Supongo que a estas alturas estarán hartos de que les diga que en las películas de Vertov - y en general en todo cine soviético de los años 20/30 del siglo XX - es imposible separar la política de la estética. Sin embargo, sin esa puntualización necesaria es imposible entender lo que estos directores nos muestran en pantalla, ni mucho menos llegar a apreciarlo correctamente ahora que el viento de la historia se ha llevado esas ideas y esos convencimientos.
En Tri pésni o Lénine (Tres canciones a Lenín, 1936), quizás la última gran obra de Vertov, es tan importante lo que se dice como lo que no se dice. Se parte de una idea progandística de libro, el hecho de que espontáneamente se cantan canciones de Lenín en el mundo, las cuales van a ser recogidas e ilustradas por este documental. Esa justificación podría parecer ingenua, casi ridícula, propia del régimen que la concibió, sino fuera porque ese modo ha sobrevivido hasta la publicidad actual, donde la gente echa a cantar y a bailar de forma espontánea para exaltar las bondades del producto de turno, sin que nadie se tire de los pelos, sino que incluso se llegue a alabar sus virtudes estéticas.
Esta pervivencia es un claro ejemplo de que lo que realizó Vertov es cualquier cosa menos burdo o torpe, como veremos más adelante. Volviendo al contenido político de la cinta, ese homenaje popular a Lenin se convierte en un claro homenaje a las conquistas de la revolución, que había puesto a la URSS a la cabeza del mundo, y que pronto había de extenderse fuera de sus fronteras, como muestran las imágenes finales de manifestaciones en China, Alemania o de la Guerra Civil Española. Una afirmación de un régimen que se vuelve amarga para nosotros, los que ya conocemos el curso de la historia, ya que esa alegría popular pronto se convertiría en terror, cuando Stalin lanzase las grandes purgas el año siguiente, de manera que muchos de los que vemos en la película seguramente serían ejecutados o desaparecerían para siempre en el GULAG.
Sin embargo, por el momento, todo es esperanza e ilusión en el mundo de la película, mirada a un pasado del que Lenin fue protagonista y cuya influencia sigue sintiéndose en el presente, donde, curiosamente, Stalin apenas figura - apenas un par de fugaces apariciones -. El protagonista absoluto deviene así el pueblo, tanto las masas como los individuos, junto con esos logros de la revolución, industria y ciencia, que alcanzan hasta los más remotos lugares de la URSS, y por ende, del mundo. Tono curioso en un régimen que hacía profesión de un culto extremo a la personalidad del líder supremo, hombre providencial con rasgos de Dios en la tierra, y en el que la figura del fundador, Lenin, cada vez se tornaba más fantasmal e irrelevante.
La película oscila por tanto, entre la adulación más rastrera y la sinceridad capaz de convencer al más escéptico. Esta ambigüedad se suele atribuir a la creciente censura y opresión del régimen estalinista, que poco a poco iba cortando las audacias de sus artistas, obligándoles a replicar un estilo único, el del realismo socialista, mero vehículo intranscendente de ideas simplonas, con el que la mayoría no comulgaba por compromiso estético. La realidad no es tan simple, pues Vertov, como la mayoría de los cineástas soviéticos era un radical, sin complejos para realizar esos panfletos siempre que le hubieran permitido construirlo a su modo, es decir, mediante una experimentación continúa que llevase a descubrir nuevas vías a la cinematografía.
La tragedia fue que ese régimen totalitario, como el de la Alemania Nazi, no permitía disidencia alguna, en ningún modo, en ningún lugar. Sus carreras fueron cercenadas sin contemplaciones, parón en seco que no sólo afecto a estos creadores, sino que daño sin remedio la evolución de la cinematografía, al dejar en germen posibilidades, caminos, que incluso hoy permanecen sin explorar. Esa es la razón por la que este cine, viejo y caduco para muchos, aún sigue fascinándonos, enamorándonos, como promesas de lo que pudo llegar a ser el cine y nunca fue, sólo se intuyó.
Rasgos esenciales incluso en una película como Tri pésni o Lénine, donde el lastre de la propaganda, del panfleto, de la mentira que se quiere hacer pasar por verdad, llega en ocasiones a hacerse insoportable. Cierto, pero esto no quita que en otras ocasiones Vertov consigue dar un quiebro, deshacerse de la vigilancia de sus censores, para construir secuencias que por sí solas son una cumbre de la cinematografía. Una de ellas es la que he querido ilustrar torpemente al inicio de la entrada, ya que la falta de sonido puede hacerla incompresible, mientras que su reducción a unos cuantos planos aislados le hurta su armazón rítmica, la progresión temporal que le dota de fuerza y sentido.
Lo que consigue Vertov no es otra que cosa que lo que en poesía se llama una elegía: la ilustración en imágenes del dolor que sobrecoge a un país entero tras la muerte de su primer dirigente. Un llanto en el que no sólo participan los organismos oficiales - mostradas por las salvas de fusiles y artillería que rinden homenaje al difunto - ni exclusivamente las masas organizadas, sino cada individuo en partícular e incluso el paisaje, donde la personas se sumen en su soledad y su dolor. Una larga secuencia donde Vertov se las arregla para tejer diferentes hilos temáticos y estéticos, no sólo los citados, sino su pasión personal por la máquina y al mismo tiempo por el rostro humano, su reverencia sin contradicciones por el paisaje industrial y el natural, su amor paradójico por la modernidad y la tradición.
Hilos que además se construyen sobre un cuerpo de imágenes que no surgen de la nada, sino que han germinado en el profundo mantillo de visiones que Vertov ha ido acumulando a lo largo de su carrera. En Tri pésni o Lénine, se reconocen - se reencuentra uno, se podría decir - imágenes singulares de otras películas anteriores suyas, elevadas a la categoría de Leit-motiv, de símbolo liberado de su origen particular para ser tornado en universal. Imágenes que además no se presentan tal cual, sino que son manipuladas, reinterpretadas, despojadas de su sonido para ser unido con otro muy distintos, paradas, congeladas y rearrancadas, dispersadas a lo largo de toda la secuencia y vueltas a unir de nuevo, repetidas una y otra vez o mostradas una única vez, de forma fugaz y casi imperceptible.
Rasgos de un auténtico inventor del cine. De alguien, además, que lo consideraba como juego, noble, pero juego al fin y al cabo, que disfrutaba con la imagen, con el proceso de capturarla para luego mostrarla a las muchas audiencias, contemporáneas y coetáneas, conocidas y desconocidas, que ha tenido desde entonces.
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