These sentiments bore fruit in the complete and official adoption of the myths so brilliantly laid out by Menendez Pelayo. School and universities syllabuses under the Franco dictactorship were altered in order to reveal once again the Catholic reality of the past. The official research body, the Higher Council for Scientific Research (CSIC), promised to bring about 'a restoration of the classical Christian unity of learning, which was destroyed in the eighteenth century. A crucifix was hung in every classroom. Eager young adepts of the official ideology dreamed of entering an adventure 'in a Spain just as it was when the Catholic Monarchs began to reign'. The Catholic church recovered its lost property and privileges, assumed a leading role in all social activities, and, to the amazement of the outside world, presented a nation that was 100 per cent Catholic, just a few years after the president of the Republic had declared that Spain was not Catholic. A spokesman for the regime, the writer Rafael Calvo Serrer, announced (in 1953) that 'in Spain we are all Catholic'- The leading institutions in Spain's society, and with them of course the Church itself, thus immersed themselves completely in a dream world which they have brought into being as a reaction against the persecution suffered by believers under the Popular Front government of the Second Republic. Recent Catholic commentators appear to accept the view that the massive participation of Spaniards in street religion in the 1950s (processions, pilgrimages, rosaries) was proof that the people had been won back to the faith.
Henry Kamen, Imagining Spain.
Estos sentimientos dieron fruto en forma de una adopción, completa y oficial, de los mitos desarrollados con brillantes por Menendez Pelayo. Escuelas y universidades, bajo la dictadura de Franco, modificaron sus temarios para revelar el pasado católico del país. El organismo oficial de investigación, el CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas), prometió llevar a cabo la restauración de la unidad clásica cristiana en el campo de la enseñanza, que había sido destruida en el siglo XVIII. Se colocaron crucifijos en todas las clases. Jóvenes ardientes, adeptos de la ideología del régimen, soñaban con embarcarse en aventuras «en una España igual a aquélla en la que los Reyes Católicos comenzaron su reinado». La Iglesia Católica recobró las propiedades y privilegios perdidos, asumió un papel director en toda actividad social y, para asombro del mundo exterior, presumió de una nación cien por cien católica. Un portavoz del régimen, el escritor Rafael Calvo Serrrer, anunció en 1953 que «en España todos somos católicos». Las instituciones principales de la sociedad española, y con ellas , por supuesto, la propia Iglesia Católica, se enfrascaron en un mundo imaginario, plasmado en la realidad como reacción contra las persecuciones sufridas por los creyentes bajo el gobierno del Frente Popular durante la Segunda República. Comentaristas católicos actuales parecen aceptar la opinión de que la participación masiva de los españoles en acontecimientos públicos religiosos durante los años cincuenta -procesiones, peregrinajes, rosarios- son prueba de que el pueblo había sido recobrado para la fe.
Como sabrán, en los últimos años se ha producido un resurgimiento del nacionalismo español, aliado y aupado por las opciones políticas de derecha. No es que hubiera desaparecido, ni mucho menos, pero esta vuelta ha sido sin complejos ni tapujos. Con banderas orgullosas ondeando al viento, colgadas en los balcones, utilizadas como vestimentas, o en tamaño desmedido, pagado con los fondos públicos. No es una evolución con la que me sienta muy a gusto, dados mis recelos hacia todo tipo de nacionalismo, principal causa de guerras en nuestros siglos XIX y XX, a lo que hay que añadir que en esta ocasión viene acompañada por una clara distorsión histórica: la transformación del pasado en una cadena de glorias y vergüenzas, cuyo único fundamento es mitológico.
Es cierto que una cierta revalorización de nuestro pasado en común nunca viene mal, dada nuestra tendencia a menospreciar nuestro terruño, pero este ensalzamiento patriótico, propiciado por nuestras derechas, va más allá. Su fuentes arrancan del conservadurismo retrógrado y antiliberal de Menéndez Pelayo, obsesionado con identificar a nuestros heterodoxos para denunciar sus errores, pero me da que sus promotores actuales no han pasado de leer el resumen para críos que hizo José María Pemán, cuyas tesis repiten hasta la sociedad. Tesis que, no se olvide, son las fundacionales del nacionalcatolicismo, auténtica cortina de humo que impidió a los españoles conocer nuestra historia... y que a demasiados se la sigue hurtando en nuestros días.
¿Y en qué consistían esas tesis? En primer lugar, como en todos los nacionalismos, de la existencia de la nación antes incluso de que esta se plasmase en un estado. Íberos, Celtas y Celtíberos ya habían combatido por España, mientras que los emperadores nacidos en la península eran españoles de un extremo a otro. Por otro lado, la religión católica era consustancial al ser español, presagiada antes de ser predicada, además de tornarse rasgo diferenciador de quién merecía el nombre de español y quien no, categoría de la que estaban excluidos, por supuesto, musulmanes, herejes y comunistas. Origen prehistorico y unidad esencial contradicha por las muchas invasiones de la península y la desunión en muliples reínos, en continua guerra entre sí, hasta finales del siglo XV, pero que se sublimaban y resolvían en una concepción de histórica basada en la reconquista: el periodo que va del 711 al 1492 no era más que una larga y agria lucha por restaurar la monarquía visigótica.
La desunión, política y religiosa, se habría solventado con la llegada de los Reyes Católicos, unificadores de los reinos peninsulares y ejemplo para el gobierno fuerte y dictatorial del Franquismo. Con los Reyes Católicos, además, habría llegado la aventura imperial: España se habría desangrado para llevar la verdadera religión, la civilización y el orden a los pueblos del otro lado de Atlántico. Esa misión sagrada habría ennoblecido a España, único Imperio basado en la justicia y la igualda, pero, en contrapartida, le habría atraído la envidia del resto de Europa. Ése y no otro sería el origen de la leyenda negra, intento burdo de ensuciar la imagen de una España cuyo desarrollo moral se adelantaba en varios siglos al de los países que llevarían la voz cantante en el siglo XIX.
¿Y que hay de cierto en esto? Uno de mis profesores de historia, el que me inculcó el amor por esta disciplican, me decía que había que huir siempre de la historia/cuento de caperucita. Aquéllas de buenos y malos, de héroes y traidores, mientras la historia verdadera siempre es compleja, abundante en luces y sombras, y, sobre todo, de largo recorrido. Lo que existen son procesos, mediante los que las sociedades se van transformando, pero éstas no son bloques monolíticos que aguantan el paso de los siglos sin cambiar, ni tampoco repentinas apariciones de perfecto acabado.
Es decir, poco o casi nada tenían en común la monarquía visigótica con la de los Reyes Católicos. Lo único que les unía el mito, transmitido y magnificado durante el siglo, de que antaño hubo un reíno que abarcaba todas las Españas, destruido por los musulmanes. Una construcción mitológica que nadie, hasta ese cuarto final del siglo XV, había tenido el poder o la voluntad de reconstituir. Es cierto que algunos reyes de Castilla y León se proclamaron emperadores, pero ese título sólo suponía una superioridad entre iguales, no una sumisión efectiva, ni mucho menos una unidad política y legislativa.
Piensen en el Sacro Imperio Romano Germánico, desgarrado por la rivalidad entre el Emperador y los diferentes reyes y gobernantes de los territorios que componían el Imperio. En la Edad Media, un noble podía servir a diferentes señores, de diferentes reínos, sin que eso le supusiese desdoro o deshonra, ni le estuviese prohibido por formar parte de un futuro estado en ciernes. Al igual que esos reyes -o esos emperadores- no tenían reparos en repartir sus dominios entre sus herederos, como si fuera el solar familiar y no una unidad eterna y prexistente.
Unidad, la de los Reyes Católicos, que nunca fue tal. Isabel nunca tuvo mando en Aragón, cuyas cortes seguían aprobando leyes y normativas sin referirse nunca a Castilla ni temer su veto. Por otra parte, la muerte de Isabel estuvo a punto de llevar a la división de la unión, cuando Felipe el Hermoso prácticamente expulsó a Fernando el Católico y éste se dedicó a engendrar un heredero que se quedase con el reíno de Aragón.Si Felipe no hubiera muerto tan joven y el hijo de Germana de Foix no hubiera fallecido al poco de nacer, ahora mismo podríamos seguir hablando de Castilla y Aragón en el contexto de la Unión Europea, pero nunca de España.
De esto es de lo que habla el libro de Kamen, de todos estos mitos históricos indestructibles que siguen atormentando nuestra política actual, pero que no son más que éso: fabulaciones que deberíamos abandonar si en realidad queremos que este país llegue a alguna parte.
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