Durante los años 1520-1556, el emperador toma prestados 28.858.207 ducados y paga en deuda 38.011.170 ducados, que valen 12.254.188.759 mrs (maravedís). Durante el mismo periodo, las remesas montan 34.664.896 pesos de 450 mrs, o sea 15.599.203.200 mrs; los asentistas y banqueros han elegido un interés medio de 17,63% durante el primer tramo 1520-1532, años de aprendizaje; de 21,27% en el segundo tramo 1533-1542, años culminantes; de 27,86% en el tercer tramo 1543-1551, años de incertidumbre, y de ¡48,81%! en el el cuarto tramo 1552-1556, años aflictivos, según la terminología, muy acertada, de Carande. Los mil millones de superávit sobre las remesas quedan absorbidos por los anticipos y el peso de la deuda pública interior sobre las rentas ordinarias de Castilla. Para salvar el bache, se acude a los servicios ordinarios y extraordinarios, respectivamente 2.982 millones de mrs y 1.200 durante los años 1518-1557, y a los subsidios y bulas de cruzada con la benevolencia de la Santa Sede. A fines de 1556, la deuda del tesoro sumaba ¡6.761.276 ducados o 2.555.468.500 maravedís!
Durante el reinado de Felipe II siguen los mismos impuestos, funcionan los mismos mecanismos, pero se agrava el déficit, a la sombra de la exigencias de los banqueros genoveses.
La situación en 1559, según Modesto Ulloa, es la siguiente. Los ingresos fijos montan 560 millones de mrs y los no fijos 420, o sea, un caudal de recursos de 980 millones. Las remesas de Indias, en 1558, sumaban 241 millones.
En el pasivo, la deuda a largo plazo representa 542.774.361, situados en su su mayoría en las rentas ordinarias. En 1560, el total de los gastos ordinarios asciende a 1.400.000 ducados, y se estiman, en 1558, los recursos y gasots fuera de España en 3.176.000 ducados. La deuda total sumaría ahora 25 millones de ducados. La creación de nuevos derechos - puertos de Portugal y nuevo derecho sobre la saca de lanas, mas la venta de privilegios (333.663.981 mrs en 1558 y 203.865.848 en 1559) - han sido paliativos insuficientes.
Jean-Paul Le Flem, Joseph Perez, Jean-Marc Pelorson, José María López Piñero, Janine Fayard. La Frustración de un Imperio, Tomo V de la Historia de España dirigida por Tuñon de Lara
Otro problema grave de la Historia de Tuñón de Lara es la extraña periodización que se realiza en sus tomos. En este, por ejemplo, se historia el periodo que va desde la ascensión al trono de los Reyes Católicos hasta el final de la guerra de Secesión. Se trata de casi 250 años, plenos además en acontecimientos transcendentales para la historia patria y que aún se siguen discutiendo con pasión y encono. El resultado es que al final, el análisis no puede ser otra cosa que somero, sin poder profundizar, casi ni apuntar, en la resolución de tantos infundios y mitos históricos que ahora, en nuestro confuso presente, muchos toman como dogma de fe. Defecto aún más lamentable porque, a pesar de las constricciones de espacio a las que se ven sometidos los textos, algunos son de altísima calidad.
Por ejemplo, los dedicados a la política fiscal y financiera de los Austrias. Un tema que no es baladí, puesto que, en gran medida, la historia de los Austrias es la crónica de como intentaron financiar sus múltiples compromisos y aventuras militares, sin poder llegar jamás a encontrar una solución viable que no llevase de manera indefectible a la bancarrota del estado. Al final, el presupuesto de la corona se consumía casi íntegro en pagar intereses de prestamos y deudas, hasta el extremo de que, en ocasiones, se había comprometido con antelación el presupuesto a varios años vista. Sin quedar recursos y fuentes de ingresos para cubrir los gastos ordinarios, mucho menos los extraordinarios.
Puede llamar la atención esta crónica falta de dinero de la corona de España, que contaba, como nos han enseñado a todos, con los ingentes ingresos en plata y oro provenientes de las Américas. Sin embargo, no hay que olvidar que esos metales preciosos no ingresaban en su totalidad en las arcas del Estado. En realidad, el fisco sólo cobraba un porcentaje en concepto de impuestos, ya que el resto se destinaba al pago en Europa de la mercancías que las flotas de Indias habían transportado primero a América. Esos productos manufacturados, por otra parte, no procedían de industrias españolas, sino que eran suministrados por mercaderes extranjeros, bien naturalizados en España, bien con testaferros en Sevilla. Como consecuencia, la mayor parte del flujo de metales preciosos era reexportado al exterior, llegando incluso a financiar, de manera indirecta, a los propios enemigos de la corona.
Únase a esto que una parte creciente de esa plata no llegaba ni siquiera a salir de América, donde se destinaba al comercio interno entre los virreinatos o al pago de los inmensos recursos, humanos y materiales, que se necesitaban para extraerlo, procesarlo y transportarlo a los puertos. Por todo ello, los ingresos por las remesas de América, aunque cuantiosos, no constituían la parte fundamental del presupuesto de la corona, sino, como mucho, una medida para equilibrarlo que presentaba el problema de ser bastante irregular e impredecible. La pérdida de una flota, de las que sólo había una al año, ya fuera por cuestiones meteorológicas o los azares bélicos, implicaba que no se podría hacer frente a los compromisos de ese año, tornándose catastrófico si se encadenaban varios años. Sin contar que, a medida que avanzaba el siglo XVII, las minas americanas comenzaron a mostrar signos de agotamiento, de forma que la cuantía de las remesas se desplomó de forma irreversible.
Entonces, ¿de dónde sacaba la corona la mayor parte de sus ingresos ? Pues de un sólo reíno, el de Castilla, a base de gravar el consumo interno y el comercio exterior, principalmente el de la lana. El resto de los reinos y dependencias no contribuían en absoluto, mientras que los intentos por remediar esto en el siglo XVII sólo sirvieron para prender múltiples rebeliones en la década de 1640, que casi acaban con el Imperio Español en Europa. Por otra parte, a medida que la corona se enredaba en más y más guerras, la presión fiscal se hizo cada vez más fuerte, llevando, aunque pueda parecer paradójico, al desplome de los ingresos. Los impuestos caían siempre sobre los mismos sectores, burgueses y campesinos, mientras que la nobleza y el clero disfrutaban de exenciones múltiples. Así, estos estamentos sin privilegios, sobre los que se aplicaba una presión fiscal abrumadora, no pudieron mantener la producción de riquezas que se esperaba de ellos por un doble motivo: la contracción las exportaciones españolas debido a las guerras sin término del XVI y XVII, simultaneado con las múltiples catástrofes meteorológicas y epidémicas de este último siglo.
Esto dio la puntilla al sistema financiero de la corona, pero los problemas venían de antes. De tiempos de Carlos V, en concreto. Su ambiciosa política imperial no podía sufragarse con los ingresos de la corona de castilla, de manera que sólo quedaba la opción de endeudarse. Con créditos que eran cada vez a más corto plazo y de mayor interés. La corona tenía que dedicar un porcentaje mayor de sus cuentas sólo a pagar los intereses anuales, sin poder afrontar los vencimientos finales de la deuda. Como estrategia desesperada, se intentó transformar esta deuda tan cuantiosa y volatil, la llamada deuda flotante, en deuda consolidada, lo que se llamaba juros y que nosotros conocemos como bonos del estado. Obligaciones a largo plazo y de bajo interés que además quedaban integradas en los presupuestos futuros, cubiertas por tanto por las previsiones seguras de ingreso.
Empero, esto no sirvió para nada. Recién llegado al trono, antes incluso de que comenzase la sangría de las Guerras de Flandés, se tuvo que declarar una bancarrota y suspender los pagos. Éstas se fueron repitiendo periódicamente, con un resultado perverso. Las quiebras acaban con los prestamistas, por muy poderosos que fueran sus finanzas, y creaban un clima de desconfianza hacia la corona, que sólo podía conseguir nuevos préstamos en peores condiciones, reiniciando el proceso de endeudamiento sin salida. Un círculo vicioso agravado por la política bélica de los Austrias, enzarzados en guerras sin fin, que sólo servían para consumir todos los recursos de la corona y esquilmar sus fuentes de ingresos, abrumadas por impuestos cada vez más pesados.
Una historia fascinante, en definitiva, y siempre de actualidad. En especial en un tiempo en que apenas empezamos a recuperarnos de una crisis financiera que ha durado diez años, pero cuyas cicatrices y secuelas nos acompañarán aún por mucho tiempo.
Jean-Paul Le Flem, Joseph Perez, Jean-Marc Pelorson, José María López Piñero, Janine Fayard. La Frustración de un Imperio, Tomo V de la Historia de España dirigida por Tuñon de Lara
Otro problema grave de la Historia de Tuñón de Lara es la extraña periodización que se realiza en sus tomos. En este, por ejemplo, se historia el periodo que va desde la ascensión al trono de los Reyes Católicos hasta el final de la guerra de Secesión. Se trata de casi 250 años, plenos además en acontecimientos transcendentales para la historia patria y que aún se siguen discutiendo con pasión y encono. El resultado es que al final, el análisis no puede ser otra cosa que somero, sin poder profundizar, casi ni apuntar, en la resolución de tantos infundios y mitos históricos que ahora, en nuestro confuso presente, muchos toman como dogma de fe. Defecto aún más lamentable porque, a pesar de las constricciones de espacio a las que se ven sometidos los textos, algunos son de altísima calidad.
Por ejemplo, los dedicados a la política fiscal y financiera de los Austrias. Un tema que no es baladí, puesto que, en gran medida, la historia de los Austrias es la crónica de como intentaron financiar sus múltiples compromisos y aventuras militares, sin poder llegar jamás a encontrar una solución viable que no llevase de manera indefectible a la bancarrota del estado. Al final, el presupuesto de la corona se consumía casi íntegro en pagar intereses de prestamos y deudas, hasta el extremo de que, en ocasiones, se había comprometido con antelación el presupuesto a varios años vista. Sin quedar recursos y fuentes de ingresos para cubrir los gastos ordinarios, mucho menos los extraordinarios.
Puede llamar la atención esta crónica falta de dinero de la corona de España, que contaba, como nos han enseñado a todos, con los ingentes ingresos en plata y oro provenientes de las Américas. Sin embargo, no hay que olvidar que esos metales preciosos no ingresaban en su totalidad en las arcas del Estado. En realidad, el fisco sólo cobraba un porcentaje en concepto de impuestos, ya que el resto se destinaba al pago en Europa de la mercancías que las flotas de Indias habían transportado primero a América. Esos productos manufacturados, por otra parte, no procedían de industrias españolas, sino que eran suministrados por mercaderes extranjeros, bien naturalizados en España, bien con testaferros en Sevilla. Como consecuencia, la mayor parte del flujo de metales preciosos era reexportado al exterior, llegando incluso a financiar, de manera indirecta, a los propios enemigos de la corona.
Únase a esto que una parte creciente de esa plata no llegaba ni siquiera a salir de América, donde se destinaba al comercio interno entre los virreinatos o al pago de los inmensos recursos, humanos y materiales, que se necesitaban para extraerlo, procesarlo y transportarlo a los puertos. Por todo ello, los ingresos por las remesas de América, aunque cuantiosos, no constituían la parte fundamental del presupuesto de la corona, sino, como mucho, una medida para equilibrarlo que presentaba el problema de ser bastante irregular e impredecible. La pérdida de una flota, de las que sólo había una al año, ya fuera por cuestiones meteorológicas o los azares bélicos, implicaba que no se podría hacer frente a los compromisos de ese año, tornándose catastrófico si se encadenaban varios años. Sin contar que, a medida que avanzaba el siglo XVII, las minas americanas comenzaron a mostrar signos de agotamiento, de forma que la cuantía de las remesas se desplomó de forma irreversible.
Entonces, ¿de dónde sacaba la corona la mayor parte de sus ingresos ? Pues de un sólo reíno, el de Castilla, a base de gravar el consumo interno y el comercio exterior, principalmente el de la lana. El resto de los reinos y dependencias no contribuían en absoluto, mientras que los intentos por remediar esto en el siglo XVII sólo sirvieron para prender múltiples rebeliones en la década de 1640, que casi acaban con el Imperio Español en Europa. Por otra parte, a medida que la corona se enredaba en más y más guerras, la presión fiscal se hizo cada vez más fuerte, llevando, aunque pueda parecer paradójico, al desplome de los ingresos. Los impuestos caían siempre sobre los mismos sectores, burgueses y campesinos, mientras que la nobleza y el clero disfrutaban de exenciones múltiples. Así, estos estamentos sin privilegios, sobre los que se aplicaba una presión fiscal abrumadora, no pudieron mantener la producción de riquezas que se esperaba de ellos por un doble motivo: la contracción las exportaciones españolas debido a las guerras sin término del XVI y XVII, simultaneado con las múltiples catástrofes meteorológicas y epidémicas de este último siglo.
Esto dio la puntilla al sistema financiero de la corona, pero los problemas venían de antes. De tiempos de Carlos V, en concreto. Su ambiciosa política imperial no podía sufragarse con los ingresos de la corona de castilla, de manera que sólo quedaba la opción de endeudarse. Con créditos que eran cada vez a más corto plazo y de mayor interés. La corona tenía que dedicar un porcentaje mayor de sus cuentas sólo a pagar los intereses anuales, sin poder afrontar los vencimientos finales de la deuda. Como estrategia desesperada, se intentó transformar esta deuda tan cuantiosa y volatil, la llamada deuda flotante, en deuda consolidada, lo que se llamaba juros y que nosotros conocemos como bonos del estado. Obligaciones a largo plazo y de bajo interés que además quedaban integradas en los presupuestos futuros, cubiertas por tanto por las previsiones seguras de ingreso.
Empero, esto no sirvió para nada. Recién llegado al trono, antes incluso de que comenzase la sangría de las Guerras de Flandés, se tuvo que declarar una bancarrota y suspender los pagos. Éstas se fueron repitiendo periódicamente, con un resultado perverso. Las quiebras acaban con los prestamistas, por muy poderosos que fueran sus finanzas, y creaban un clima de desconfianza hacia la corona, que sólo podía conseguir nuevos préstamos en peores condiciones, reiniciando el proceso de endeudamiento sin salida. Un círculo vicioso agravado por la política bélica de los Austrias, enzarzados en guerras sin fin, que sólo servían para consumir todos los recursos de la corona y esquilmar sus fuentes de ingresos, abrumadas por impuestos cada vez más pesados.
Una historia fascinante, en definitiva, y siempre de actualidad. En especial en un tiempo en que apenas empezamos a recuperarnos de una crisis financiera que ha durado diez años, pero cuyas cicatrices y secuelas nos acompañarán aún por mucho tiempo.
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