viernes, 8 de marzo de 2019

En busca de Bergman (XVI): Ansiktet (El rostro, 1958)





























Mientra preparaba esta entrada, leí con sorpresa que Ansiktet (El rostro, 1958) había sido incomprendida en su época. Mi incredulidad se debía a que, cuando la vi por primera, esta obra me pareció fascinante, incluso turbadora y demoledora. A la altura, por tanto, de las mejores películas de Bergman. Sin embargo, puedo llegar a comprender un poco el desinterés, la indiferencia, la desazón y la intranquilidad que debió producir en los espectadores de antaño. La película se mueve en un terreno deliberadamente ambiguo, sin responder a los enigmas y preguntas que se plantean en su recorrido. El final queda así abierto, o mejor dicho, tornado en negación de negaciones, en la que las conclusiones parciales del espectador se ven refutadas por otras conclusiones igual de válidas y poderosas.

Parece que yo hablo también en enigmas. Seamos, por tanto, más claros. La peripecia de la película gira en torno a una troupe de artistas itinerantes - de nuevo el amor de Bergman por el mundo de la farándula - cuyo director pretende estar imbuido con poderes sobrenaturales, aunque quizás se trate simplemente de un elaborado fraude con el que timar a los incautos. Esa duda original se ve acrecentada porque, se nos dice, este grupo de vagabundos ha adoptado diferentes procedimientos a lo largo de sus andanzas: de la demostración pseudocientífica al consultorio de curandero, pasando por el espectáculo de magia. La confusión, el juego de apariencias y fantasmagorias, es por tanto consustancial a esos feriantes. Tanto, que ni ellos mismos están seguros de ser lo que pretenden o lo que quisieran ser. En especial su jefe, de nombre Vogler, vidente al que sus poderes le han abandonado y al que se refiere el rostro del título.

Ese juego de máscaras - de nuevo el rostro del título - con el que los componentes de la troupe se disfrazan, se extiende al resto del reparto, incluso los personajes que representan autoridad, poder, seriedad. Cada uno de ellos adopta una apariencia - un disfraz protector - ante al mundo, cuando en realidad tras ella se oculta un personaje muy distinto. La llegada de los feriantes sirve así para cuartear y arrancar esas máscaras, en una serie de juegos perversos, crueles, plenos en torturas físicas y morales, en los que los embromadores terminan siendo los embromados y viceversa. Retos, trampas, ardides y apuestas tras los que se ocultan - de nuevo otro disfraz - complejos juegos de poder y subyugación. En concreto, la impunidad de que gozan aquéllos que mandan a la hora de humillar a los inferiores e indefensos. Aunque éstos, en verdad, no lo sean tanto. Siempre que sean lo suficientemente astutos y hábiles, sabrán darle la vuelta a las tornas.

La película, no obstante, no se queda ahí, sino que utilizando ese argumento como base despliega un auténtico catálogo de las obsesiones Bergmanianas. En primer lugar, el problema de la muerte y la imposible inmortalidad como auténtica cruz y cruce de toda la existencia. La ausencia de dios, expulsado de este mundo por la razón y la ciencia, para quienes esa carencia es garantía de validez y permanencia. El conflicto irresoluble entre racionalidad e irracionalidad, en donde nadie es capaz de discernir cual de las dos posturas es la correcta, si acaso la irracional al contener en ella todos los fracasos, incluido éste. La fuerza irrefrenable e indomeñable del deseo sexual, vía de todos nuestros triunfos, camino de todos nuestros fracasos, al quebrar cualquier atisbo de racionalidad con el que pretendamos protegernos, para obligarnos a seguir sus leyes inquebrantables, inexorables.

Capa de significado sobre capa de significado, que se corresponden con estratos visuales de la misma profundidad y potencia. En todo momento, Bergaman es capaz de mostrarmos, con el montaje, con la posición dentro del plano, con los ángulos de cámara y la iluminación, quien está en situación de dominio, quien se haya sujeto al poder del otro. Quien habrá de ejercer su poder, sin miramientos ni compasión, quien habra de sufrirlo sin posibilidad de defensa. Incluso, en un ejercicio de virtuosismo que está al alcance de muy pocos, como esos equilibrios inestables, pensados seguros e inamovibles, se modifican de forma repentina e irremediable en cuestión de segundos.

Sin contar la habilidad innata que tiene Bergmann para cambiar el tono y el género de las escenas. No sólo entre serio y ligero, sino entre comedia y auténtico film de terror, para, al mismo tiempo, conseguir que todo se integre en una misma meditación sobre la existencia, el conocimiento y la humanidad.

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