Como todos los domingos, continúo mi con revisión de la lista de cortos animados realizada por el misterioso profesor Beltesassar. Esta vez ha llegado el turno de Street Musique (Música Callejera), corto realizado en 1972 por el animador canadiense Ryan Larkin.
De la figura de Larkin ya hable en mis reseñas de la lista de Annecy, cuando comenté un corto suyo anterior, Walking (1968). Ambos cortos son excelentes, dignos de formar parte de cualquier antología, pero en la memoria de los aficionados han quedado substituidos por el destino personal de Larkin, de lo que ha tenido bastante culpa el corto Ryan, que Chris Landreth rodara en 2004. En esa otra obra se retrataba a Larkin como uno de esos artistas que renunció a su arte, justo tras haber llegado a la cumbre de su disciplina en una ascensión meteórica, y cuando todo hacía presagiar que se convertiría en uno de los creadores fundamentales de la animación. No fue así, sin embargo, sino que Larkin se desvaneció en la obscuridad, artística y personal, hasta que fue encontrado por Landreth en las calles de Montreal, convertido en un mendigo, sin posibilidad de recuperarse, ni él ni el tiempo perdido.
Se puede especular sobre qué causó esa caída en los infiernos de quien parecía destinado a la gloria. Se puede aventurar un diagnóstico de sequía creativa, de enfermedad mental, de uso sin restricciones de unas drogas que por aquel entonces, los años setenta, aún parecían inocentes y liberadoras. No dejan de ser especulaciones que no llegan a explicar el misterio, el problema, que obsesionó a su biográfo Landreth: la existencia de dos Larkin opuestos. Uno, una auténtica fuerza creativa, frente a otro que sólo sabía como autodestruirse.
Street Musique es su último corto antes de la catástrofe. Aquél que confirmó que su maestría en Walking no era un mero golpe de suerte y que por eso mismo no hacía presagiar el horror que habría de sucederle. Todo en él es celebración, festejo, gozo, ímpetu y entusiasmo. De la alegría de estar vivo, de ver, escuchar y sentir. Del poder embriagador de la música, capaz de hacernos soñar, de apartarnos por un momento de la tristeza inextinguible de la existencia. Del placer que constituye el mero hecho de ver, de contemplar el espectáculo inacabable e inagotable de la naturaleza, de la que nos hemos olvidado no sólo como mirarla, sino simplemente mirarla.
Para reproducir y trasmitir esa alegría, esa embriaguez, el corto adopta la forma de una improvisación. En su desarrollo no hay plan, así como tampoco origen y destino, razón, excusa y motivo. Sólo una eterna metamorfosis, a un ritmo endiablado, regida únicamente por el capricho del artista, cuyo ojo sabe descubrir, descubrirnos, todo tipo de posibilidades y de caminos, que nosotros, con nuestras propias fuerzas, no hubiéramos sido capaces de encontrar y recorrer. Para ello, se necesita un medium, un psicopompo, papel que es asumido e interpretado por el propio Larkin.
Una labor de guía que no se limita a acompañarnos y mostrarnos, sino que sabe callar, evita obligarnos a ver, invitándonos a utilizar las imágenes como meras indicaciones de nuevas rutas desconocidas que seremos nosotros lo que tengamos que recorrer. A solas y en libertad.
No les entretengo más. Como siempre, les dejo aquí el corto. Obra magna de un creador de primera clase, desafortunadamente malogrado.
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