Había finalizado mi visión del Fantômas (1913-1914) de Louis Feuillade bastante satisfecho, casi entusiasmado. A pesar de su edad, ese folletín rocambolesco de malvados todopoderosos que ponían en jaque a una sociedad entera, se seguía sosteniendo. Quedaba más que justificado, por tanto, su consideración como origen y modelo de las incontables películas de acción y espionaje, de los Mabuse y similares de Fritz Lang a los muchos Bond, que jalonan la historia de la cinematografía mundial. No era de extrañar, dado el precedente, que esperase con gran ilusión el momento de ponerme a ver Les Vampires (1915-1916), el segundo intento de Feuillade en ese genero que se considera menor, pero que es tan cinematográfico como cualquier otro.
Por desgracia, me he llevado una gran decepción. La causa principal está en los factores técnicos de la edición, no tanto en la propia película. Fantômas se beneficiaba de una de las restauraciones casi milagrosas con las que la técnica digital y el Blue Ray nos está obsequiando, de forma que parecía haber sido rodada ayer mismo, en un Paris por el que podríamos pasear sin más que subirnos al primer tren con ese destino. La edición en Blue Ray de Les Vampires, sin embargo, parte de una restauración "analógica", repleta de fotogramas dañados y con graves deficiencias en el contraste y el brillo de las escenas. Lo que mostraba responde así a esa falsa imagen de primitivo, tosco y deficiente que asociamos al cine mudo, volviéndolo más antiguo y anticuado de lo que en realidad es.
Lo peor no era, sin embargo, esa mala calidad del material utilizado, sino el efecto de rechazo que me produjo. Si con Fantômas me encontré enseguida dentro de la película, aceptando sus trucos, disculpando sus defectos, a Les Vampires siempre la observé desde fuera, con mirada crítica, anotando cada uno de sus fallos, patinazos e ingenuidades propias de la época. Juzgándola injustamente peor de lo que era, aplicándole los parámetros de nuestro tiempo... aunque éste abunde también en productos cochambrosos y deleznables que saboreo con deleite - ya saben, cierta escuela de animación oriental- .
Entre esos defectos que me complacía en resaltar está en primer lugar que Feuillade - o sus gionistas - habían considerado que el ambiente de Fantômas era demasiado serio, demasiado tenso y trágico, de manera que en Les Vampires se incluyó un bufón, el enterrador y luego filántropo Mazamette, que sirviese de alivio cómico. La idea no es mala, ni nueva - basta con recordar los interludios cómicos de Shakespeare -, pero en este caso este personaje cómico se convierte en protagonista absoluto de la trama, robándoselo al propio periodista protagonista como a los malvados, que quedan más bien desdibujados, aun cuando algunos de ellos, como Irma Vep, protagonizada por una deslumbrante Musidora, merecieran mejor destino.
El personaje de Mazamette, por tanto, no sólo deviene cargante - me tiré buena parte de las seis horas de metraje deseando que alguien se lo cargase de una bendita vez - sino que por su propia estupidez característica y su tendencia a salvarse de las añagazas de Les Vampires por pura chiripa, les arrebata a estos todo su carácter de peligro y omnipotencia, de ese poder y dominio casi sobrenatural, que era omnipresente en Fantômas. Éste, precisamente, es el segundo gran pero de Les Vampires, ya que la sociedad criminal secreta que le da título actúa según las normas del folletón decimonónico, basando sus acciones delictivas en la suplantación de personalidad, los venenos y el hipnotismo. Todos los recursos, en fin del teatro de variedades.
Esta caracterización del criminal hunde sus raíces en la figura del aventurero del siglo XVIII. En gentes, como Casanova o Cagliostro, que iban de corte en corte, pretendiendo ser quienes no eran, introduciéndose de forma inexplicable, pero natural, hasta los más restringidos círculos sociales, donde prosperaban base de engaños, enredos y timos. Este perfil es muy apropiado para alguien como Fantômas, que no deja de ser un criminal solitario, un aventurero como los de antaño, pero que se veía obligado a vivir en la modernidad. Una figura anacrónica y desclasada de quien nos sorprendía - y admiraba - su capacidad y suerte para librarse de los mayores peligros, del fracaso sin contemplaciones en que desembocaban sus acciones.
Sin embargo, este marco temático no conviene a lo que se muestra en Les Vampires, una sociedad paralela a la del estado y de la justicia, que tiene sus propias leyes y mecanismos, y cuya fuerza consiste precisamente en subvertir las de la legalidad. A ese tipo de organizaciones las conocemos todos como Mafi y existían ya en tiempos de Feuillade, época desde la que el cine nos ha educado a sus métodos de trabajo, extorsión y robo. No mediante planes artificiosos que por su complejidad deben fracasar necesariamente, sino mediante acciones simples, rápidas y directas. Es decir, no entrando en una casa tras haber hipnotizado a la sirvienta para que les franquee la puerta, con el objetivo de envenenar con gases asfixiantes a los dueños mientras duermen, sino esperando en un coche con el motor en marcha a que el enemigo de la banda salga para ir al trabajo y entonces descerrajarle dos tiros.
O en otras palabras, Fantômas es una inverosimilitud en el mundo moderno - tanto como los malvados del Bond de los años 60 - de manera que no nos molesta la imposibilidad de sus acciones. Es más, la exigimos. Sin embargo, una organización como la de Les Vampires es elemento corriente y habitual de nuestras sociedades, de ahí que esperemos que lo que veamos sea verosímil, contrastable y verificable, especialmente en lo que se refiere a la imposibilidad de vencerlos a solas y por chiripa.
Una discordancia con la realidad a la que señalan que provoca que les Vampires se desmorone por completo. Lo que es una pena.
Por Musidora, principalmente.
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