Mme. de Guermantes m'offrait, domestique et soumise par l'amabilité, par le respect devant les valeurs spirituelles, l'énergie et la charme d'une cruelle petite fille de l'aristocratie des environs de Combray, qui, dans son enfance, montait à cheval, cassait les reins aux chats, arrachait l’œil aux lapins et, aussi bien qu'elle était restée une fleur de vertu, aurait pu, tant elle avait les mêmes élégances, pas mal d'années auparavant, être la plus brillante maîtresse du prince de Sagan. Seulement elle était incapable de comprendre ce que j'avais cherché en elle - le charme du nom de Guermantes - et le petit peu que j'y avais trouvé, un reste provincial de Guermantes. Nous relations étaient fondées sur un malentendu qui ne pouvait manquer de manifester dès que mes hommages, au lieu de s'adresser à la femme relativement supérieure qu'elle croyait être, iraient vers quelque femme aussi médiocre et et exhalant le même charme involontaire. Malentendu si naturel et que existera toujours entre un jeune homme rêveur et une femme du monde, mais qui le trouble profondément, tant qu'il n'a pas reconnu la nature de ses facultés d'imagination et n'a pas pris son parti des déceptions inévitables qu'il doit éprouver auprès des êtres, comme au théâtre, en voyage et même en amour.
Marcel Proust, Le côte de Guermantes.
Madame de Guermantes me ofrecía, doméstico y sumiso por la amabilidad, por el respeto a los valores espirituales, la energía y el encanto de una niña cruel de la aristocracia de los alrededores de Combray, que, en su niñez, montaba a caballo, le tronchaba la espalda a los gatos, arrancaba los ojos a los conejos y, que aún habiendo permanecido un ejemplo de virtud, habría podido, tan parecida era su elegancia, haber sido unos años antes, la amante más brillante del príncipe de Sagan. Lo único que era incapaz de comprender era qué había buscado yo en ella - el encanto del nombre de Guermantes - y la puzca que había encontrado, un resto provincial de Guermantes. Nuestra relación estaba fundada sobre un malentendido que no podía evitar manifestarse en cuanto mi admiración, en vez de dirigirse a la mujer relativamente superior que creía ser, se dedicasen a cualquier mujer igual de mediocre y que exhalase en mismo encanto involuntario. Malentendido natural y que existirá siempre entre un joven soñador y una mujer de mundo, pero que le preocupará profundamente, mientras no reconozca la naturaleza de sus facultades de imaginación y no extraiga una compensación de los desengaños que debe sufrir con las personas, al igual que en el teatro, de viaje e incluso en el amor.
Hace ya muchos años, recién acabada la universidad y terminado el servicio militar, un gran amigo mío, curioso por mi pasión por Proust, se embarcó en la lectura de À la Recherche. Consiguió terminarla, como es propio de todo lector minucioso, pero esta obra se convirtió en un punto de separación y disputa entre ambos, principalmente por razones políticas. Aunque aproximadamente de la misma cuerda - unA izquierda más o menos avanzada - este amigo mío no llegaba a comprender mi fascinación por una novela en que su protagonista, literalmente, no había dado un palo al agua en la vida y que se entrega a larguísimas digresiones casi laudatorias de una aristocracia ociosa y explotadora.
Es cierto, por una parte, que la relación amor/odio de Proust con la alta nobleza puede ser uno de los elementos más démodé de la novela, si se mira con ojos modernos y progresistas, pero sobre todo, si se considera en qué ha devenido la nobleza actual. Esa clase social ha dejado de tener participación alguna en la vida cultural, política y social, quedando relegada su impacto a las revistas del corazón y demás basura, ya sea impresa o televisada, mientras que en tiempos de Proust era posible encontrar persobalidades de la nobleza fuertemente involucradas como mecenas en la vanguardia, tanto política como artística.
No obstante, tras la formulación política en la que se expresaba nuestra discrepancia sobre Proust, se escondía una profunda diferencia de caracteres. Mi amigo tendía más a la acción, a expresar en hechos sus ideales políticos, mientras que yo era eminentemente completativo. Alguien que se limitaba a observar, a anotar, a ser un espectador del teatro de la vida, que no cree poder influir, mucho menos modificar, el curso de los acontecimientos.
En cualquier caso, merece detenerse un tanto en examinar cual es la postura de Proust acerca de esa nobleza cuyo tiempo se consume en el ocio, en una sucesión de fiestas y reuniones, en las cuales el arte, la literatura, no pasa de ser un adorno más con el que engalanarse, sea en forma de sus obras o de sus autores. Este análisis es necesario porque À la recherche, como ya he indicado, no es otra cosa que la crónica del desengaño, de la quiebra de los sueños infantiles, proceso que en el último tramo de Le côté de Guermantes, se aplica a esa familia nobiliaria que durante la niñez de Proust se había imbricado con uno de los caminos por los que paseaba en Combray, nutriéndose de una larga serie de imágenes e ideales.
Aunque pueda parecernos intrínsecamente conservador - y lo es, en realidad - para Proust la nobleza es el receptáculo de las esencias de un país, de su pasado y sus tradiciones. Sin embargo - y ahí estriba la diferencia radical - esta simbolización es a pesar de las personas particulares. Lo que Proust ve en esas personas es un nombre, Guermantes en este caso, que se halla ligado a lugares y sucesos, trayendo a la memoria el sabor y el color de tierras y paisajes, de mitos y leyendas. Un hilo que podemos agarrar, del cual podemos tirar, para atraer hacia nosotros todo aquello que es lejano y distante, consiguiendo así que sea cercano y contemporáneo. Nuestro, en definitiva.
Por poner el ejemplo que da nombre a este tomo de À la recherche. Para Proust, Guermantes es Combray. Es ante todo el camino que lleva a lo largo del curso del río Vivonne, los árboles cuyas ramas y hojas rozan la superficie de las aguas, los trigales que se extienden en la llanura, las ruinas de antiguas fortaleza semiocultas entre ellas. Es también la iglesia románica de ese pueblo, las figuras mudas de los muertos que duermen en criptas y capillas, las imágenes luminosas que pueblan las vidrieras, ilustraciones de narraciones legendarias cuya realidad se pierde en la noche de los tiempos, pero cuya importancia no radica ahí, sino en haberse convertido en arquetipos, modelos que sustentan la forma y la manera en que (re)construimos el mundo.
Todo eso y mucho más, pero no el individuo con ese nombre que Proust tiene ante sus ojos.
De ahí el malentendido, la disonancia de la Proust habla y de la que emerge la profunda frustración que siente ante la vida social. Para él, al constrario que los demas actores de esa comedia humana, el nombre -en general, los nombres - de Guermantes viene cargado de toda una carga simbólica, de un pasado y de un paisaje. Para la persona que lo porta, esas connotaciones son completamente inexistentes, sin que quede el más mínimo poso, aunque fuera inconsciente. Lo que queda, retirado toda esa armazón de sueños y fantasías, no es más que una persona normal y corriente, quizás un poco más ingeniosa, un poco mejor cultivada, pero que se ve afectada por el mismo conjunto de vicios y defectos de cualquiera de sus semejantes, de los que sólo la separa una posición más desahogada, un mayor libertad - e impunidad - a la hora de moverse y actuar en el mundo.
Los supuestos tesoros, los pretendidos santurarios, los soñados paraísos se revelan por tanto inexistentes. Los afamados salones a los que una visión retrospectiva hace aparecer como víveros del arte y la literatura, no son otra cosa que espacios en los que la mayor ocupación es perder el tiempo, mientras que cualquier excelencia intelectual, fuera del ingenio que hace chispear una conversación, es considerada una molestia y un fastidio, un indicio de endiosamento, una falta de educación y de respeto a los demás.
Nada queda, por tanto, excepto ruinas. Pero tal es nuestra vida, un continuo ver destruidos nuestros sueños y esperanzas. La diferencia estriba en que para Proust, para muchos de nosotros, el camino no se detiene ahí, sino que es necesario reaprender, reconstruir, reimaginar, esos lugares desolados, para dotarlo de una belleza que ellos no imaginan, pero que se torna imprescindible e irrenunciable.
Al menos, si se quiere seguir viviendo.
Marcel Proust, Le côte de Guermantes.
Madame de Guermantes me ofrecía, doméstico y sumiso por la amabilidad, por el respeto a los valores espirituales, la energía y el encanto de una niña cruel de la aristocracia de los alrededores de Combray, que, en su niñez, montaba a caballo, le tronchaba la espalda a los gatos, arrancaba los ojos a los conejos y, que aún habiendo permanecido un ejemplo de virtud, habría podido, tan parecida era su elegancia, haber sido unos años antes, la amante más brillante del príncipe de Sagan. Lo único que era incapaz de comprender era qué había buscado yo en ella - el encanto del nombre de Guermantes - y la puzca que había encontrado, un resto provincial de Guermantes. Nuestra relación estaba fundada sobre un malentendido que no podía evitar manifestarse en cuanto mi admiración, en vez de dirigirse a la mujer relativamente superior que creía ser, se dedicasen a cualquier mujer igual de mediocre y que exhalase en mismo encanto involuntario. Malentendido natural y que existirá siempre entre un joven soñador y una mujer de mundo, pero que le preocupará profundamente, mientras no reconozca la naturaleza de sus facultades de imaginación y no extraiga una compensación de los desengaños que debe sufrir con las personas, al igual que en el teatro, de viaje e incluso en el amor.
Hace ya muchos años, recién acabada la universidad y terminado el servicio militar, un gran amigo mío, curioso por mi pasión por Proust, se embarcó en la lectura de À la Recherche. Consiguió terminarla, como es propio de todo lector minucioso, pero esta obra se convirtió en un punto de separación y disputa entre ambos, principalmente por razones políticas. Aunque aproximadamente de la misma cuerda - unA izquierda más o menos avanzada - este amigo mío no llegaba a comprender mi fascinación por una novela en que su protagonista, literalmente, no había dado un palo al agua en la vida y que se entrega a larguísimas digresiones casi laudatorias de una aristocracia ociosa y explotadora.
Es cierto, por una parte, que la relación amor/odio de Proust con la alta nobleza puede ser uno de los elementos más démodé de la novela, si se mira con ojos modernos y progresistas, pero sobre todo, si se considera en qué ha devenido la nobleza actual. Esa clase social ha dejado de tener participación alguna en la vida cultural, política y social, quedando relegada su impacto a las revistas del corazón y demás basura, ya sea impresa o televisada, mientras que en tiempos de Proust era posible encontrar persobalidades de la nobleza fuertemente involucradas como mecenas en la vanguardia, tanto política como artística.
No obstante, tras la formulación política en la que se expresaba nuestra discrepancia sobre Proust, se escondía una profunda diferencia de caracteres. Mi amigo tendía más a la acción, a expresar en hechos sus ideales políticos, mientras que yo era eminentemente completativo. Alguien que se limitaba a observar, a anotar, a ser un espectador del teatro de la vida, que no cree poder influir, mucho menos modificar, el curso de los acontecimientos.
En cualquier caso, merece detenerse un tanto en examinar cual es la postura de Proust acerca de esa nobleza cuyo tiempo se consume en el ocio, en una sucesión de fiestas y reuniones, en las cuales el arte, la literatura, no pasa de ser un adorno más con el que engalanarse, sea en forma de sus obras o de sus autores. Este análisis es necesario porque À la recherche, como ya he indicado, no es otra cosa que la crónica del desengaño, de la quiebra de los sueños infantiles, proceso que en el último tramo de Le côté de Guermantes, se aplica a esa familia nobiliaria que durante la niñez de Proust se había imbricado con uno de los caminos por los que paseaba en Combray, nutriéndose de una larga serie de imágenes e ideales.
Aunque pueda parecernos intrínsecamente conservador - y lo es, en realidad - para Proust la nobleza es el receptáculo de las esencias de un país, de su pasado y sus tradiciones. Sin embargo - y ahí estriba la diferencia radical - esta simbolización es a pesar de las personas particulares. Lo que Proust ve en esas personas es un nombre, Guermantes en este caso, que se halla ligado a lugares y sucesos, trayendo a la memoria el sabor y el color de tierras y paisajes, de mitos y leyendas. Un hilo que podemos agarrar, del cual podemos tirar, para atraer hacia nosotros todo aquello que es lejano y distante, consiguiendo así que sea cercano y contemporáneo. Nuestro, en definitiva.
Por poner el ejemplo que da nombre a este tomo de À la recherche. Para Proust, Guermantes es Combray. Es ante todo el camino que lleva a lo largo del curso del río Vivonne, los árboles cuyas ramas y hojas rozan la superficie de las aguas, los trigales que se extienden en la llanura, las ruinas de antiguas fortaleza semiocultas entre ellas. Es también la iglesia románica de ese pueblo, las figuras mudas de los muertos que duermen en criptas y capillas, las imágenes luminosas que pueblan las vidrieras, ilustraciones de narraciones legendarias cuya realidad se pierde en la noche de los tiempos, pero cuya importancia no radica ahí, sino en haberse convertido en arquetipos, modelos que sustentan la forma y la manera en que (re)construimos el mundo.
Todo eso y mucho más, pero no el individuo con ese nombre que Proust tiene ante sus ojos.
De ahí el malentendido, la disonancia de la Proust habla y de la que emerge la profunda frustración que siente ante la vida social. Para él, al constrario que los demas actores de esa comedia humana, el nombre -en general, los nombres - de Guermantes viene cargado de toda una carga simbólica, de un pasado y de un paisaje. Para la persona que lo porta, esas connotaciones son completamente inexistentes, sin que quede el más mínimo poso, aunque fuera inconsciente. Lo que queda, retirado toda esa armazón de sueños y fantasías, no es más que una persona normal y corriente, quizás un poco más ingeniosa, un poco mejor cultivada, pero que se ve afectada por el mismo conjunto de vicios y defectos de cualquiera de sus semejantes, de los que sólo la separa una posición más desahogada, un mayor libertad - e impunidad - a la hora de moverse y actuar en el mundo.
Los supuestos tesoros, los pretendidos santurarios, los soñados paraísos se revelan por tanto inexistentes. Los afamados salones a los que una visión retrospectiva hace aparecer como víveros del arte y la literatura, no son otra cosa que espacios en los que la mayor ocupación es perder el tiempo, mientras que cualquier excelencia intelectual, fuera del ingenio que hace chispear una conversación, es considerada una molestia y un fastidio, un indicio de endiosamento, una falta de educación y de respeto a los demás.
Nada queda, por tanto, excepto ruinas. Pero tal es nuestra vida, un continuo ver destruidos nuestros sueños y esperanzas. La diferencia estriba en que para Proust, para muchos de nosotros, el camino no se detiene ahí, sino que es necesario reaprender, reconstruir, reimaginar, esos lugares desolados, para dotarlo de una belleza que ellos no imaginan, pero que se torna imprescindible e irrenunciable.
Al menos, si se quiere seguir viviendo.
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