domingo, 25 de octubre de 2020

Herencias comunes





















Hay unas pocas películas que alcanzan un destino especial: convertirse en emblema cultural de una nación. No en el sentido de representarla ante el mundo, sino de convertirse en una experiencia multigeneracional dentro de esa nación.  Ser una obra vista durante decenios por abuelos, padres e hijos, conocida y compartida por todos, sin que parezca afectarle el paso del tiempo o el cambio de los gustos. En EE.UU, por ejemplo, ese lugar lo ocuparía It's a wonderful life (¡Qué bello es vivir!, 1946, Frank Capra), mientras que en UK sería The Great Escape (La gran evasión, 1963). Si nos movemos a España, creo que no habrá ninguno de mis compatriotas que no se sepa de memoria cada escena de Bienvenido, Mister Marshall (1953, Luis García Berlanga), comedia amarga donde las haya. En Noruega, sin embargo, ese honor corresponde a una película de animación: Flåklypa Grand Prix (Gran Premio), realizado en 19175 por Ivo Caprino.

¿Animación, he dicho? Sí, y además animación fotograma a fotograma, realizada con muñecos. Una técnica que, en nuestros tiempos de CGIs y 3D, puede parecer primitiva y tosca, pero que cuando se sabe exprimir sus posibilidades expresivas, con talento y gracia, no tiene rival alguno. Así ha ocurrido, de manera paradójica, que en nuestro presente digital la técnica que ha sido arrumbada ha sido la animación 2D, mientras que la stop-motion ha experimentado un inesperado florecimiento. Quizás se deba a que esta forma sigue haciendo visible, con claridad y rotundidad, la magia originaria de la animación: dotar de vida a cualquier objeto inanimado.

¿Y a qué se debe el éxito y la permanencia de Flåklypa Grand Prix? Vista desde la lejanía -y dado el desconocimiento que tenemos de la cultura noruega-, es normal que se nos escapen muchos de los guiños y alusiones que serían cristalinos para un natural de ese país. Sin embargo, es evidente -más si se compara con las películas que he citado-,  que se presenta una versión idealizada de esa nación. No tanto idealizada en el sentido de buena o modelo, sino en el de destilada, como si hubiese existido, en un pasado más o menos lejano, un instante de cristalización en el carácter nacional, la fijación de una serie de tipos característicos, al cual se mirase con cariño y nostalgia. En el caso de Gran Prix, la representación de Noruega como un país un tanto al margen del resto del mundo, anclado en un pasado rural y artesano, pero capaz, si se lo propone, de asombrar al resto de naciones.

De ahí, la excusa argumental que vertebra el filme: la del propietario de un taller de reparación de bicicletas, de más bien poco negocio al hallarse ubicado en lo alto de un risco, que es inventor aficionado en su ratos libres, es decir, la mayoría de su tiempo. Debido a una serie de casualidades, a cada cual más absurda, se ve envuelto en un reto automovilístico con el campeón mundial del momento, embrollo que resuelve y gana con un bólido de su invención, construido con materiales encontrados aquí y allá.

La escena cumbre es, como pueden imaginarse, la carrera donde se dirime el título mundial, entre el campeón y este aficionado. Una escena que tarda en llegar -y cuya tardanza puede disgustar al público actual, demasiado acostumbrado a  que las películas empiecen por un terremoto y sigan para arriba-, pero que sigue siendo aún hoy de una factura impecable. Su mayor virtud es que transmite sensación de velocidad, tanto mayor cuanto, no lo olviden, estamos hablando de animación fotograma a fotograma. Los muñecos y modelos nunca se movieron a la velocidad que parecen hacerlo, sino que fueron desplazados apenas unos milímetros entre toma y toma. Y sin embargo, en la versión final, parecen hacerlo a velocidad vertiginosa.

Es esa traca final, casi irrepetible entonces, admirable aún hoy, la que me ha hecho apreciar la película y revalorar las escenas anteriores . Hasta entonces me parecía un tanto plana, a pesar de su fama. Al volverla a ver, con la impresión de su final fresca en la mente, me ha servido para reparar en el cariño, dedicación y expresividad con que estaba compuesta. Tanto en los diseños de muñecos y maquetas, complejos hasta la obsesión, como en los movimientos de los personajes. Por ejemplo, se les ve preparase un tentempié, comerlo e incluso masticarlo. O, como pueden ver en las capturas que abren esta en entrada, durante el número musical que celebra la presentación del prototipo con el que el protagonista va a competir, no sólo se nos ilustran los ademanes y gestos de los músicos al tocar los instrumentos -que ya sería un pequeño tour-de-force-, sino breves momentos cómicos. Como cuando al pianista se le queda en la cara la espuma de la cerveza que acaba de beber.

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