jueves, 22 de octubre de 2020

En busca de Varda (VII): Daguerréotypes (Daguerrotipos, 1975)


















































Se lo vengo diciendo en cada entrega de esta serie de entradas, pero es que mi admiración por Agnès Varda y su cine no hace más que crecer. Entre lo que más me gusta de sus películas está su fascinación por el género documental. No hay obra suya, por muy de ficción que sea, en que su atención no se vea atraída por el lugar y las gentes del lugar que ha elegido como escenario de su historia. Sigue siendo, en el fondo, una fotógrafa de raza, alguien que no puede dejar escapar una vista, un momento, un gesto, que se destaquen de lo normal, que resulten característicos de un tiempo y un lugar. Lo grande de Varda es que esas excursiones hacia el exterior de sus tramas quedan perfectamente integradas en sus películas. No son estorbos, ni rellenos, ni adornos. Sin ellas, sus obras perderían su personalidad, se volverían anodinas. Apagadas y desvaídas.

Daguerréotypes (Daguerrotipos, 1975) lleva esto al extremo, puesto que esas andanzas documentales se presentan esta vez sin excusa narrativa alguna en la que deban integrarse. Es más, se puede decir que en esta ocasión Varda lleva al cine aquél axioma tan caro a los impresionistas, según el cual no había temas más importantes que otros. Todos eran igual de nobles y dignos, hasta los más banales y triviales, siempre que se representasen con talento, brío e imaginación. Eso es lo que hace Varda en Daguerréotypes: bajar a la calle en la que vive y rodar en los comercios ante los que pasa -y compra- todos los días. No con la intención de crear un documento sociopolítico o realizar una investigación antropológica, sino para conocer a esas personas en su trabajo y en su intimidad. Más importante aún, para conseguir que nosotros, espectadores situados a décadas y miles de kilómetros de distancia, lleguemos a interesarnos por su destino.

Labor que puede parecer muy sencilla, casi banal, en especial en un tiempo en que todos llevamos una cámara miniaturizada de cine en el bolsillo, que nos permite además emitir en directo, a cualquier lugar y sin restricciones. Sin embargo, como en toda actividad humana, que tengamos una posibilidad no significa que sepamos aprovecharla y, ademas, utilizarla bien. Una pericia, una intuición para saber qué, cómo y cuándo que, en el caso de Varda, debe mucho, me temo, a su carácter. Viendo sus filmes, me la imagino como una persona capaz de llegar a un sitio y hacerse amiga de cualquiera. Alguien capaz de escuchar, con atención e interés, de ganarse la confianza de otra persona, para así hacerse partícipe de sus vivencias y anhelos.

Quizás me equivoque, pero basta mirar al género documental actual -mejor dicho, al mal documental televisivo- para darse cuenta de lo mucho que rebosa de divismo. Hace nada vi uno, sobre la recuperación de los ecosistemas marinos del Mediterráneo, en el que el presentador/guía no dejaba hablar a nadie de las personas que visitaba, llegando incluso a contarnos lo que sus entrevistados querían decir en verdad. La cámara, como pueden imaginarse, sólo estaba pendiente de él, aunque fuera para mostrarle asintiendo como un autómata, robando el protagonismo a los auténticos protagonistas.

Comparado con esta soberbia, la humildad de Varda es encomiable y conmovedora. Ella no aparece un instante en la cinta, sólo se escucha su voz de muy tarde en tarde, para aclararnos algún punto que pudiera pasar inadvertido, para compartir -ella también- breves impresiones con nosotros. El resto son las personas que despachan en esos comercios de barrio, a los que retrata con un cariño y un respeto muy poco común. No es que los convierta en héroes, ni mucho menos, es sólo que esos tenderos ya no son vistos únicamente desde el otro lado del mostrador, sino que las cámara nos lleva a cruzar al otro lado, a esas trastiendas que nuestra imaginación nunca se ha preocupado en concebir.

Película, por tanto, rebosante de un humanismo que en nuestro presente podría parecer trasnochado, pero que a mí me emocionó profundamente, como siempre que un artista -ya sea cineasta, escritor, músico o pintor- me hacer recordar nuestra humanidad compartida. Sentimiento de alegría, de optimismo, un tanto empañado por un hecho innegable: esos tenderos eran ya viejos, esos comercios son artesanos. En 1975 aún podían sobrevivir, pero en unas pocas décadas, incluso unos pocos años, acabarían siendo barridos por el progreso, la producción en masa y las grandes superficies. Desaparición acelerada por el despoblamiento de las barriadas humildes del centro de las ciudades, habitadas sólo por ancianos cuyos hijos han marchado al extrarradio.

Ya no quedará, para que la visitemos, una tienda destartalada, perdida en una calle secundaria, donde un anciano destilaba esencias y perfumes, para luego vendértelas en frascos, cada uno diferente a los otros, que tú podías elegir de entre los que tenía en su tienda.

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