De vez en cuando, entre la cinefilía, surge la opinión de que hay rescribir la historia de la cinematografía, de que las listas canónicas, ya sean clásicas o nouvellevaguistas, que nos han enseñado a amar, sólo sirven para distraernos, apartándonos del camino que debería seguir este arte. Estas sospechas, por fortuna, apenas duran un instante... hasta que uno repara en la riada de comentarios elogiosos dedicados a la penúltima película de superhéroes, al inevitable remake de filmes cuyo único valor presente es la nostalgia de una generación, o a la enésima demo de ordenador manufacturada por Pixar/Disney.
Todas estas jeremiadas, este golpear de pecho y rasgar de vestiduras, vienen a cuento de que este fin de semana vi Decasia (2002) la película experimental/documental de Bill Morrison, un filme al que no cabe otro adjetivo que el de incalificable, si no fuera porque este objetivo ha devenido tan vacío y estereotípico como tantos otros con que nos gusta sembrar nuestras reseñas a los que nos fingimos críticos cinematográficos.
Para los que no lo sepan, el tema de Decasia no puede ser más sencillo. Se trata de una exploración en los archivos fílmicos norteamericanos en busca de películas que hayan sido afectadas por la descomposición de su soporte, pero que aún sean visibles en cierta parte. Esta idea hubiera bastado para dar origen a un buen documental, en el que se trazase la fragilidad de nuestra memoria fílmica, en vías de desaparición debido a la inestabilidad de los soportes, para culminar con los esfuerzos para conservarla y legarla a futuras generaciones. Un gran documental al modo tradicional, cierto, pero que apenas sería visto por unos pocos, sin llegar a tener repercusión alguna, destinado a ser almacenado como el cine que ilustra y terminar convertido en polvo como esas mismas películas.
El camino que siguen Decasia y Morrison es muy otro. No es que quede atenuado el origen documental de la película, sino que este se refuerza y se acentúa, eliminando cualquier elemento espúreo como pudieran ser narración, entrevistas, explicaciones. La película se construye - mejor dicho, es - sobre los propios fragmentos fílmicos encontrados, que se presentan ante el espectador en su estado presente, sin deformaciones o manipulaciones, más allá de el montaje que los dispersa por diferentes secciones de la película y que luego los reúne con otros fragmentos, en asociaciones inesperadas, pero al mismo tiempo lógicas e irrefutables.
El espectador se ve así obligado a adoptar el papel del estudioso, de quien examina el estado de esas películas antiguas, se aterra ante su estado irreversible de destrucción e intenta adivinar cuáles eran tema, intención o importancia de aquello que está viendo, sin siquiera contar con los leves y sumarios indicios que podría ofrecer la etiqueta de la lata donde se guardaban esos rollos de películas. El resultado de este bombardeo de imágenes múltiples, desordenadas, roídas y carcomidas, completamente ilegibles en ocasiones, descifrables sólo en parte otras veces, es provocar una cascada de sentimientos estéticos en el espectador, sin importar que sean opuestos y contradictorios.
Por un lado, la tristeza, la rabia y la impotencia, ante la pérdida de todo ese material cinematográfico, ante el cual poco se puede hacer, por falta de recursos, dinero y tiempo. Frustación no ya porque se pueda haber borrado alguna obra máxima de un autor de los que están en el canon - o que gracias a ese descubrimiento pudiera entrar en él - sino porque mucho de lo que estamos viendo, de lo que hemos perdido, son documentales antiguos, fragmentos etnográficos, recuerdos de la historia y la cultura común de la humanidad. Testimonios que alguien filmó para que ese instante efímero no se perdiera, para que una posteridad futura pudiera contemplar tal como ella misma fue mucho tiempo atrás, aboliendo con la imagen los abismos del tiempo y del espacio.
Abismos que la mano sin compasión de la entropía ha vuelto a restaurar, eliminando esos tenues puentes que nos unían al pasado, aterrándonos con el anuncio de nuestra segura disolución, pero al mismo tiempo fascinándolos con su propia belleza. Sí, bellleza. Aterradora pero subyugante. Porque en esos momentos en que la imagen sucumbe ante el ácido de su propia disolución, ésta se transforma en abstracción pura, próxima a los logros que maestros como Brakhage - o cualquiera de los que practicaban la forma de la cameraless animation - llegaron a conseguir tras duro trabajo, violentando toda regla, escrita o tácita, de manera que aquí la violencia del tiempo acaba por darles la razón.
Y en otros, cuando la imagen aún es legible, aunque sea con dificultad, nos fascina como aparece dotada de una nueva vida, inimaginable para sus creadores, pero que ahora parece indisociable de ella, como si hubiera sido rodada con esa intención ya desde un principio. O como lo que no era más que un caos de manchas y líneas de repente se transforma en un escenario reconocible - sólo para volver a desaparecer, eso sí - en el que quisiéramos entrar, poder habitar, llegar a conocerlo; solo para que la mano del tiempo, y de su compañera inseparable, la muerte, vuelva a hurtárnoslo.
En recuerdo de nuestra fragilidad, de nuestra propia pronta y segura desaparición. En recuerdo también de la necesidad, de la urgencia, de vivir nuestra vida, antes de que nos sea arrebataao, o que nos falten las fuerzas físicas, o se apague la luz de nuestra inteligencia.
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