, pour s'être rendu ainsi compte que leurs sentiments, leurs actions ne sont pas en rapport étroit et nécessaire avec la femme aimée, mais passent à côte d'elle, l’éclaboussent, la circonviennent comme le flux qui se jette le long des rochers, et le sentiment de leur propre instabilité augmente encore chez eux la défiance que cette femme, dont ils voudraient tant être aimés, ne les aime pas. Pourquoi le hasard aurait-il fait, puisqu'elle n'est qu'un simple accidente placé devant le jaillissement de nos désir, que nous fussions nous-mêmes le but de ceux qu'elle a?
Por otra parte, mostrando ante Albertine estas protestas de frialdad, yo no hacía otra cosa - a causa de una circunstancia y un objeto particular - que volver más visible, señalar con más fuerza, ese ritmo binario que adopta el amor en aquellos que dudan demasiado de ellos mismos para creer que una mujer pueda llegar a amarles y también que ellos puedan llegar a amar de verdad. Se conocen demasiado para saber que con amantes completamente distintas, han sentido las mismas esperanzas, las mismas angustias, inventado las mismas historias, pronunciado las mismas palabras, dándose tambièn cuante que sus sentimientos, sus acciones no tienen una relación estrecha y necesaria con la mujer amada, sino que pasan a su lado, la evitan, la rodean como la corriente que fluye alrededor de una roca, y el sentimiento de su propia inestabilidad aumenta con la certeza de que esa mujer, por la que tanto querrían ser amados, no les ama en absoluto. Por qué el azar lo habrá hecho así, puesto que no es más que un simpe accidente situado delante del desfacellimiento de nuestro deseo, que nosotros hagamos por nosotros mismos lo mismo que ella tiene como objetivo?
Marcel Proust, Sodome et Gomorrhe
Una de las jóvenes que yo no conocía se sentó al piano y Albertine pidió a Andrée que bailara con ella. Feliz, en ese pequeño casino, de saber que estaba en compañía de esas jóvenes, le hice notar a Cottard lo bien que bailaban. Pero él, con el punto de vista especial de un médico, y con una mala educación que no tenía en cuenta que yo conocía a esas jóvenes a las que sin embargo me había visto saludar, me respondió. " Sí, los padres que permoiten a sus hijas esas costumbres son bien imprudentes. Yo nunca permitiría a las mías que vinieran aquí. ¿Son al menos hermosas? No las veo bien desde aquí? Mirad" - añadió mientras señalaba a Albertine y Andrée que bailaban lentamente, estrechadas la una contra la otra - " he olvidado mis gafas y no veo bien, pero estoy seguro que se hallan en el clímax del placer. No es muy conocido que es en los senos donde las mujeres lo sienten. Y daos cuenta que los suyos se tocan completamente". En efecto, el contacto no había cesado entre los de Andrée y los de Albertine. No sé muy bien si oyeron o adivinaron los comentarios de Cottard, pero se separaron ligeramente la una de la otra mientras continuaban bailando. Andrée dijo a Albertine y ella rió con la risa penetrante que yo había escuchado hace poco. Pero la preocupación que esto me causó no fue menos cruel: Albertine parecía querer mostrar, constatar ante Andrée un extremecimiento voluptuoso y secreto. Sonaba como los últimos acordes de una fiesta desconocida.
Quien haya leído a Proust sabe que desde las primeras páginas del ciclo de À La Recherche, la descripción del sentimiento amoroso ocupa un lugar central. Por supuesto, como también sabrán los que sigan estas anotaciones, la postura de Proust hacia esa experiencia vital es cualquier cosa menos romántica, o al menos romántica al uso de revistas, programas televisivos y blockbusters de Hollywood.
El amor como digo, es central en la concepción que Proust tiene de la vida. Nadie podrá escapar de él - amor omnia vincit, que decían los clásicos - y todos deberemos ser su esclavos, humillarnos ante él, convirtiñendolo en la necesidad última y única de nuestras vidas. Este no quiere decir, al contrario de lo que se nos cuenta, que sea una experiencia reconfortante o que nos complete, ni mucho menos que la felicidad personal se encuentre al final del camino, o al menos en uno de sus recovecos, aunque sea breve y fugazmente. Para Proust, para cualquier personaje de los que habitan À la recherche, amar es sufrir, de manera horrible y sin remisión, puesto que nosotros somos nuestros únicos verdugos, los únicos que podrían dar término a esa tortura y los que se empecinan en continuarla, casi disfrutando con el dolor que se infligen así mismo. Todo, por supuesto, sin razón alguna, puesto que cualquier relación amorosa no es sino producto de un malentendido.
Queremos pensar de otro modo - que el amor tiene sentido, que es racional - pero el detalle obsesivo con el que Proust procede a su descripción demuestra lo contrario. En el objeto amado nada hay que realmente se ajuste a nuestros gustos, nada que revele nuestra personalidad - si no es el modo en que manejemos nuestra obsesión- nada que sirva para probar nuestra inteligencia. De hecho, la selección de la persona a la que decimos amar no obedece otra regla que el azar, o el capricho, si esta palabra no escondiera tras de sí cierto grado de voluntariedad, de selección y decisión propia en la elección de las cadenas con que nosotros mismos nos convertiremos en prisioneros. Peor aún, si realmente contemplamos a la persona que deseamos fria y racionalmente, si revisamos la lista de nuestros amores, tendremos que admitir - por mucho que nos neguemos - que en realidad da igual quién sea, que el modo en que tratamos a cada uno de nuestros enamoramiento es igual e idéntico, que las palabras que les dirigimos, que las caricias con la que les obsequiamos, no són únicas ni especiales - propias de una relación definitiva y determinante, sin comparación ni parangón - sino parte de un repertorio siempre reciclado que utilizamos en esas situaciones, sin que importe a quien vayan dedicadas.
Esto en el caso de ser el que ama. Porque parte del peso - y la condena - de ese malentendido que es el amor consiste en que nunca hay sintonía entre los sentimientos que sienten amante y amado. No hay parejas de amantes, que se deseen mutuament, sino que siempre uno buscará al otro, intentará forzar su indiferencia, su repugnancia, su asco ante los trucos, las marrullerías, las humillaciones y bajezas de aquel que busca obtener los favores de otro, y que tan desagradables nos parecen cuando los vemos en quien no amamos, pero tan sublimes se nos asemejan cuando somos nosotros quienes lo practicamos. Habrá unión, por supuesto, pero sólo porque ese abismo será franqueado por otros sentimientos, otras compensaciones que poco tienen que ver con el amor - mejor dicho, con nuestro ideal de amor - y que convertirán esa pareja en una unión inestable, siempre a punto de disolución, siempre en el camino de la nada, la indiferencia y el olvido. Lo contrario de esa inevitabilidad, ese no retorno, esa transcendia, de todas esas mentiras que soñamos en el amor pero que poco tienen que ver con la realidad.
Es por ello que la única forma de mantener el amor vivo, de hacer que sea algo más que un breve encuentro, un pasar el tiempo porque no hay nada mejor que hacer, sea el uso de la violencia, de la coacción, no física, pero sobre todo mental. Extraer al objeto amado de su entorno habitual, separarlo de las gentes que conoce, aislarlo y encerrarlo, hasta que acabe dependiendo por entero de nosotros, hasta que nosotros seamos su único mundo y separarse, ausentarse, de nuestra presencia tenga las mismas consecuencias que sacar a un pez del agua que es su elemento. Como puede suponerse, esto es imposible, otro más de los espejismos que se hallan en el desierto que son las relaciones amorosas. Se quiera o no, el objeto amado seguirá viviendo en este mundo, relacionándose con otras personas, aunque sean las personas de mayor confianza del que ama, aquellas de las que no esperaría traición ni doblez.
Y es que ésta es la última degradación, el último peldaño que lleva a la disolución de la relación amorosa - que quizás, en otra constante Proustiana, no sea reconocida como tal hasta que ha dejado de existir - ese amante obsesivo terminará siendo presa de los celos, imaginando que en los momentos ein que su amada no está ante sus ojos, cualquier traición, cualquier infidelidad no solo será posible, sino que ocurrirá necesariamente. De ahí esa necesidad por convertir al ser amado en prisionero - el tema de la siguiente novela del ciclo - pero de ahí también su fracaso, porque nuestro protagonista acaba de descubrir la existencia de las dos ciudades, Sodoma y Gomorra, y sabe que su amado podrá obtener en ellas placeres, éxtasis, que él no sabrá nunca otorgarles, de forma que por mucho que intente poseerla, covertirla en un objeto más que guarde y enseñe a su capricho, siempre habrá un núcleo extraño e irreductible, que le negará y le rechazará por siempre.
La causa final de su ruptura y disolución, tan inevitable como la muerte que a todos nos espera.
D'ailleurs en appuyant ainsi devant Albertine sur ces protestations de froideur pour elle, je ne faisais - a cause d'une circonstance et en vue d'un but particuliers - que rendre plus sensible, marquer avec plus de force, ce rythme binaire qu'adopte l'amour chez tous ceux qui doutent trop d'eux-mêmes pour croire qu'une femme puissent jamais les aimer, et aussi qu'eux-mêmes puissent l'aimer véritablement. Ils se connaissent assez pour savoir qu'après de plus différentes, ils éprouvaient les mêmes espoirs, les mêmes angoisses, inventaient les mêmes romans, prononçaient les mêmes paroles, pour s'être rendu ainsi compte que leurs sentiments, leurs actions ne sont pas en rapport étroit et nécessaire avec la femme aimée, mais passent à côte d'elle, l’éclaboussent, la circonviennent comme le flux qui se jette le long des rochers, et le sentiment de leur propre instabilité augmente encore chez eux la défiance que cette femme, dont ils voudraient tant être aimés, ne les aime pas. Pourquoi le hasard aurait-il fait, puisqu'elle n'est qu'un simple accidente placé devant le jaillissement de nos désir, que nous fussions nous-mêmes le but de ceux qu'elle a?
Por otra parte, mostrando ante Albertine estas protestas de frialdad, yo no hacía otra cosa - a causa de una circunstancia y un objeto particular - que volver más visible, señalar con más fuerza, ese ritmo binario que adopta el amor en aquellos que dudan demasiado de ellos mismos para creer que una mujer pueda llegar a amarles y también que ellos puedan llegar a amar de verdad. Se conocen demasiado para saber que con amantes completamente distintas, han sentido las mismas esperanzas, las mismas angustias, inventado las mismas historias, pronunciado las mismas palabras, dándose tambièn cuante que sus sentimientos, sus acciones no tienen una relación estrecha y necesaria con la mujer amada, sino que pasan a su lado, la evitan, la rodean como la corriente que fluye alrededor de una roca, y el sentimiento de su propia inestabilidad aumenta con la certeza de que esa mujer, por la que tanto querrían ser amados, no les ama en absoluto. Por qué el azar lo habrá hecho así, puesto que no es más que un simpe accidente situado delante del desfacellimiento de nuestro deseo, que nosotros hagamos por nosotros mismos lo mismo que ella tiene como objetivo?
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