jueves, 30 de diciembre de 2010

A Tale inside a Tale














Ya lo he contado muchas veces, quizás demasiadas, lo que me hace parecido al abuelo Cebolleta, como corresponde a mi creciente edad, pero una más no creo que le importe a nadie y menos a los escasos lectores de este blog.

La primera vez que vi Metrópolis tenía yo 17 años, eran las navidades de 1984-85, acababa de entrar en la universidad y mi mente estaba aún fresca, con lo que podía abordar el estudio o la visión de las obras más densas y complicadas sin que me causase ningún trabajo, muy al contrario, sirviéndome para relajarme y cobrar fuerzas. Eran, como se dice, la ventajas de la edad, a lo cual hay que añadir que mi primer contacto con la película de Fritz Lang fue en la pantalla grande, en el cine Fuencarral antes de que lo multicineasen, y en la electrizante versión de Moroder, que pese a su defectos, era la más completa del momento y la música, a pesar de sus moderneces ochenteras, no te dejaba un momento de respiro.

Para que se hagan una idea de la impresión que sufrí, baste decirles que me temblaban las manos al salir del cine. Nunca había visto nada igual, nada comparable, de manera que el cine de mi época, ese que llena los ensueños nostalgicos de mis compañeros de generación, me parecía completamente inútil, pasado de moda, al contrario que esta película de 1927. Un entusiasmo que me hizo reaccionar con indignación cuando al leer la crítica en el periódico tuve que tragarme una larga lista de defectos, desde la actuación exagerada de los actores a las inconsistencias guión, pasando por la ingenuidad de los conflictos y su resolución.

Por supuesto yo era muy joven entonces, con esa edad en la que todo nos parece definitivo. Si tuviera que ver esta película ahora mismo seguramente me defraudaría y la arrojaría de inmediato a la papelera del olvido, temeroso de que alguien me descubriera viéndola, así que tengo que agradecer haberla descubierto en el momento justo, puesto que gracias a ello, cada vez que me pongo a verla, mi antiguo yo despierta y soy capaz de volverla a disfrutar,  no como antaño, pero casi.

¿Y los defectos que me negaba a aceptar? El paso del tiempo me ha dado la razón y me la ha quitado, como tiene la mala costumbre de hacer. La nueva reconstrucción, gracias al descubrimiento de una copia casi completa en Argentina ha revelado un guión bastante sólido y bien tramado, donde pocos elementos se dejan al azar. Las actuaciones son exageradas, completamente opuestas a lo que estamos habituados a considerar buen cine, pero la cuestión es que esto no es una película realista que investigue las relaciones de clase y las injusticias económico-sociales. Esta película es, por el contrario, una elaboradísima fábula, situada en un lugar fuera del tiempo y del espacio, y que por tanto, liberada de las ataduras del momento, permite examinarlas con mayor precisión, por lo cual esas actuaciones desaforadas, desprovistas de toda mesura, no sólo no son un impedimento, sino que se muestran necesarias.

En cuanto al final, ese final feliz donde a pesar del cataclismo que ha sacudido la Metrópolis del título, todo vuelve a quedar en el sitio en que estaba antes y las injusticias cometidas no reciben compensación alguna, sino que resultan olvidadas, como si nunca hubieran existido, chirría ahora más que antes, al compararlo con la Metrópolis que nadie había visto en decenios y parece un pegote de la misma categoría que el final de Der Letze Mann de Murnau, cuya única virtud es resaltar por contraste la dureza y crueldad de lo que hemos visto anterioremente.

Y para terminar un último apunte, la razón de las capturas que he incluido al principio. Como ya he dicho esta película es una fábula alegorica, que contiene dentro de sí otra fábula alegórica, como los buenos cuentos de antaño. Una fábula, la vibrante reescritura de la construcción de la torre de Babel, que para mí constituye lo mejor de la película y que aún me pone los pelos de punta, casi treinta años después. Un relato que al hallarse separado un grado más de la realidad, puede mostrar imágenes aún más simbólicas quue el resto de la película, renunciando casi a cualquier tipo de gramática cinematográfica, convirtiéndose en una secuencia de diapositivas, en las que la imagen se alterna con el texto, apoyándose y complementándose mutuamente en un ejercicio visual que no tuvo rival ni igual durante muchos años... excepto quizás en el dominio de la animación.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Uncalled For

Frédéric Bazille, Fleurs

En la Fundación Thyssen madrileña, con continuación en la cercana Fundación Caja Madrid, se puede visitar la exposición Jardines Expresionistas, eso sí, si las habituales hordas de visitantes atraídos por la coletilla impresionista se lo permiten.

En principio, nunca es de despreciar una exposición de los impresionistas, especialmente en un país cuya presencia en los museos nacionales y privados puede contarse con los dedos de una mano, efecto secundario de nuestro atraso secular, ya superado, y nuestro complejo de superioridad, aún vigente. Lo que no se acaba de comprender es que necesidad había de otra exposición expresionista este año, cuando ya llevamos cuatro, dos en la misma Thyssen, una en la Mapfre y otra en el Prado, en una especie de urgencia innecesaria que, si diéramos crédito al rumor, parecería deberse a la necesidad de llenar las arcas en tiempos de crisis, apelando aun valor seguro como son los Impresionistas, siempre favoritos del público no aficionado, pero que por ellos es capaz de visitar un museo.

No soy muy dado a dar crédito a esas insinuaciones y en sí, no me molesta que haya más o menos exposiciones impresionistas, siempre es un placer reencontrarse con ello, pero en este caso me siento inclinado a pensar que algo de lo anterior tiene que estar detrás de las motivaciones de esta exposición. Me explico. Como ya dije en otros foros, en realidad esta exposición debería haberse titulado algo así como: Huerto, Jardín, Parque. La naturaleza domada en la pintura de finales del XIX, puesto que la presencia del impresionistas parece ser casi testimonial y la etiqueta de impresionistas que figura en el título de la exposición sea simplemente un reclamo para incautos, el método, como digo, de llenar las arcas.


Edouard Manet, Casa en Rueil

Entiéndase lo que quiero decir, por testimonial, no es que en la exposición figuren los sospechosos habituales, Manet, Monet, Renoir y Pisarro (ningún Degas, curiosamente) o que incluso nos hayan obsequiado con unos cuantos Bazille, Sisley, Morissot o Cassat. El problema esta es que se incluyen pintores que se hubieran sentido muy, pero que muy ofendidos si se les hubiera mezclado con los impresionistas, como es el caso de los puntillistas, que no hay que olvidar consideraban a sus predecesores como el enemigo a batir en nombre de la auténtica pintura, o que se persista en meter en el saco impresionista a gente como van Gogh, Cezanne, Gaugin o Bonnard cuya pintura sigue caminos divergentes a los de práctica impresionista, intentando, como se sabe, restituir una permanencia que parecía amenezada por la fugacidad de la pincelada impresionistas... sin contar que de rebote, se nos añaden un buen puñado de pintores academicistas, por la única razón de que ¡oh casualidad! ellos también pintan jardínes.

Al dejar la exposición de la Thyssen, no puede uno evitar sentir que acaba de visitar un inmenso cajón de sastre, donde cabe todo lo que tenga pintado un jardín, coincida o no con los presupuestos impresionistas. Esa impresión  se ve confirmada cuando se llega a la Fundación Caja Madrid, esta vez lo peor de la visita, en contra de lo habitual en estos tandems. Allí se encuentra reunida toda esa pintura insulsa de principios del siglo XX cuando la sociedad descubrió que tener cuadros de los impresionistas daba tono y los pintores, que seguir su estilo vendía. Pintura de decadencia, en definitiva, donde cualquier asomo de investigación formal se ha abandonado en aras de una pintura amable y relamida, vacía de la polémica que rodeó a los inpresionistas, que ha tenido efectos deletereos sobre la percepción de ese movimiento, además de conducir a inmensos equívocos como el considerar a Sorolla como un pintor vanguärdista.

Una pintura olvidable que podría quedar equilibrada con los cuadros de la primeras vanguardias que también puede comtemplarse allí, el último Monet, Klimt, Nolde, Ernst y otros sospechosos habituales, pero cuyo disfrute queda empañado porque no se entiende muy bien que hacen allí, aparte, claro está, de haber pintado un jardín o un parque en algún momento de sus carreras.

Paul Cezanne, Los grandes árboles

En fin, como les digo, una exposición del montón, que podría visitarse, olvidándose de su temática, para disfrutar de alguno de sus cuadros, pero que debido a la invasión de tanto despistado atraído por la etiqueta imlpresionista, hace imposible contemplar las pinturas tranquilamente y a gusto.

martes, 28 de diciembre de 2010

Work means freedom

















Cuando empecé a interesarme por esto del "gran" cine, allá por el otoño de 1982, enseguida aprendí que Jan Renoir hacía "buen" cine y que René Clair hacía mal cine, lo cual se solía remachar con el veredicto de la historia que convertía al primero en cada día más necesario y al segundo en completamente desfasado. Marcel Carné, no obstante, estaba bien considerado, por ser un casi Renoir,  mientras que Jean Vigo estaba en el Olimpo, por sus evidentes conexiones con la revolución cuyos rescoldos aún estaban calientes.

Como en todo los juicios lapidarios, algo de verdad había. Es cierto que ya en 1940, en su exilio americano,el cine de Clair no tenía interés alguno y se limitaba a filmar productos completamente comerciales, mientras que Renoir habría de dar aún algunas obra maestras... y un puñado de otras que dejarían descolocados a los que les situaban como modelo y ejemplo de ese "buen" cine del que hablaba. ¿y quién había fijado el canón, escrito las tablas de la ley, señalado qué cineastas podían  podían sentarse a la derecha de dios padre? Evidentemente, en el caso europeo, estamos hablando de la crítica francesa post 1945 y su buque insignia los Cahiers du cinéma, que señalaron como esencia del cine la captura de la realidad con la mínima alteración posible, aunque algunos de esos críticos en su doble labor como cineastas, compusieran un cine que es cualquier cosa menos realista o desprovisto de artificio.

En otras palabras, resulta chocante que cineastas que buscaban voluntariamente el experimento, salirse del marco formal establecido por ese mismo canon que ellos habían contribuido a fijar, fueran tan rigurosos con Clair, un cineasta que hacia 1930 estaba considerado como uno de los más grandes, precisamente como creador experimental, cuya influencia sería transmitida por todo occidente por figuras menores como Alberto Cavalcanti.

Ahora mismo, cuando el modernismo ya es una pieza de época, la nouvelle vague empieza a petrificarse como bien sabía Jan Cocteau, y el postmodernismo hace mucho que triunfó, una película como À nous la Liberté, que he visto hace un par de domingos, resulta extrañamente cercana a nuestros gustos y ayuda a comprender la inquina que la gente de Cahiers y sus voceros patrios tenían a Clair. Se trata de una película esencialmente asimétrica, que en su brillantísima introducción mezcla toda clase de generos, aparentando ser un musical anómalo en esa primera parte, y que vaga entre diferentes líneas argumentales, unidas simplemente por analogías temáticas y sin una relación de continuidad que mantenga sostenido el edificio fílmico, aderezando su metraje con todo tipo de bromas sonoras y visuales.

Una estructura que claramente aparenta ser improvisada, o al menos transmitir una libertad en su ejecución, que debía haber sido del gusto de esos cineastas asimétricos de la Nouvelle Vague (recuerden la arbitrariedad y la nula línea argumental de À bout de Souffle) pero que no lo fue, seguramente por esa calidad de híbrido, de observación de la realidad que es cualquier cosa menos realista, de comedia negra que por su propia exageración termina por dejar de ser denuncia de cualquier situación social, para terminar riéndose de sí misma.

Una obra, en fin, que vista con los ojos puritanos y jacobinos de la revolución debía de parecer poco seria, inservible para el advenimiento de ese nuevo mundo que nunca llegó, pero que contiene transiciones y hallazgos que no volverán a aparecer hasta décadas más tarde, muerto el modernismo, como es la secuencia  he intentado  ilustrar, pobremente, en las capturas de arriba, en la cual se muestra la oposición entre el ocio y el trabajo obligatorio, norma en el mundo de esta película, mediante unos saltos bruscos entre el mundo del vagabundo, el adoctrinamiento de los niños, el supuesto trabajo liberador y la intervención de las fuerzas del orden para que nadie se escaquee del trabajo, envuelto todo en un casi número musical que convierte  esa realidad trágica más que cercana en una inmensa broma de la que podemos reírnos.

Lo cual, como bien saben, no es nada serio.

lunes, 27 de diciembre de 2010

Mechanical Tricks













Para la mayoría de los aficionados y gran parte de los críticos, el nombre de Charley Bowers no sonara a nada.

Hay razones muy poderosas para ello. Bowers pertenece a la segunda generación de cómicos mudos, la que comenzó su carrera hacia 1920. La mayoría de los grandes nombres que conocemos, Keaton, Chaplin, Lloyd, habían comenzado en los años 10 y para 1920 estaban transitando a la realización de largometrajes, hecho que les hizo permanecer en la memoria de todos, incluso cuando la llegada del sonoro acabó con su edad de oro. Además, los cómicos de los años 20 se vieron en la necesidad de crear un personaje que fuera distinto de los esterotipos ya en en circulación (el vagabundo de buen corazón chapliniano, el solitario inexpresivo Keatoniano, el hombre común en situaciones inverosímiles de Lloyd) pero la mayoría fueron incapaz de conseguirlo. En el caso, de Bowers, por ejemplo, su personaje era demasiado parecido a Keaton, con el agravante de que sus dotes interpretativas eran bastante limitadas, lo cual provocaba y provoca el rechazo de un público aconstumbrado a conectar con las andanzas del protagonista.

En sí, esto no debía haber constituido mayor problema. La mayoría de los cómicos mudos desparecieron hacia 1930 (incluso Chaplin redujo su ritmo de producción década tras década) y sólo el revival crítico de los años 60, junto con el hecho de que sus producciones habían seguido sirviendo de relleno cinematográfico en la salas de sesión continua, permitió que fueran rehabilitados. Un rescate del olvido en el que ayudo que muchos de ellos continuaban aún vivos, algunos trabajando como Chaplin y Keaton, y otros se habían preocupado de guardar su obra, permitiendo así un rescate que respondiese a las intenciones de los propios creadores.

Para su desgracia, Bowers había muerto en los años 40 y aunque había seguido trabajando, sus obras desde 1930 en adelante habían sido productos de tercera fila, rápidamente olvidados, desprecio que afecto también a sus producciones mayores de los años 20 y principios de los 30, de manera que hacía 1950, sus cortos podían considerarse perdido... sino fuera por una serie de descubrimientos afortunados en el mercado de segunda mano realizados en los años 70 por la cinematecas de Tolouse y Quebec, y que al ser proyectados en el festival de Annecy, fueron recibidos con tanto entusiasmo dieron lugar a una búsqueda intensiva de obras de Bowers por los archivos de medio mundo, saldada con el hallazgo de una docena escasa de cortos suyos, en mejor o peor estado de conservación.

¿Y qué motivó ese entusiasmo? Ya hemos dicho que como cómico, Bowers no paso de ser una mala copia de Keaton. Sin embargo como animador es uno de los grandes de la stop-motion y puede considerarse como el primero que consiguió que sus criaturas animadas se moviesen en el mismo mundo que los personajes realess de su cortos, relacionándose y actuando con ellos. Vistos hoy en día, ochenta años después del momento de mayor gloria de Bowers, sus cortos siguen sorprendiendo por una técnica impecable, que sólo los CGI y la 3D han sido capaces de igualar, pero sobre todo por una inventiva y una imaginación escasísima en estos días, mediante la cual los artilugios más disparatados, las criaturas más delirantes cobran vida y se hacen reales, como muestra la secuencia que encabeza esta entrada, desafiando toda lógica y sumergiendo a el espectador en una ambiente surreal, que entre otros muchos, fascinó al propio pope del surrealismo, André Bretón, que escribió líneas más que elogiosas sobre Bowers, sin llegar a saber nunca su nombre.

Baste por ahora, hablaré más de el, en el contexto de la lista de cortos de Annecy, quédense con esta obra tardía suya de 1940, Wild Oysters, un corto de stop-motion que parece salido de la Warner o Tom y Jerry.

domingo, 26 de diciembre de 2010

100 AS (XL): Coal Black and de Sebben Dwarfs (1942) Bob Camplett











En esta revisión semanal de la lista de mejores cortos animados recopilada hace unos años por el festival de Annecy, le ha llegado el turno a la Warner y a uno de sus mejores cortos, Coal Black and de Sebben Dwarfs de 1942, a cargo de uno de sus mejores directores Bob Camplett.

No lo busquen en sus colecciones de la Warner, no lo encontrarán. Este corto pertenece a los infamous eleven, once cortos que por sus representaciones racistas no se han emitido públicamente desde hace décadas, y que sólo han vuelto a resurgir gracias a las copias privadas en 16mm y la ayuda de YouTube.

Antes de que alguien se llevé las manos a la cabeza, hay que señalar que las caricaturas de la gente de raza negra son bastante ofensivas para los afroamericanos (utilizo esa palabra para referirme a los ciudadanos de raza negra de los EEUU, por si alguien no se cosca), no por la caricatura en sí, no muy diferente de los estereotipos de los italianos, australianos o escoceses en otras series, sino por que recuerdan demasiado al modo en que los negros eran representados en tiempo de la esclavitud, de una única manera, siempre como personajes graciosos de por sí, y sobre, todo, felices y contentos con su destino, tanto que se pasaban el día cantando y bailando.

La cuestión es que una injusticia flagrante como la esclavitud, visible para todos incluso para para sus proponentes, se quiso enterrar bajo una pila de mentiras amables, ese sur paradisíaco e inocente que todos recordarán de películas como Gone With the Wind, obligando a realizar una limpieza y restauración de la realidad histórica que aún no  ha culminado y que ha producido una serie de consecuencias indeseables, al no distinguirse entre continente y contenido. Por ejemplo, novelas como Uncle Tom's Cabin, manifiesto en contra de la esclavitud y revulsivo de todo un país antes de la guerra civil, ha llegado a ser considerada por algunos como racista,  mientras que una película como Halleluya!, la primera interpretada exclusivamente por negros y la primera que intentó representar sus conflictos y ambiciones, tiene que ser excusada como producto de su época, pues podría parecer ofensiva y racista.

Por supuesto, en esta autoprohibición de la Warner hay una cierta hipocresía, debida en gran parte a que los cortos clásicos de esta productora son conocidos y disfrutados por todos. No es ya que otras productoras, como la Metro, fueran mucho más declaradamente racistas que la Warner, es que cuando se han realizado recopilaciones de productoras, menos conocidas, como Terrytoons, Lanz o incluso Fleischer, los cortos más polémicos y ofensivos se han podido publicar sin que se haya producido ninguna reacción. Es más, incluso en el caso de la Disney, los cortos de sus primeros tiempos, caracterizados por un humor de baja estofa, han podido ver la luz sin mayores problemas, protegidos por la excusa de su valor e importancia histórica.

Resulta extraño, por tanto el caso de la Warner, más cuando cortos como el que nos ocupa, dejando a parte lo ofensivo o no de la caricatura mostrada, demuestran un interés poco corriente en reflejar lo que sería la cultura del ghetto (si miran el corto, piensen en los vídeos de raperos de ayer mismo) hasta el extremo de que toda la partitura, magnífica, por no decir otra cosa fue interpretada y cantada por músicos e interpretes de raza negra, en un homenaje al jazz producido por la gente de ese color.

No obstante, y dejando aparte estas polémica, lo importante de este corto es su carácter de quintaesencia del estilo Warner, al mando como digo de uno de sus grandes directores, Bob Camplett. En sí la anécdota no es muy diferente de lo que podría realizar la Disney en aquellos tiempos, una adaptación de un cuento clásico, Blancanieves, con ciertos insertos de propaganda para ayudar al esfuerzos bélico de ese tiempo. Un corto por tanto o bien copia de otros muchos o siimple producto de circunstancias perfectamente olvidable.

Por supuesto, eso sería así si no estuviésemos hablando de la Warner y de Camplett. Aparte de la magnífica banda sonora, que ya justifica la visión del corto, en él como en tantas ocasiones se realiza una parodia irónica tanto del cuento original como de la (posible) versión Disney, cambiando el modo de los personajes originales (obsérvese como Blancanieves se metamorfosea en una jovencita de cascos ligeros,  mientras que el príncipe parece un chulo de los bajos fondos) además de añadir una fuerte carga sexual que destruye y aniquila cualquier clase de ñoñería que pudierse anidar en el material original.

Una transformación temática que bastaría para dar origen a un corto notable, pero que el trabajo de Camplett lo convierte en magistral, ya que el estilo de este animador, es el que tendemos a asociar (junto con el de Tex Avery) con la locura y desenfreno de la Warner, aunque no hayamos visto nunca los cortos de estos creadores, y que los directores que vendría después, como Friz Freleng o Chuck Jones, heredarían y continuaría. Un estilo que manos de Camplett es especialmente bronco y exagerado, capaz de exagerar sus criaturas hasta extremos imposibles y de atreverse a audacias formales y temáticas que sus sucesores no se atreverían a igualar... quizás debido al despido fulminante de Camplett en el 45.

Así que no les aburro más y les dejo con el corto. Desgraciadamente, esta versión no respeta los colores originales, que resultan un tanto apagados, aunque la calidad de imagen es mejor que en otras versiones que corren por ahí. Desgraciadamente no tiene subtítulos y el inglés es básicamente slang (de sebben Dwarfs) del título, así que todo son dificultades.

En fin, aquí se lo dejo.