Por otra parte, (los conjurados para abolir la democracia en Atenas) habían elaborado y sacado a la luz un programa según el cual nadie recibiría una paga a excepción de los que sirvieran en una campaña militar, y no participarían en la gestión de los asuntos públicos más de cinco mil ciudadanos, y éstos serían los que estuvieran en condiciones de resultar más útiles con su dinero y su persona. Pero esto sólo era una argucia especiosa, para seducir a la mayoría, porque iban a tener el control de la ciudad las mismas personas que promovían el cambio de régimen. Así y todo, el pueblo se seguía reuniendo, y también se reunía el consejo designado por sorteo, pero no se tomaba ningún acuerdo que no contara con el beneplácito de los conjurados, sino que los oradores eran de los suyos y los discursos que se pronunciaban eran examinados previamente por ellos. No se manifestaba, además, ninguna oposición entre los otros ciudadanos debido al miedo que les causaba el número de los conjurados; y si alguien llegaba a oponerse, en seguida eeliminado mediante algún procedimiento adecuado, y no se hacía ninguna investigación sobre los autores ni se incoaba un proceso en caso de haber sospechosos; al contrario, el pueblo no se movía y era presa de un terror tal que quien no sufría violencia, aun sin decir palabra, se consideraba afortunado. Al pensar que los conjurados eran muchos más de los que eran en realidad, tenían el ánimo derrotado, y no podían averiguar la verdad, incapaces de llegar a ella a causa del gran tamaño de la ciudad y del recíproco desconocimiento entre los ciudadanos. Por esta misma razón, si uno estaba indignado, no tenía la posibilidad de manifestar su pesar a otro con vistas a organizar una reacción; pues se habría encontrado con que aquel a quien iba a hablar, o era un desconocido, o un conocido que no le inspiraba confianza. En efecto, todos los del pueblo se trataban con recelo, como si el interlocutor hubiera participado en los acontecimientos. Y el hecho es que entre los demócratas había algunos de quienes nunca se hubiera creído que se pasaran a la oligarquía; y fueron éstos los que causaron la mayor desconfianza en la masa y los que más contribuyeron a la seguridad de los oligarcas, al proporcionarles el apoyo de la desconfianza interna del pueblo
Tucidides, Historia de la Guerra del Peloponeso
En la entrada anterior les indicaba como Tucidides utiliza el ejemplo de la guerra civil en Córcira para probar como las tensiones provocadas por una guerra sin cuartel y sin final visible pueden desgarrar cualquier sociedad, incluso las más asentadas y aceptadas. Como cualquier pasaje en la Historia de la Guerra del Peloponeso, este análisis de los hechos de Córcira no está ahí por casualidad, sino con la intención de prepararnos para la grave crisis que tendrá lugar, quince años más tarde, en el 411, en la propia ciudad de Atenas, sobre cuyo raleto pesará como un presagio ominoso, una profecía que habrá de cumplirse necesariamente, sin posibilidad de escape.
Se hace necesario un aparte. Cuando pensamos, en la actualidad, en el régimen político de Atenas, nos sentimos herederos, seguidores y continuadores de su tradición democrática. Sin embargo, no reparamos que la democracia plena ateniense duró apenas unas pocas décadas - de las reformas de Pericles y Efialtes hasta el golpe que relató Tucidides - y que su forma poco tenía que ver con lo que nosotros conocemos con ese nombre. Nuestra democracia es una forma representativa, en la que el pueblo, a pesar de ser soberano, cede ese poder político a unos representantes a los que da carta blanca por un periodo limitado. La ateniense, sin embargo, era un régimen asambleario, donde las decisiones, incluso las más importantes, se tomaban recurriendo al voto de la población, cuyo poder llegaba incluso al de la elección periódica, frecuentemente anual, de cargos políticos, judiciales y militares. En teoría, por tanto, el poder quedaba abierto a cualquier ciudadano, ya fuera por participación en las elecciones o por ser elegido en ellas, evitándose así la formación de elites y oligarquías que pudiesen ejercer un poder desde las sombras.
Esto era un ideal, por supuesto, ya que las tales elites estaban bien presentes, como el mismo Tucidides nos recuerda al denominar a la democracia de tiempo de Pericles, gobierno de su primer ciudadano. Por otra parte, la ciudadania, y con ella la participación en los procesos políticos, era un derecho restringido a los atenienses libres hijos de padre y madre ateniense, dejando fuera a esclavos, extranjeros y, por supuesto, mujeres. Además, fuera de Atenas y dentro del imperio Ateniense, los antiguos miembros de la Liga Délica habían dejado de tener voz y voto desde hacía largo tiempo, convertidos en meros subordinados, cuándo no súbditos a los que esperaban las mayores represalias si intentaban abandonar la Liga. Es decir, la deportación, el exterminio y la venta como esclavos de la población original.
No es que el comportamiento del otro bloque, el lacedemonio, fuera muy distinto, a pesar de sus pretensiones de liberadores y salvadores de Grecia. Ambos bloques, como ocurrió con los EEUU y la URSS en el periodo de la guerra fría, movían sus fichas sobre el tablero de juego de Grecia, intentando ganarse a los aliados de uno para convertirlos en propios, cambios de alianzas que se reflejaban en los cambios de la constitución de las ciudades afectadas, hacia la democracia dentro de la esfera ateniense, hacia la oligarquía entre las simpatizantes de los espartanos. Una relación entre régimen y alianza que al principio tuvo una mera funcionalidad estratégica, pero que acabó por invertir sus términos, de manera que cualquier ciudad que se considerase democrática buscaba la amistad de los atenienses, y si, por casualidad, ascendía al poder el partido oligárquico, se daba por sentado que se pondría del lado de los lacedemonios.
La situación de guerra permanente, declarada o no, entre las dos potencias hegemónicas de Grecia tenía así efectos deletéreos sobre la política interna de las ciudades, exacerbando la violencia de sus enfrentamientos, ya que cada partido pensaba poder contar con el apoyo militar y económico de una de las dos superpotencias de la época - como en tiempos de la guerra fría -. Un estado de tensión e inestabilidad que empeoraba, como en el caso de Córcira, cuando la guerra fría se convertía en caliente y bien las operaciones bélicas se desarrollaban cerca del territorio de una de las ciudades satélites o bien el desarrollo de los acontecimientos, en forma de desastre militar o victoria definitiva, alteraba el frágil equilibrio interno existente hasta entonces.
La guerra exterior, como les decía, convertida en causa y motor de la guerra civil. Ley histórica que no solo afectaba a esas potencias de segunda y tercera fila a través de quienes las superpotencias libraban sus hostilidades, sino que podían llegar a contagiar a la propia metrópoli. No en cualquier circunstancia, por supuesto, puesto que todo poder hegemónico puede absorber golpes que tumbarían a una nación media, pero sí cuando un mala combinación de hechos o un error en la partida de ajedrez mostraban su vulnerabilidad... o hacía pensar que lo era.
Esto es lo que ocurrió, como veremos, tras que la expedición ateniense a Sicilia fuera aniquilada por los siracusanos, donde se perdió lo mejor de su ejército y su flota, sin contar con los ingentes recursos presupuestarios que fueron dilapidados en esa aventura. Atenas quedó, por tanto, paralizada, incapaz de mantener el dominio férreo que había ejercido sobre sus aliados, viéndose obligada a librar una desesperada guerra defensiva donde cada victoria suya sólo servía para retrasar la debacle final, mientras que cada derrota, incluso las más pequeñas, podían ser la definitiva.
En esta tesitura cobró relevancia otra de las leyes eternas de la política: la permanencia de un régimen está ligada a su éxito exterior. Debido al desastre de Sicilia y a la lucha sin cuartel por la supervivencia que le siguio, importantes sectores de la sociedad ateniense hicieron lo impensable apenas unos años antes: repudiar la democracia y establecer una oligarquía. Pensaban, no sé si con razón o sin ella, que sólo unos pocos elegidos, los mejores y más expertos, podían salvar a Atenas en medio de sus tribulaciones. Unas gentes de orden que desencadenaron la revolución y por las que Tucidides siente una clara simpatía, como muestra el espacio que dedica a trazar sus retratos y ensalzar sus virtudes, pero cuyas acciones, aunque bienintencionadas, no pueden menos que repelerle.
¿La razón? Que esa misma necesidad bélica les forzó, voluntaria o involuntariamente, interesada o desinteresadamente, a instaurar un régimen de terror en la ciudad, la patria, que decían estar protegiendo. A establecer un estado de excepción permanente, fuera de toda legalidad, sea la anterior o la nueva, donde reinaba la desconfianza entre ciudadanos, quienes temían que la menor muestra de disgusto fuera interpretada como disidencia, conduciendo inmediatamente a su desaparición y posterior eliminación física.
Como en tantas y tantas dictaduras abyectas en las que abundó el triste siglo XX.
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