domingo, 3 de marzo de 2019

Carta de amor















Ya cuando se emitió en 2014 les hablé largo y tendido de Shirobako, serie de anime dirigida por Tsutomu Mizushima. Aunque no tuvo la repercusión que debiera, para mí fue una de las series estrellas de esa temporada, por dos razones principales. La primera, hablar del momento presente, de un mundo de personas adultas cuya vidas se organizan en torno a su trabajo, como nos sucede a todos, sin que en esa narración se inmiscuyese lo fantástico o maravilloso. Lo segundo, recuperar para el anime un género muy querido para los cinéfilos: el cine dentro del cine. En esta ocasión, la animación dentro del animación, donde el espectador puede asistir a lo que ocurre entre bastidores, en el estudio ficticio de animación Mushashino Animation, presenciando cómo se crean aquéllas obras que sólo contemplamos en su resultado final. Pulidas y libres de imperfecciones, sin huellas de los conflictos, desaires, fricciones, malentendidos, contratiempos y frustraciones entre los que habían nacido.

Hace unos meses volví a revisar esta serie y la encontré tan emocionante, tan conmovedora, como en su primer pase. Sigue siendo una carta de amor al mundo de la animación, un elogio sincero a esa forma de la cinematografía, capaz de desvelar mundos y sentimientos que la imagen real nunca podrá alcanzar, sin olvidarse de los muchos profesionales que intervienen en su creación. Tantas y tantas personas que quedarán para siempre anónimas, incluso para los especialistas, pero sin cuya dedicación y entrega, incluso sacrificio, todas esas series y películas nunca existirían. Un canto, por tanto, al talento excepcional, no sólo el de los animadores y directores de animación, sino al de los diseñadores, decoradores, ingenieros de sonido e imagen, fotógrafos y guionistas, capaces de crear auténticas obras maestras que sólo serán visibles - o audibles - unos pocos segundos, para luego desaparecer sin dejar huellas.

No obstante, la serie no está exenta de defectos. El primero es que a Shirobako se le puede acusar de edulcorar la realidad, de incluso constituir, en cierta medida, propaganda empresarial. Aunque aquí y allá surgen conflictos dentro del equipo, incluso algunos bastante graves, como la desidia de un coordinador o la crisis creativa de un animador, al final todos ellos acaban arreglándose, sin dejar huellas, mucho menos cicatrices, de esas que dictan, ya para siempre, la relación entre dos personas. Esto se podría dar de lado, al tratarse de una comedia, pero evita que llegue al nivel de reflexión sobre el oficio que conseguía, por ejemplo, Vincente Minnelli en The Bad and the Beautiful (Cautivos del mal, 1952).

De nuevo, el hecho de tratarse de una comedia disculparía ese tono ligero, además del tono nostálgico que adquiere en ocasiones, pero no dejan de se chocantes el buen ambiente, la cooperación siempre dispuesta y el aire de familia bien avenida, con sus discusiones producto del afecto que se tienen, que muestra el estudio de animación ilustrado. No es que no pueda ser así en excepciones, pero algo que saben todos los aficionados, o al menos aquéllos que se hayan tomado el esfuerzo de rebuscar e investigar, es que en todo estudio de animación japonés, y por extensión en cualquiera independientemente de su geografía, existe un problema fundamental e insalvable. El hecho de tener que producir en modo cadena de producción, arrojando productos al mercado uno tras otro, con planificaciones muy apretadas y urgentes, hace que los animadores estén muy mal pagados. Es sólo su amor por el oficio el que les hace seguir adelante, aunque sean muchos los que se queden por el camino, rotas sus ilusiones, sus sueños inalcanzables. O simplemente porque con lo poco que les pagan y las muchas horas que trabajan, se les hace imposible vivir de manera normal.

De eso poco queda en la serie, casi nada, aunque de vez en cuando se trasluzca algo. En el caso especial de uno de los personajes, al que la rutina y la falta de perspectivas le están llevando al punto de ruptura, o en el de otro, ya próximo a la vejez, quien no es apreciado en su talento y tampoco se preocupa ya por demostrarlo. Esbozos que al final no llegan a llevarse a su extremo lógico y a los que siempre se busca una solución satisfactoria y sin consecuencias desagradables. La que permita seguir manteniendo ese tono de comedia sin especiales pretensiones ni complicaciones.

Sin embargo, aquí y allá, más o menos explícitas, mas o menos veladas, siempre afloran las tensiónes. Como el caso de que la serie fue rodada en un tiempo de transición en la animación,  mejor dicho en un tiempo en que esa decisión, el uso del ordenador y los CGI, ya se había decantado a favor de estas técnicas. Cambio fundamental que dejaba fuera de juego a todos los profesionales, algunos de grandísima altura, que habían crecido con el arte del lapiz y el pincel, incluso contribuido a perfeccionarlo. Habilidades que ya no tenían sentido, o sólo uno muy secundario, en el nuevo mundo que entonces comenzaba.

O la pregunta fundamental: Por qué seguir empeñándose en una labor que pocos apreciaban y demasiados menospreciaban.


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