The six years between 1868 and 1874 are a crucial watershed in the history of modern Spain. In essence what has occurred was the consolidation of a social and political system that had been in the process of elaboration since the death of Fernando VII in 1833, if not the inauguration of the cortes of Cádiz in 1810. Spain was confirmed as a constitutional monarchy governed by the principle of equality before the law - in the manifesto which he had issued from his exile in England on the urging of Canovas on 1 December 1874, Alfonso XII had promised that the future of Spain would be decided by a constituent cortes - but at the same time she was confirmed as a profound inegalitarian society in which political and economic power were monopolised by a propertied oligarchy. With varying degrees of sincerity, successive generations of radicals had been battling to secure a greater degree of justice ever since the 1840s, but it had now been shown beyond any doubt that all attempts to conquer the system from within were utterly futile. If the crushing legacy of disamortization was to be challenged, the way forward was not through burgeois politics, but rather through the embryonic labour movement that had been seen to flex its muscles in the course of the sexenio. By the same token, if Spain was to be anything other than a rigidly centralized governed from Madrid, the torch would have to be taken up by forces working from outside the system, be they elements of that self-same labour movement or regionalist movements rooted in cultural differences.
Charles J. Esdaille, Spain in the Liberal Age, From Constitution to Civil War, 1808-1939
Los seis años entre 1868 y 1874 son un hito crítico en la historia de la España moderna. Lo que había ocurrido esencialmente fue la consolidación de un sistema politíco-social que había ido elaborándose a partir de la muerte de Fernando VII en 1833, si no desde la apertura de las cortes de Cádiz en 1810. España se había consolidado como una monarquía constitucional regida por el principio de igualdad ante la ley - en el manifiesto publicado por Alfonso XII desde su exilio en Inglaterra urgido por Cánovas el primero de diciembre de 1974, el príncipe había prometido que el futuro de España se decidiría en unas cortes constituyentes - pero al mismo tiempo se había consolidado como una sociedad profundamente desigual donde el poder político y económico estaba en manos de una oligarquía terrateniente. Con diferentes grados de sinceridad, sucesivas generaciones de radicales habían luchado para conseguir un mayor grado de justicia desde la década de los cuarenta, pero había quedado demostrado que todo intento de tomar el poder desde dentro era estéril. Si se quería combatir el abrumador legado de la desamortización la vía no era la política burguesa , sino más bien el movimiento obrero embrionario que había comenzado a probar sus fuerzas durante el sexenio. En la misma medida, si España iba a ser algo más que un país gobernado rígida y centralizadamente desde Madrid, la antorcha debía pasar a fuerzas actuando fuera del sistema, fueran elementos de ese mismo movimiento obrero o movimientos regionales basados en diferencias culturales.
Aunque de tarde en tarde, continúo con mi comparación de las Historias de España dirigidas por el británico John Lynch y los españoles Fontana/Villares. Ambas son muy distintas en ámbito e intenciones, siendo la principal diferencia que la concebida en España aplica una definición estricta a ese sujeto histórico, de manera que dedica la mayor parte de su espacio narrativo al tiempo posterior a 1500, cuando ya se puede hablar de una corona española o hispana. Con todas las comillas y peros que se quieran ponerle, eso sí
Esa pequeña diferencia desequilibra y daña ambas obras, ejemplares por otra parte. En el caso de la Fontana/Villares, la evolución de la península desde el 1000 a.C al 1500d.C se despacha en dos volúmenes, a todas luces insuficientes para realizar un análisis detallado del pasado y origen del estado español. En la historia de Lynch, por el contrario, es el periodo de 1800 a 1939 el que embute en un sólo volumen de apenas 350 páginas - el que estoy leyendo estas semanas -, provocando el paradójico efecto de abundar en detalles poco conocidos, apenas relatados en otras monografías, mientras al mismo tiempo se queda corto en muchos otros hechos no menos interesantes, apenas esbozados o meramente escamoteados, caso del asesinato del líder sindical Salvador Seguí a manos del somatén catalán.
Este efecto de selección era inevitable, dado lo exiguo del espacio, pero lastra sin remedio una obra que otros aspectos resulta más que notable, ya que, como les he indicado antes, permite al lector hispano conocer detalles de su historia que nunca antes había leído oído relatar - como el origen sorprendente de los Milans del Bosch, guerrilleros y revolucinarios en tiempo de Fernando VII, en claro contraste con su posicionamiento reaccionario de la restauración en adelante -. Estos parches de luz sobre la historia del XIX y principio del XX resultan más que frustantres, cuando, por el contrario, capítulos enteros de la historia resultan eliminados, como es el caso de las guerras carlistas - ¿Qué fue de Zumalacárregui o de Cabrera, ni siquiera nombrados? - o las tres guerras de Cuba, de la que se elimina la segunda y no se narran las otras dos desde el punto de vista cubano hasta que se produce la entrada de los americanos - ¿Quiénes fueron los líderes locales de estas revueltas? No esperen saberlo en esta obra -.
Sin embargo, el principal problema del libro no es privativo suyo, sino que se extiende a otras obras con más espacio y detalle, como ya veremos en el caso de la Fontana/Villares. En resumen, el gran problema del periodo 1808-1936, es como debe partirse en secciones independientes, fuera de las dos cisuras establecidas por la Guerra de la Independencia y la Guerra Civil, además de la pequeñita del 98 y la pérdida de Cuba.
El primer detalle que se suele ocultar cuando se habla del siglo XIX español es que su periodización es específica y opuesta a la Europea. Normalmente, se suele hablar de un largo siglo XIX, que comenzaría incluso con la revolución francesa en 1789 y terminaría con el estallido de la Primera Guerra Mundial. En España, sin embargo, es mejor hablar de un siglo XIX corto, que tiene su inicio con el derrumbamiento de la dinastía borbónica en 1808 y concluye con el quebrantamiento sin remedio del sistema canovista en 1898, hechos ambos con raíces y explicación nacionales, pero acelerados por factores externos.
Dejada a un lado esta primera diferencia Europa/España queda el hecho de como engarzar y dividir el amplio periodo, tarea que parece fácil y sencilla si se sigue el guión europeo revolución-liberalismo-belle epoque, pero que está plagada de escollos ideológicos que en su plasmación concretas dejan demasiado bien a las claras las posturas políticas de sus proponentes. Una manera de separar el periodo sería dividirlo en tres partes, primero, el periodo de revoluciones liberales, de 1808 a 1875, luego, la restauración borbónica y Canovista hasta su disolución, de 1875 a 1931, para concluir con la República y la Guerra Civil. Una solución clásica y bastante elegante, pero que tiene evidentes problemas.
El primero, que hace creer que la guerra de la independencia surge de la nada, del espejismo mítico del dos de mayo y la imaginaria revuelta popular contra el francés que le siguió, cuando su estallido, desarrollo y consecuencias, como la Independencia de las colonias americanas, sólo pueden entenderse en el contexto de las Guerras Napoléonicas y la sujeción de la política española a los designios de la república y el imperio francés, que, entre otras cosas, desató definitivamente los lazos con la América Hispana, al romperse durante décadas la comunicación con el Imperio debido al bloqueo británico primero y la guerra de independencia después.
Por otra parte, queda el problema del sexenio democrático de 1868-1875, auténtica revolución a destiempo - el ciclo revolucionario se había cerrado en 1848-50, fuera del caso de los nacionalismos - que muestra mejor que nada el retraso de la sociedad, la política y el estado español en ese tiempo.... especialmente en su fracaso y en su conclusión en el sistema canovista, entronización de la mentira, el apaño y el pucherazo perpetuo y patente. Sí se coloca el sexenio como cierre del periodo iniciado en 1808, se le da cierta aura de anticuado e infructuoso, cuando se trató de una excepción en nuestra historia, prácticamente la única, en todo el siglo XIX, en que las fuerzas del progresismo y la renovación pudieron manifestarse en libertad. Si, por el contrario, se pega al primer cuarto de siglo de la restauración, se le torna en un fracaso necesario e inevitable, que por ese mismo caracter exigía un régimen estable a toda costa como el de la restauración - porque ya saben, lo españoles somos así, y sólo se nos puede gobernar con el palo.
Lo mismo que con el sexenio, ocurre con la república del 31. Unirla a la guerra civil subraya su fracaso y convierte al franquismo en algo necesario e inevitable, cuando la realidad es muy otra, mientras que anexarla a la larga crisis de la restauración la dota de un aire de amargura, de un sabor a frustración, de último escalón descendido en una larga crisis sin remedio, que sólo podía concluir con la muerte del paciente, ergo, la sangrienta guerra civil.
¿Y fuera de estos problemas metodológicos, que se puede decir de la España de ese periodo? Pues que leer la historia de ese tiempo es una labor dolorosa, una larga lista de ocasiones perdidas, de oportunidades frustradas, en las que al final siempre salían victoriosas los arribistas, los aprovechados, los oportunistas, quienes curiosamente siempre estaban del lado de las fuerzas de la reacción y sus ideas.
Algo en lo que hemos cambiado poco o nada en estos años que median, y de lo que no creo que las próximas elecciones vayan a desengañarme, visto el percal.
Charles J. Esdaille, Spain in the Liberal Age, From Constitution to Civil War, 1808-1939
Los seis años entre 1868 y 1874 son un hito crítico en la historia de la España moderna. Lo que había ocurrido esencialmente fue la consolidación de un sistema politíco-social que había ido elaborándose a partir de la muerte de Fernando VII en 1833, si no desde la apertura de las cortes de Cádiz en 1810. España se había consolidado como una monarquía constitucional regida por el principio de igualdad ante la ley - en el manifiesto publicado por Alfonso XII desde su exilio en Inglaterra urgido por Cánovas el primero de diciembre de 1974, el príncipe había prometido que el futuro de España se decidiría en unas cortes constituyentes - pero al mismo tiempo se había consolidado como una sociedad profundamente desigual donde el poder político y económico estaba en manos de una oligarquía terrateniente. Con diferentes grados de sinceridad, sucesivas generaciones de radicales habían luchado para conseguir un mayor grado de justicia desde la década de los cuarenta, pero había quedado demostrado que todo intento de tomar el poder desde dentro era estéril. Si se quería combatir el abrumador legado de la desamortización la vía no era la política burguesa , sino más bien el movimiento obrero embrionario que había comenzado a probar sus fuerzas durante el sexenio. En la misma medida, si España iba a ser algo más que un país gobernado rígida y centralizadamente desde Madrid, la antorcha debía pasar a fuerzas actuando fuera del sistema, fueran elementos de ese mismo movimiento obrero o movimientos regionales basados en diferencias culturales.
Aunque de tarde en tarde, continúo con mi comparación de las Historias de España dirigidas por el británico John Lynch y los españoles Fontana/Villares. Ambas son muy distintas en ámbito e intenciones, siendo la principal diferencia que la concebida en España aplica una definición estricta a ese sujeto histórico, de manera que dedica la mayor parte de su espacio narrativo al tiempo posterior a 1500, cuando ya se puede hablar de una corona española o hispana. Con todas las comillas y peros que se quieran ponerle, eso sí
Esa pequeña diferencia desequilibra y daña ambas obras, ejemplares por otra parte. En el caso de la Fontana/Villares, la evolución de la península desde el 1000 a.C al 1500d.C se despacha en dos volúmenes, a todas luces insuficientes para realizar un análisis detallado del pasado y origen del estado español. En la historia de Lynch, por el contrario, es el periodo de 1800 a 1939 el que embute en un sólo volumen de apenas 350 páginas - el que estoy leyendo estas semanas -, provocando el paradójico efecto de abundar en detalles poco conocidos, apenas relatados en otras monografías, mientras al mismo tiempo se queda corto en muchos otros hechos no menos interesantes, apenas esbozados o meramente escamoteados, caso del asesinato del líder sindical Salvador Seguí a manos del somatén catalán.
Este efecto de selección era inevitable, dado lo exiguo del espacio, pero lastra sin remedio una obra que otros aspectos resulta más que notable, ya que, como les he indicado antes, permite al lector hispano conocer detalles de su historia que nunca antes había leído oído relatar - como el origen sorprendente de los Milans del Bosch, guerrilleros y revolucinarios en tiempo de Fernando VII, en claro contraste con su posicionamiento reaccionario de la restauración en adelante -. Estos parches de luz sobre la historia del XIX y principio del XX resultan más que frustantres, cuando, por el contrario, capítulos enteros de la historia resultan eliminados, como es el caso de las guerras carlistas - ¿Qué fue de Zumalacárregui o de Cabrera, ni siquiera nombrados? - o las tres guerras de Cuba, de la que se elimina la segunda y no se narran las otras dos desde el punto de vista cubano hasta que se produce la entrada de los americanos - ¿Quiénes fueron los líderes locales de estas revueltas? No esperen saberlo en esta obra -.
Sin embargo, el principal problema del libro no es privativo suyo, sino que se extiende a otras obras con más espacio y detalle, como ya veremos en el caso de la Fontana/Villares. En resumen, el gran problema del periodo 1808-1936, es como debe partirse en secciones independientes, fuera de las dos cisuras establecidas por la Guerra de la Independencia y la Guerra Civil, además de la pequeñita del 98 y la pérdida de Cuba.
El primer detalle que se suele ocultar cuando se habla del siglo XIX español es que su periodización es específica y opuesta a la Europea. Normalmente, se suele hablar de un largo siglo XIX, que comenzaría incluso con la revolución francesa en 1789 y terminaría con el estallido de la Primera Guerra Mundial. En España, sin embargo, es mejor hablar de un siglo XIX corto, que tiene su inicio con el derrumbamiento de la dinastía borbónica en 1808 y concluye con el quebrantamiento sin remedio del sistema canovista en 1898, hechos ambos con raíces y explicación nacionales, pero acelerados por factores externos.
Dejada a un lado esta primera diferencia Europa/España queda el hecho de como engarzar y dividir el amplio periodo, tarea que parece fácil y sencilla si se sigue el guión europeo revolución-liberalismo-belle epoque, pero que está plagada de escollos ideológicos que en su plasmación concretas dejan demasiado bien a las claras las posturas políticas de sus proponentes. Una manera de separar el periodo sería dividirlo en tres partes, primero, el periodo de revoluciones liberales, de 1808 a 1875, luego, la restauración borbónica y Canovista hasta su disolución, de 1875 a 1931, para concluir con la República y la Guerra Civil. Una solución clásica y bastante elegante, pero que tiene evidentes problemas.
El primero, que hace creer que la guerra de la independencia surge de la nada, del espejismo mítico del dos de mayo y la imaginaria revuelta popular contra el francés que le siguió, cuando su estallido, desarrollo y consecuencias, como la Independencia de las colonias americanas, sólo pueden entenderse en el contexto de las Guerras Napoléonicas y la sujeción de la política española a los designios de la república y el imperio francés, que, entre otras cosas, desató definitivamente los lazos con la América Hispana, al romperse durante décadas la comunicación con el Imperio debido al bloqueo británico primero y la guerra de independencia después.
Por otra parte, queda el problema del sexenio democrático de 1868-1875, auténtica revolución a destiempo - el ciclo revolucionario se había cerrado en 1848-50, fuera del caso de los nacionalismos - que muestra mejor que nada el retraso de la sociedad, la política y el estado español en ese tiempo.... especialmente en su fracaso y en su conclusión en el sistema canovista, entronización de la mentira, el apaño y el pucherazo perpetuo y patente. Sí se coloca el sexenio como cierre del periodo iniciado en 1808, se le da cierta aura de anticuado e infructuoso, cuando se trató de una excepción en nuestra historia, prácticamente la única, en todo el siglo XIX, en que las fuerzas del progresismo y la renovación pudieron manifestarse en libertad. Si, por el contrario, se pega al primer cuarto de siglo de la restauración, se le torna en un fracaso necesario e inevitable, que por ese mismo caracter exigía un régimen estable a toda costa como el de la restauración - porque ya saben, lo españoles somos así, y sólo se nos puede gobernar con el palo.
Lo mismo que con el sexenio, ocurre con la república del 31. Unirla a la guerra civil subraya su fracaso y convierte al franquismo en algo necesario e inevitable, cuando la realidad es muy otra, mientras que anexarla a la larga crisis de la restauración la dota de un aire de amargura, de un sabor a frustración, de último escalón descendido en una larga crisis sin remedio, que sólo podía concluir con la muerte del paciente, ergo, la sangrienta guerra civil.
¿Y fuera de estos problemas metodológicos, que se puede decir de la España de ese periodo? Pues que leer la historia de ese tiempo es una labor dolorosa, una larga lista de ocasiones perdidas, de oportunidades frustradas, en las que al final siempre salían victoriosas los arribistas, los aprovechados, los oportunistas, quienes curiosamente siempre estaban del lado de las fuerzas de la reacción y sus ideas.
Algo en lo que hemos cambiado poco o nada en estos años que median, y de lo que no creo que las próximas elecciones vayan a desengañarme, visto el percal.
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