martes, 12 de julio de 2011

Youth

San Bartolomé, Ribera

Un grave problema de los museos de arte "clásico" (e incluso muchos de los de arte contemporáneo) es su cualidad de hallarse suspendidos en el tiempo, es decir, de contar con una colección que es casi imposible que varíe, excepto por la compra ocasional. Esta estabilidad en los objetos mostrados provoca un claro desinterés en el público el cual, aún cuando no los visite con asiduidad (o no los visite en modo alguno), no puede evitar la impresión de que ya ha visto todo lo que allí se expone, o incluso peor, que no puede aprender ya nada más, por mucho que aparte de los grandes nombres el resto sean auténticos desconocidos

Los museos han intentado multitud de soluciones contra esa indiferencia, desde intentar atraer al público con actos que poco tienen bien con aquello que la jerga moderna se llama su "misión", lo cual es como atraer clientes vendiendo hamburguesas en un restaurante de haute cuisine, vender audioguías hasta para visitar el bater, de manera que el visitante crea haber aprendido algo de pintura, cuando lo único que se ha hecho es empacharle con datos, hasta mantener la colección en continuo cambio, con el indeseable efecto de que al final no se sabe muy bien qué es lo que se expone en ese espacio o si se podrá ver lo que uno desea.

Para mí, la mejor solución es la que consigue mostrarte lo de siempre bajo otra luz, demostrando así que la historia del arte es siempre un trabajo en curso y cómo cada época aprecia diferentes aspectos de los clásicos, permanencia y atemporalidad que es precisamente lo que les convierte en clásicos. Ése es precisamente el objetivo de la magnífica muestra del Prado, Roma: Naturaleza e Ideal, de la cuál ya hablaremos, y es en parte la intención de El joven Ribera, que es el tema de esta entrada.

Santo Tomas, Ribera
En parte digo, porque todo aficionado tiene una idea formada de ese artista español que paso toda su vida adulta en Nápoles (y que por tanto debería ser englobado en la escuela Italiana, si algún día nos olvidásemos de esas tonterías nacionales). El pintor de la piel y de la vejez, profundamente realista, casi naturalista en la representación de sus personajes, fuertemente influido por la luz Caravaggiana que asimila e interpreta a su manera personal. Una cumbre del barroco, en definitiva.

Sin embargo, todo pintor atraviesa un periodo de formación en el que aún no es él, durante el cual su estilo personal es incubado hasta eclosionar finalmente, y este camino de perfección de un joven emigrante en Nápoles hasta convertirse en el Ribera que todos conocemos es el ilustrado por esta muestra. Una metamorfosis cuyo mejor ejemplo es el apostolado que la abre, y del cual he incluido dos de sus obras, un conjunto atribuido sólo muy recientemente a Ribera y que llama la atención por la rotundidad y tridimensionalidad con que están descritos los santos representados, auténticas imágenes esculpidas que repentinamente han cobrado vida.

Es precisamente esa rotundidad la que seguramente contribuyó a confundir a los estudiosos, ya que poco hay en ella del dominio de la luz caravaggiana de la siguiente etapa de Ribera, aunque sí mucho de su realismo y preocupación por la representación exacta del cuerpo, aunque este rasgo sea compartido con su maestro Ribalta. Una identificación que al final se ha hecho clara no sólo por esos rasgos estilísticos que anuncian la madurez de Ribera, sino sobre todo porque los modelos que dan rostro a los apóstoles aparecen una y otra vez en otras obras de atribución segura y que se muestran también en la exposición, cerca de este apostolado, a modo de comparación y confirmación.

Susana y los Viejos, Ribera



Un estilo maduro que no tardaría en surgir, como ocurre con la Susana y los viejos que se puede contemplar en la siguiente sala. Una obra ya completamente de Ribera y que contiene casi todas las constantes que asociamos al estilo de Ribera, que habrán de surgir una y otra vez en su obra sucesiva.

La luz, la piel, el realismo.

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