He comenzado a ver Ningen no jōken (La condición humana), la trilogía sobre la ocupación japonesa de Manchuria durante la Segunda Guerra Mundial que Kobayashi Masaaki rodó a principios de los sesenta. La primera de las películas que la componen, No hay amor mayor (1959) trata sobre las condiciones de trabajo en una de las muchas explotaciones mineras que los japoneses abrieron en esa región para apoyar su esfuerzo bélico en el conflicto. En concreto, de como esas necesidades militares llevan a la utilización de trabajadores forzados, cuyas vidas son prescindibles, y de como esa situación de explotación entra en conflicto con los ideales de un joven empleado de esa misma empresa, imbuido de ideales humanistas e izquierdistas.
Al verla, me era imposible dejar de compararla con otra obra que trata un tema similar, la mucho más famosa Schindler's List (1993) de Steven Spielberg, con el resultado que la película de Spielberg perdía una y otra vez. No porque ambas películas no se considerasen - y pretendiesen aparecer - igual de importantes y necesarias, sino porque a la obra del americano se le ven todos los trucos y trampas que se suelen utilizar utiliza para conquistar el corazón del público. En primer lugar, Schindler es presentado como un héroe sin fisuras, atractivo, seguro de sí mismo, la encarnación de los valores americanos pero dentro de la Alemania Nazi. Su inteligencia y habilidad le llevarán, por tanto, a triunfar de todos los obstáculos, a vencer cualquier dificultad, aunque éstos sean del calibre de la política de exterminio nazi. Una victoria que se extiende también al espectador, quien, a buen seguro, en ese misma situación habría de seguir el ejemplo del héroe, eligiendo el bando correcto sin que presiones o amenazas pudieran disuadirlo.
La obra de Spielberg adolece por tanto de ese voluntarismo tan típico de los EEUU, según el cual una persona sola puede cambiar el sistema por sí solo, sin importar estructuras de poder o intereses existentes. Basta con quererlo, al estilo de Paulo Coelho, y el mundo conspirará para conseguirlo. Muy diferente es la visión de Kobayashi en esta primera parte de la trilogía, debida seguramente a que él sí vivió en este tiempo que narra y critica. Esa diferencia confiere a No hay amor mayor de un mayor realismo, cargado de amargura y opresión, puesto que el director japonés sabe que los individuos no se mueven en un vacío ideal, sino que tienen que actuar en medio de una densa red de relaciones, intereses, alianzas y enemistades. Cualquier decisión que contradiga al sistema necesitará por tanto de aliados que estén dispuestos a sacrificar su tranquilidad, molestará a aquéllos cuyos intereses se vean amenazados, suscitará enemistades irreconciliables. De ésas que aprovecharán cualquier debilidad, cualquier traspiés, para derribar a quien osó moverse.
No sólo las acciones más puras o más políticas. Incluso las más inocentes tendrán sus repercusiones y repercutirán a lo largo de toda la red humana, hasta tener consecuencias inesperadas. Es precisamente en esa descripción del microcosmos que constituye la mina, de los trabajadores forzosos chinos a la cúpula directiva japonesa, de las prostitutas a los voluntarios locales, a la que Kobayashi dedica la mayor parte del tiempo de la película. Con ese trabajo detallado de caracterización, obsesivo y meticuloso, al estilo de un escritor realista del XIX, consigue que estamos enterados de las múltiples rencillas y mezquindades que oponen a los miembros de esa sociedad, así como de las numerosas trampas que aguardan a cualquiera que pretenda modificarla, aunque sólo sea moviendo los pupitres. Sólo así puede apreciarse en toda su medida como la pureza ideológica del protagonista, comprometido con evitar el fraude y los trapicheos, sean precisamente las obren la caída de uno de los inocentes que pueblan la película, demasiado débil para hurtarse a las presiones de los poderosos, engranaje útil en sus planes, hasta que ya no le necesitan y descarten.
Esa caída ocasiona asímismo la del héroe, pero en ello obra también un deus-ex-machina a la inversa. Si bien la mina es un microcosmos casi estánco fuera de ella existen fuerzas mucho más poderosas que impiden un equilibrio, mejor dicho que impiden que la justicia pueda medrar y desarrollarse, puesto que si eso ocurriera, ellas intervendrán enseguida para evitarlo. Tal es el papel de la Kempeitai - la infame policía política japonesa - en la película, desbaratar a cada instante los planes bien intencionados del protagonista, como si se tratase de una potencia diabólica. Una presión de la que no se puede escapar y contra la que no se puede luchar, en incremento constante y que al final parece interesada en quebrantar por completo el ánimo del héroe de la película. No físicamente, sino moralmente, para convertirlo en uno de tantos que guardaron silencio y consintieron. Que presenciaron y no actuaron. Que permitieron que los asesinos camparan a sus anchas y se gloriasen de sus crímenes.
Es llegado ese instante cuando importa poco que se consiga obrar justicia o que se salve a los desprotegidos o que se castigue a los malvados. Eso ya no es importante. Lo que importa es dar testimonio. Que quede constancia que no todos fuimos cómplices, que alguien se atrevió a levantarse y decir la verdad. Sin importarle las consecuencias personales. Aunque la catástrofe, la tortura e incluso la muerte sean lo único que vaya a recibir como recompensa.
Esa caída ocasiona asímismo la del héroe, pero en ello obra también un deus-ex-machina a la inversa. Si bien la mina es un microcosmos casi estánco fuera de ella existen fuerzas mucho más poderosas que impiden un equilibrio, mejor dicho que impiden que la justicia pueda medrar y desarrollarse, puesto que si eso ocurriera, ellas intervendrán enseguida para evitarlo. Tal es el papel de la Kempeitai - la infame policía política japonesa - en la película, desbaratar a cada instante los planes bien intencionados del protagonista, como si se tratase de una potencia diabólica. Una presión de la que no se puede escapar y contra la que no se puede luchar, en incremento constante y que al final parece interesada en quebrantar por completo el ánimo del héroe de la película. No físicamente, sino moralmente, para convertirlo en uno de tantos que guardaron silencio y consintieron. Que presenciaron y no actuaron. Que permitieron que los asesinos camparan a sus anchas y se gloriasen de sus crímenes.
Es llegado ese instante cuando importa poco que se consiga obrar justicia o que se salve a los desprotegidos o que se castigue a los malvados. Eso ya no es importante. Lo que importa es dar testimonio. Que quede constancia que no todos fuimos cómplices, que alguien se atrevió a levantarse y decir la verdad. Sin importarle las consecuencias personales. Aunque la catástrofe, la tortura e incluso la muerte sean lo único que vaya a recibir como recompensa.
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