No pueden imaginarse mi entusiasmo por un rasgo esencial de la obra de Agnès Varda: su amor por el documental y el cortometraje, imbricados como si fueran una misma y única cosa. Por un lado, el formato corto le permite poner a prueba soluciones que luego utilizará en sus largometrajes, caso de la íntima relación entre el corto L’ Opera Mouffe (1958) y Cleo de 5 a 7 (Cléo de 5 à 7, 1961). Por otro, el documental le permite ponerse en contacto con la realidad, meditar sobre su presente y su influencia. No de una manera literaria, sino invocando el poder de la imagen, permitiendo que veamos por nosotros mismos, sea frente a la realidad capturada tal cual o la realidad reconstruida/reconstituida.
Un ejemplo de esa meditación en imágenes es Salut les cubains (Saludo a los cubanos, 1963), un sentido homenaje a la revolución cubana. Algo que puede chocar hoy -y la misma Varda así lo reconocía- cuando el Castrismo ha devenido un régimen dictatorial más, sólo que de izquierdas. En aquel tiempo, sin embargo, toda la izquierda europea y latinoamericana tenía las esperanzas puestas en aquella revolución del Caribe, que parecía ser, al fin, la revolución liberadora definitiva, que marcase el fin del Capitalismo, pero sin caer en los errores del Estalinismo.
Esas esperanzas son plasmadas por Varda intentando reflejar la alegría de un pueblo que parecía haber tomado las riendas de su destino, tras la caída de la dictadura de Batista, y liberado así energías mucho tiempo reprimidas. Sin embargo, lo realmente distintivo -y aún sorprendente- de este corto es la técnica con la que fue rodado. En realidad, Varda no rodó ni un minuto de metraje en Cuba. Lo único que hizo fue ir allí con su cámara -no olviden que era fotógrafa profesional- y capturar toda escena, ambiente o persona que llamaba su atención. Luego, en el estudio, como en La Jetée (1962) de Chris Marker, estas imágenes fueron montadas para crear una secuencia, una historia. Incluso incluyendo pequeñas animaciones que recuerdan nuestros gifs animados y que, a pesar de su supuesta torpeza, transmiten esa alegría desbordante que Varda quería tanto reflejar.
Else la Rose (Elsa la Rosa, 1965) iba a ser parte de un díptico que ella iba a rodar con su marido Jacques Demy. El objetivo era construir un doble retrato de la pareja de escritores surrealistas Louis Aragon y Elsa Triolet. Demy se ocuparía del film dedicado a Aragon, mientras que Varda lo haría con Triolet. Al final, solo llegó a buen puerto la obra de Varda, esta Else la Rose que les comento ahora.
La historia de amor de Aragon y Triolet tiene rasgos de mito, de imposible, de excepción. Desde que se conocieron en 1928 no volvieron a separarse y ella devino la musa perenne del poeta, evocada una y otra vez en sus versos. El problema, bien captado por Varda, es que la imagen-Elsa acabó por anular a la persona-Triolet en el imaginario colectivo. Ese fantasma tan poderoso, el de la musa de gran belleza y de perenne juventud, la disoció de su envejecimiento natural y ocultó su propia valía como escritora.
El corto de Varda es, en gran medida, una tarea de restauración. Empezando por el mito de su historia de amor, recreado por unos ancianos Aragon y Triolet frente a las cámaras, la directora va recuperando la biografía de una mujer siempre imbricada y consciente de la historia, activa, creadora y comprometida, como conviene a quien dio sus primeros pasos en medio de la intelectualidad rusa revolucionaria.
La conclusión es un auténtico acto de rebelión. Uno en el que la musa decide dejar de serlo y deviene creadora por sí misma. De ente pasivo vuelve a ser la persona activa que nunca dejó de ser.
Quizá el más cálido y conmovedor de estos tres cortos es Uncle Yanko (1967). En él, Varda narra la visita a un pariente lejano suyo, Yanko Varda, artista plástico del periodo de entreguerras, que vive sus últimos años integrado en los ambientes contraculturales de California. De hecho, su casa y taller es un barco transformado en vivienda, que formaba parte de una auténtica ciudad flotante, habitada por otras personas que, como él, han decidido apartarse de la sociedad, de sus afanes y de sus servidumbres. Un modo de vida que se hizo característico de la localidad de Sausalito en los años sesenta, símbolo del movimiento hippy, pero que ha pervivido hasta nuestros días.
El personaje principal del corto es, obviamente, Yanko, pero no tanto por su excentricidad, sino su capacidad para haber conseguido vivir a su manera, sin rendir cuentas a nadie. Ese admirable logro vital se debe en gran parte a su gran encanto personal, a su capacidad de conectar con cualquier persona que se le acerque, tanto los hippies con los que comparte la ciudad flotante de Sausalito, de quienes ha devenido patriarca, como de la propia Varda o del espectador.
Porque, en realidad, es evidente que a Varda -o a cualquiera de nosotros- nos gustaría ser como Yanko: libres, independientes y queridos. Con una trabajo creativo que nos llenase por completo. Y es aquí donde vemos un rasgo en el que Varda venció por goleada a su marido, Jacques Demy. Ambos, a finales de los sesenta, tuvieron una experiencia americana, origen de varios filmes, pero mientras que Demy no supo salir de su fórmula neorrromántica -véase el fracaso de Model Shop (estudio de modelos, 1967) - y captar el pulso de esos EEUU al borde de la revolución cultural, Varda sí que lo hizo.
Se sumergió en ellos y volvió renovada.
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