Para unos vivir es pisar cristales con los pies desnudos; para otros vivir es mirar el sol frente a frente.
La playa cuenta días y horas por cada niño que muere. Una flor se abre, una torre se hunde.
Todo es igual. Tendí mi brazo; no llovía. Pisé cristales; no había sol. Miré la luna; no había playa.
Qué más da. Tu destino es mirar las torres que levantan, las flores que abren, los niños que mueren; aparte, como naipe cuya baraja se ha perdido.
Luis Cernuda, Los Placeres Prohibidos
En este año (o años) que estoy dedicando a leer sólo poesía, estoy aprovechando para reencontrarme con varios de mis escritores favoritos. Algunos ya han pasado por estos anotaciones, caso de Walt Whitman o Emily Dickinson en lengua inglesa, César Vallejo en la castellana. Ahora ha llegado el turno de otro, de ésos de cuya palabra me enamoré en mi juventud y cuyo recuerdo me sigue acompañando a medida que envejezco, aunque cada relectura viene acompañada de ilusión y miedo. Ilusión por volver a disfrutar de sus versos, miedo por encontrar que en el tiempo transcurrido, en el camino recorrido, se me ha perdido esa sensibilidad especial que es necesaria para apreciarles.
El poeta del que les hablo es Luis Cernuda, uno de nuestros grandes del veintisiete, poeta por cuyos versos siento una afinidad especial, casi como si hubieran sido escritos por mi y para mí, especialmente en sus obras primeras, las escritas antes de sus múltiples exilios, todos ellos definitivos y sin término, excepto el de la muerte. Por supuesto, al hablar de Cernuda es un lugar común citar su identidad sexual, cómo esa homosexualidad le llevó a considerarse una excepción, cuando no un excluido. Un aislamiento y una soledad cuya experiencia cotidiana dotan de un hondo sentimiento de desesperación a sus versos, cercano al torbellino y al remolino, sin escape ni salvación posible.
Sin embargo, esa orientación sexual, que una y otra vez se trasluce en sus verso, cuando no se muestra clara y meridiana, rutilante y solar, cegadora y gozosa, no es una cárcel que encierre a Cernuda en un espacio angosto y asfixiante, reservado para unos pocos correligionarios, esos que hoy etiquetaríamos como LGBT. No, el milagro de Cernuda es que su sentimiento se vuelve universal, por muy distinto que el objeto o los objetos de su pasión sean de los nuestros. En realidad, su tribu es otra (mejor dicho, es también otra) lo que permite que en él, en sus palabras, muchos nos reconozcamos, encontremos quien siente igual que nosotros, sintamos, por un breve instante, que no estamos sólos, que alguien, en alguna parte, en cierta medida, podría comprendernos.
Esos sentimientos, como digo, abarcan un espectro más amplio y también más difuso. El de todos aquellos que siempre nos hemos sentido solos, aparte, sea por la razón que sea. Muchas veces sin llegar a conocerla, ni aspirar a conocerla, pero sabedores de que hay alguna, y alguna muy importante, porque no de otra manera puede justificarse lo que nos pasa y nos ocurre, lo que acaba por convertirse, a duras penas, en contra de nuestros deseos, en nuestro único, propio y distintivo rasgo de identidad.
Rasgo que simplemente, aunque suponga reiteración, es estar aparte, siempre y para siempre. Saber que la humanidad se divide en ellos, el resto de los hombres, y tú, separados por un abismo infranqueable que nunca llegará a colmarse. Porque la otra parte de la humanidad, la que es humanamente humana, lo es porque es capaz de amar, de concebir amistad, de buscar a los otros y encontrar placer en ello, sea cual sea la profundidad, la intensidad o el resultado de esas relaciones, de meros conocidos o de amantes que se creen eternos durante un instante efímero.
Mientras que tú, tú, el solitario, el adusto, el huraño, el arisco, no buscas a otros, ni siquiera lo intentas, pero al mismo tiempo lo deseas ardientemente, el ser capaz de hacerlo, siquiera de concebirlo, porque sabes que te falta algo, lo más importante, lo que te haría humano, completo, radiante, florecido, real y existente. Y no lo buscas porque sabes que jamás habrás de encontrarlo, porque donde no está es en tu interior, que hace mucho que lo perdiste, si que llegaste a tenerlo alguna vez, que aunque lo veas en otros, su fuego no encenderá el tuyo, ni podrás arrebatárselo, ni robárselo, ni copiárselo, ni remedarlo.
Porque cuando naciste, si es que realmente eso ocurrió alguna vez, no te fue concedida la capacidad de amar. Cualquier cercanía, por mucho que te engañes, no cesará de ser lejanía, cualquier fuego, sólo será papel pintado, al que una corriente de aire hace creer, te hace creer, que flamea. Y esa frialdad tuya, esa incapacidad de apasionarte, consigue que los que alguna vez te amaron, o creyeron que podían amarte, terminen por abandonarte, cansados y desengañados, mientras que el resto, transeúntes y encuentros fortuitos, ni siquiera se lo plantea, pasa a tu lado sin mirarte, porque intuye que nada se puede esperar de ti, que sería perder el tiempo, que éste es demasiado valioso para malgastarlo.
¿Y qué tiene que ver esta perorata con Cernuda? Todo y nada. Nada y todo. La expresión de lo que siento cuando lo leo, cuando me veo reflejado en su espejo y me abandono, especialmente en ese doble que son Los placeres prohibidos y Donde habite el olvido.
La playa cuenta días y horas por cada niño que muere. Una flor se abre, una torre se hunde.
Todo es igual. Tendí mi brazo; no llovía. Pisé cristales; no había sol. Miré la luna; no había playa.
Qué más da. Tu destino es mirar las torres que levantan, las flores que abren, los niños que mueren; aparte, como naipe cuya baraja se ha perdido.
Luis Cernuda, Los Placeres Prohibidos
En este año (o años) que estoy dedicando a leer sólo poesía, estoy aprovechando para reencontrarme con varios de mis escritores favoritos. Algunos ya han pasado por estos anotaciones, caso de Walt Whitman o Emily Dickinson en lengua inglesa, César Vallejo en la castellana. Ahora ha llegado el turno de otro, de ésos de cuya palabra me enamoré en mi juventud y cuyo recuerdo me sigue acompañando a medida que envejezco, aunque cada relectura viene acompañada de ilusión y miedo. Ilusión por volver a disfrutar de sus versos, miedo por encontrar que en el tiempo transcurrido, en el camino recorrido, se me ha perdido esa sensibilidad especial que es necesaria para apreciarles.
El poeta del que les hablo es Luis Cernuda, uno de nuestros grandes del veintisiete, poeta por cuyos versos siento una afinidad especial, casi como si hubieran sido escritos por mi y para mí, especialmente en sus obras primeras, las escritas antes de sus múltiples exilios, todos ellos definitivos y sin término, excepto el de la muerte. Por supuesto, al hablar de Cernuda es un lugar común citar su identidad sexual, cómo esa homosexualidad le llevó a considerarse una excepción, cuando no un excluido. Un aislamiento y una soledad cuya experiencia cotidiana dotan de un hondo sentimiento de desesperación a sus versos, cercano al torbellino y al remolino, sin escape ni salvación posible.
Sin embargo, esa orientación sexual, que una y otra vez se trasluce en sus verso, cuando no se muestra clara y meridiana, rutilante y solar, cegadora y gozosa, no es una cárcel que encierre a Cernuda en un espacio angosto y asfixiante, reservado para unos pocos correligionarios, esos que hoy etiquetaríamos como LGBT. No, el milagro de Cernuda es que su sentimiento se vuelve universal, por muy distinto que el objeto o los objetos de su pasión sean de los nuestros. En realidad, su tribu es otra (mejor dicho, es también otra) lo que permite que en él, en sus palabras, muchos nos reconozcamos, encontremos quien siente igual que nosotros, sintamos, por un breve instante, que no estamos sólos, que alguien, en alguna parte, en cierta medida, podría comprendernos.
Esos sentimientos, como digo, abarcan un espectro más amplio y también más difuso. El de todos aquellos que siempre nos hemos sentido solos, aparte, sea por la razón que sea. Muchas veces sin llegar a conocerla, ni aspirar a conocerla, pero sabedores de que hay alguna, y alguna muy importante, porque no de otra manera puede justificarse lo que nos pasa y nos ocurre, lo que acaba por convertirse, a duras penas, en contra de nuestros deseos, en nuestro único, propio y distintivo rasgo de identidad.
Rasgo que simplemente, aunque suponga reiteración, es estar aparte, siempre y para siempre. Saber que la humanidad se divide en ellos, el resto de los hombres, y tú, separados por un abismo infranqueable que nunca llegará a colmarse. Porque la otra parte de la humanidad, la que es humanamente humana, lo es porque es capaz de amar, de concebir amistad, de buscar a los otros y encontrar placer en ello, sea cual sea la profundidad, la intensidad o el resultado de esas relaciones, de meros conocidos o de amantes que se creen eternos durante un instante efímero.
Mientras que tú, tú, el solitario, el adusto, el huraño, el arisco, no buscas a otros, ni siquiera lo intentas, pero al mismo tiempo lo deseas ardientemente, el ser capaz de hacerlo, siquiera de concebirlo, porque sabes que te falta algo, lo más importante, lo que te haría humano, completo, radiante, florecido, real y existente. Y no lo buscas porque sabes que jamás habrás de encontrarlo, porque donde no está es en tu interior, que hace mucho que lo perdiste, si que llegaste a tenerlo alguna vez, que aunque lo veas en otros, su fuego no encenderá el tuyo, ni podrás arrebatárselo, ni robárselo, ni copiárselo, ni remedarlo.
Porque cuando naciste, si es que realmente eso ocurrió alguna vez, no te fue concedida la capacidad de amar. Cualquier cercanía, por mucho que te engañes, no cesará de ser lejanía, cualquier fuego, sólo será papel pintado, al que una corriente de aire hace creer, te hace creer, que flamea. Y esa frialdad tuya, esa incapacidad de apasionarte, consigue que los que alguna vez te amaron, o creyeron que podían amarte, terminen por abandonarte, cansados y desengañados, mientras que el resto, transeúntes y encuentros fortuitos, ni siquiera se lo plantea, pasa a tu lado sin mirarte, porque intuye que nada se puede esperar de ti, que sería perder el tiempo, que éste es demasiado valioso para malgastarlo.
¿Y qué tiene que ver esta perorata con Cernuda? Todo y nada. Nada y todo. La expresión de lo que siento cuando lo leo, cuando me veo reflejado en su espejo y me abandono, especialmente en ese doble que son Los placeres prohibidos y Donde habite el olvido.
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