martes, 20 de enero de 2015

Exploraciones

























En otras ocasiones ya les he dicho como la animación - y con ella, el cine experimental - es una de las pocas regiones de la cinematografía en la que el aficionado es aún capaz de experimentar el placer del asombro, del descubrimiento. Ese goce único y radical, tan común en los primeros momentos de su afición, cuando aún todo está por descubrir, pero que pronto se torna en hastío, en desengaño, en un cotidiano encontrarse con los mismos tics y clichés continuamente rescatados como si fueran hallazgos decisivos y revolucionarios.

Sin embargo, esa alegría por apartarse del camino fácil para transitar otros menos bulliciosos, se ve empañada por el simple hecho de que muchas de esas obras de la que oímos hablar se quedan simplemente en eso, en meros nombres pronunciados. Nunca llegaremos a verlas, pues se han perdido para siempre o yacen enterradas en los archivos. Si acaso resurgen y nos enteramos de ese feliz azar, será en copias cochambrosas, sin restaurar ni limpiar, porque, ya saben, eso se reserva para las películas realmente importantes, las que cuentan, no para trivialidades como la animación.

No hay que pensar que esta maldición se limita a las obras del periodo mudo o a las de filmografías periféricas - con respecto a Hollywood, claro está. Tradiciones tan solidas, tan universales y tan conocidas como la del anime sufren de ese fenómeno incluso en tiempos relativamente recientes, simplemente por que esa escuela es una inmensa factoría de producciones, donde lo importante queda inmediatamente sepultado por lo nuevo, los juicios son apresurados e infundados, la revisión inexistente, dadas sus fechas de caducidad bien cercanas. Por ejemplo, cuando se ha querido reeditar series míticas como Serial Experiments Lain, de 1998, prácticamente ha habido que realizar una labor arqueológica, similar a la reconstrucción de un templo griego, ya que los elementos originales estaban en mal estado, se habían almacenado mal o simplemente extraviados.

El resultado es que previo a la fecha de 1990, o incluso del 2000, con el salto a la animación digital, el anime es una auténtica terra incognita, un inmenso campo de ruinas del que apenas emergen unos pocos hitos solitarios, Akira, las obras de Ghibli, Ghost in the Shell. Una auténtica lástima y una mayor pérdida, porque, si hemos de creer a los que tuvieron la oportunidad de verlas, la década de los ochenta fue crucial en la evolución del anime y podría contarse entre sus momentos más creativos e inspirados. La razón es que en ese periodo, al contrario del actual, dominado por el complejo moe/kawai, el anime se destinaba hacia un público joven pero rozando la edad adulta, de forma que sus temas y su estilo gráfico eran más cercanos y similares a los de el cómic coetáneo europeo, en sus vertientes underground y adulto.

Robot Carnival de 1987, pertenece plenamente a ese periodo y obedece a otro género muy típico del cine japones, la compilación de cortos, que nos ha regalado obras egregias como Manie Manie (1987), Memories (1995), las dos Genius Party (2007 y 2008) o la muy reciente Short Peace (2013). Robot Carnival destaca porque en ella participan nombres míticos de la animación como Otomo Katsuhiro - si, ese Otomo - o Morimoto Koji, presencia continua y excéntrica de esa forma que resurge en lugares tan inesperado como la Animatrix (2003), además de una larga lista de nombres menos conocidos, pero con los que se podría trazar toda una historia de esta forma.

¿Y qué es lo que distingue a Robot Carnival del anime actual? Pues lo primero es la constatación de la inmensa variedad de estilos y expresiones que eran posibles en esa época. Unas están  más ligadas al estilo de diseño propio de esa época y a al tipo de historias que en ese tiempo se identificaban como anime, como es el caso de Deprive (Omori Hidetoshi) o Starlight Angel (Kitazume Hiroyuki). Otras buscan salirse del molde, ofreciendo una versión sardónica e irónica de su propio oficio, como es el caso del Opening y el Ending, firmados por el propio Otomo o el Tale of Two Robots de Kitabuki Hirayuki.  Un tercer grupo de cortos se adentran en la meditación poética, como es el caso de  Presence de Umetsu Yasuomi,o el relato alegórico, como el Frankestein's Wheel de Morimoto Koji. Para terminar, por último, con las que son decididamente experimentales, como el Red Chicken Head Guy de Nakamura Takashi, o muy especialmente el Cloud de Lamdao Mao, arriba ilustrado.

Sin embargo, todas ellas tienen un elemento en común. Una animación de primera categoría que, no se olvide, fue realizada sin la ayuda de ordenadores, por un conjunto de animadores que conocían perfectamente el modo en que los seres humanos y las máquinas se mueven y obedecen a las leyes de la naturaleza, para además, saber traducirlo en un conjunto de líneas y colores que tornan esa plasmación figurada del movimiento en más real y veraz que su simple captura directa de la realidad con una cámara. Animación donde un punto de locura, la necesaria para demostrar la pericia y el talento de los animadores al cargo, no evita que el resultado final sea equilibrado y racional, si esta paradoja es resoluble.

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