sábado, 16 de marzo de 2019

En busca de Bergman (XVII): Jungfrukällan (El manantial de la doncella, 1959)





































Cuando vi por primera vez Jungfrukällan (El manantial de la doncella, 1959), allá por los años ochenta, se consideraba esta película como un Bergman menor, casi como un leve patinazo, en donde hubiera perdido su compostura habitual. Sin embargo, a mi me conmovió profundamente, me sobrecogió incluso, aunque había elementos cuyo significado se me escaparon entonces. Como la aparición, en medio de la cinta, de Odín, disfrazado de vagabundo, tuerto y acompañado por un cuervos, profetizando lo que ocurriría pocos minutos después. Respondiendo a las plegarias de quienes aún guardaban respecto a los dioses paganos, cuando el mundo era ya casi completamente cristiano.

En mi opinión, el menosprecio que se dedicaba a esta película se debía a que Bergman había incluido ella una violación explícita, sin hurtar a su visión nada de su horror e injusticia. En los años cincuenta, antes de la abolición de la censura, esto era una auténtica provocación, que casaba mal con el carácter de leyenda inmemorial con el que se revestía la película. Hoy, por supuesto, esta recreación fílmica de un acto inmundo puede parecer pudorosa, incluso timorata, dado a lo que hemos llegado a acostumbrarnos. No ocurre así, o no me ha ocurrido así, empero, sino que sigue guardando bastante de su impacto desolador. Se debe al recurrente contraste entre la belleza evidente del mundo, fotografiado de manera exquisita por Sven Nyquist, y la no menos devoradora abyección de ese mismo universo, que culmina en la aniquilación de un inocente. De dos inocentes, puesto que la venganza que sucede a ese violación, en su rabia inextinguible y ciega, apaga la vida de otro personaje tan inocente como el primero.

Entre esos dos polos del horror, punteados por celos, envidias y mezquindades, transita la película, cuyo recorrido visual se realiza en un mundo cuya belleza es ajena a las calamidades de los hombres. Nueva y renovada representación de ese irresoluble problema existencial, pero no por ello menos instante y punzante, que atormentaba a Bergman desde Det sjunde inseglet (El séptimo sello, 1957) y que aún motivaría algunas de sus mejores obras: la obligación de seguir viviendo en un mundo del que los dioses, pero no su recuerdo, han desaparecido por completo. Mejor dicho, nunca han existido, por lo que ninguna de sus enseñanzas tiene refrendo de autoridad. Las normas que decimos morales, divinas, nos las hemos dado nosotros a nosotros mismos, porque necesitamos algo en que creer, si no queremos sumirnos y perdernos en la anarquía.

Ideario que resulta paradójico se haya expresado en  sendas obras ambientadas en la Edad Media, un tiempo de certezas teológicas, mejor dicho, en el que la duda ni siquiera llegaba a formularse. Tanto más sorprendente en la segunda, ilustración de una leyenda medieval, en la que la gloria de Dios quedaba probada de forma innegable por un milagro, pero que en la recreación Bergmaniana no sólo se ve asediada por la presencia de los dioses paganos, aunque sea de forma larvada, sino por el ateísmo explícito del personaje interpretado por Max von Sidow. Ese padre, a quien su hija ha sido arrebatada, que acusa a Dios de haber traído el mal al mundo, por su inacción, desinterés y desapego.

Una Edad Media, por otra parte, que en las imágenes de Bergman nunca suena a falsa, mucho menos a cartón piedra. Rasgo que comparte con otros directores coetáneos, como Kurosawa, Tarkovski o Rossellini quienes, por esas mismas fechas, ambientaron sus meditaciones en tiempos pretéritos. La razón es que no imaginan ese pasado como muerto, como cuadro viviente, o como representación lujosa y algo Kitsch.  Para ellos, las personas de esos otros tiempos se veían sacudidas, arrastradas, abrumadas, por conflictos semejantes a los nuestros, tan importantes en nuestro momento presente como lo fueron en días pretéritos. Las distancias históricas, así como las barreras culturales, quedan abolidas. No vemos reflejados en esos muertos y en sus conflictos, miembros todos de una única y sola humanidad.

Conflictos narrados con serenidad y mesura, incluso cuando se desencadenan y quedan sin freno, sin miramientos ni contemplaciones, lo que contribuye a esa impresión de desolación, de desesperanza, que va calando poco a poco en el espectador hasta dejarle inerme, incapaz levantarse y combatir. En medio de una naturaleza que, con el perdon de Malick y de Kurosawa, pocas veces ha sido descrita con tal belleza arrebatadora. Y no sólo eso, también como trasunto de las tormentas interiores de los personajes. De su soledad, de su egoísmo, de su impotencia, de sus mezquindades y bajezas. De sus traiciones. 

Subrayadas, precisamente, por esa belleza sobrenatural.

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