martes, 29 de noviembre de 2016

Dilemas morales sin solución



































Antaño, cuando no sufríamos esta invasión de películas, series, libros y todo tipo de cosas "que hay que ver", era común revisar las obras que te habían gustado, entre otras cosas porque no había medio diferente de combatir el aburrimiento. Algunos llegaban a convertirlo en norma y sistema de sus exploraciones estéticas, pero el resultado era el mismo. Demasiadas veces el retorno a lo que amaste sólo servía para derribar tus ilusiones, al mostrar claramente los muchos trucos que te habían engañado la primera vez, las muchas torpezas que habías pasado por alto. Ahora, por el contrario, nos lo tragamos todo, deprisa y corriendo, creyendo dejar tras de nosotros una larga sucesión de obras maestras que pronto se disolverán en polvo, como las naderías que son. Ellas y los auténticos tesoros, perdidos en esa acumulación de basuras y escombros.

Si les comento esto es porque he cometido el error de revisar la serie Battlestar Galáctica (2003-2009) de la que en su tiempo fui uno de sus mayores fans. Tanto, que supongo que mi defensa apasionada me hizo perder el poco prestigio cinéfilo que aún tenía, aunque éste ya había sufrido bastante con la confesión de mis preferencias por el anime, otra fiebre que poco a poco me va bajando. El caso es que en este segundo visionado he descubierto todos los errores y trampas de esta serie, que me temo son también los comunes al formato serial.

No es ya que la división en capítulos y en pausas publicitarias obligue a introducir puntos de parada forzados que suelen asociarse con cliffhangers y clímax. Se puede sobrevivir a estas servidumbres, subrayándolas o haciendo caso omiso. Tampoco es que el hecho de que no se sepa de antemano si la serie será renovada o no, fuerce a concluir las temporadas en un final casi definitivo, de manera que el arranque posterior el año siguiente siempre parezca traído de los pelos, y se impida el ir introduciendo pistas e insinuaciones sobre lo que vendrá después. Lo peor es que tras unos cuantos episodios, en los casos flagrantes, y temporadas, en los mejor llevados, la historia y los personajes devienen masilla informe en las manos de los guionistas. 

En una película clásica del siglo XX o en una novela realista del XIX, el autor se esforzaba en crear unos personajes con personalidad y pasado, así como un ambiente con reglas muy precisas. La acciones de éstos se veían así determinadas por esos condicionantes y limitaciones, tanto biográficos como sociales, de forma que no podían actuar de cualquier manera. Su comportamiento debía seguir un curso determinado - la famosa vida propia que adquirían y que todo escritor riguroso debía respetar -, que indefectiblemente les llevaba al triunfo o a la derrota, a la salvación o a la catástrofe. O que si no sucedía así, exigía una metamorfosis moral de tal categoría que no sólo no podía haber ya marcha atrás, sino que se convertía en hecho único y decisivo de su existencia. De esos que marcan la vida y que caso uno de nosotros sólo solemos experimentar una vez, dos si somos afortunados.

En la series, por el contrario, los personajes y sus relaciones pueden cambiar de manera completa de un episodio a otro, contradecir todo lo que han sido, querido y buscado. Los cambios son de tal calibre - y tan imposibles - que para justificarlos los guionistas se ven obligados a sacar de la nada hechos y personajes, situaciones y relaciones cuyo impacto justifique tales revoluciones mentales. El problema, por supuesto, es que de esos acontecimientos decisivos, de esas relaciones definitivas que habían marcado toda una vida, no se nos había dicho nada hasta entonces, ni se había visto que afectasen mucho a los protagonistas, tan ajenos a ellos como nosotros.

La historia que se quiere contar, si a esas alturas queda alguna, se reduce a una serie de bandazos y bamboleos, de revelaciones en cadena que en vez de sorprender lo único que consiguen es hastiar, porque de ellos no se sigue nada, o al menos nada permanente y definitivo, algo que tenga huella muchos episodios después, cuando realmente pudiera tener algún significado o validez. ¿Puede ser peor? Sí, si se trata de una serie con ambiciones, porque Battlestar Galáctica, como la buena ciencia ficción, pretendía comentar el presente llevándolo al futuro, en este caso la América post-2001, inmersa en el absurdo de la guerra de Irak. En su lugar, acabó siendo un culebrón venezolano, como bien la definió uno de mis antagonistas en esos foros de dios, dotado de la mente aguda y cortante que a mí me hubiera gustado tener.

Tanto más triste, como cuando en sus mejores momentos, antes de convertirse en una colección de sustos y revelaciones sin trascendencia alguna, esta serie se había atrevido a abordar temas tabú. Más polémicos y molestos incluso ahora que en su fecha de emisión. Como ocurría en la línea argumental de New Caprica y la ocupación Cylon, en la que se analizaba en qué condiciones era legítimo una resistencia terrorista contra el invasor. Un lucha en las sombras en la que los buenos - los tripulantes de la nave Galáctica que se habían convertido en amigos y compañeros del espectador tras dos temporadas - no dudaban en poner bombas en plazas y mercados, sin preocuparse por las víctimas civiles, los daños colaterales, que pudieran causar.

Un tabú que me llevó a aplazar varias veces la publicación de esta entrada, al coincidir con los atentados terroristas masivos del ISIS.













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