En más de una ocasión, les he comentado que la historia de la animación es una secuencia de excepciones. Mejor dicho, de comienzos en falso que parecían abrir la puerta a nuevos territorios -en especial, su consideración como forma mayor de la cinematografía-, pero que quedaban sin continuidad. De hecho, las únicos modos que han pervivido son los miméticos, aquéllos que abandonaban los rasgos distintivos de la forma animada para reproducir los del cine de personajes reales. Mi mayor reproche, ya lo saben, contra la 3D y la animación por ordenador, aun cuando estas nuevas tecnologías han permitido hacer realidad proezas imposibles. Soñadas pero nunca plasmadas hasta hace apenas 20 años.
El anime, como toda rama del árbol de la animación, cuenta con bastantes de estas excepciones aisladas, copiadas hasta la saciedad en lo intrascendente, pero nunca continuadas, mucho menos superadas. Tenshi no Tamago (El huevo del ángel, 1985), dirigido por Mamoru Oshii, pertenece a ese reducido grupo, hasta el extremo que el propio director jamás volvió a repetir la experiencia, aunque restos de ella se pueden hallar en todo su cine posterior. Simbólica, críptica, enigmática, refractaria a toda interpretación, se adentra en el terreno de la experimentación hasta rozar el límite de lo permitido en el ámbito comercial. Sin embargo, aun a pesar de su evidente dificultad, tanto temática como visual, este filme ha permanecido fresco en la memoria de todo aficionado que haya tenido la oportunidad de contemplarla. Cosa no muy sencilla, puesto que en occidente no ha sido objeto de ediciones en formato físico, ya sea en DVD o Blue Ray.
El principal problema de este filme es intentar identificar qué es lo que nos quiere contar, en especial para un espectador, como el de hoy en día, demasiado acostumbrado a que se le explique todo, tanto del derecho como del revés. Podría pensarse que Tenshi no Tamago no es más que una colección de imágenes bonitas -con esa belleza casi sobrenatural del anime cuando quiere ponerse artístico-, cubiertas de un ligero barniz de misterio, que nos sirviese para morder el cebo de una profundidad que nunca existió. Sin embargo, antes de entrar en discernir el significado de esta obra, hay que reparar en que no surge de la nada. Un espectador de los años ochenta habría identificado referencias, influencias y conexiones que son invisibles a un aficionado actual.
La más evidente es la conexión Moebius. Desde primeros de los setenta, este dibujante creo mundos extraños que se regían por lógicas incompresibles. Su impacto fue tal, que durante más una década, hasta casi finales de los ochenta, el cómic adulto se pobló de historias alegóricas, de mundos ultraterrenos -pero no de ciencia ficción, ojo-, cuyo descifrado se negaba al lector. El manga, y con él, el anime, no se hurtó a esas influencias, de las que Akira es un buen ejemplo, tornándose un polo de irradiación a su vez. Durante esos años se estableció un diálogo muy fructífero entre escuelas y creadores que, hasta entonces, habían vivido un tanto a espaldas los unos de los otros.
Tenshi no Tamago, por tanto, puede parecer ahora aislada, pero en su momento era una más de tantas vueltas y revueltas a la revolución moebiana. De hecho, para cualquiera que fuera joven en esa época, esa película tiene un sabor especial, a retorno a casa, a volver a releer esos cómics de antaño, ya casi desparecidos de la memoria. La diferencias es que esas obras de los setenta y ochenta, salvo la excepción Moebius o la Otomo, han desaparecido de la visión pública, no han sido legadas a la siguiente generación. Han muerto y están enterradas, mientras que Tenshi no Tamago sigue ahí, bien viva, fascinando a cualquiera que se enfrente a ella.
¿Y cuál es ese secreto? Ya he mencionado la belleza de sus imágenes, pero voy a añadir algunos más. El primero, la sensación de estar siempre a punto de descubrir su secreto -yo aún no lo he conseguido, a pesar de tantos años-. Cada elemento no parece estar allí por casualidad, sino formar parte de un conjunto mayor, un rompecabezas que no somos capaces de resolver porque sólo vemos una pequeña parte de su extensión. El segundo, el clima de tristeza, de catástrofe inminente, de ineluctabilidad trágica, acompañada por resignación, que embarga a todos sus protagonistas y que se contagia al espectador. Sabemos que el final será trágico, que no podremos hacer nada por evitarlo. Aún peor, que cualquier acción sólo conseguirá precipitar el desenlace.
Y por último, que ese mismo fatalismo obliga a los personajes a actuar con cautela, a prorrogar cada acción, a ser contemplativos. Precaución que se extiende a la película y que permite que aceptemos -en especial, los espectadores modernos, no acostumbrados a esas audacias- que la cadencia fílmica sea de una lentitud exasperante.
Que llegue incluso a detenerse durante largos minutos.
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