martes, 15 de abril de 2014

Under the shadow of Postomodernism (IX)

Hubo actos inquisitoriales contra toda clase de persona, sin distingo de calidad o jerarquía y por los actos más diversos. Empezando por la propia jerarquía eclesiástica:  fueron procesados, entre otros, los obispos de Segovia y Calahorra, dignidades eclesiásticas del clero regular y secular culminando con el proceso - estudiado por Tellechea - de Bartolomé de Carranza, arzobispo de Toledo y máxima figura de la iglesia española, uno de los acompañantes de Felipe II en su cruzada de reconquista espiritual de Inglaterra con motivo del matrimonio regio: el proceso a Carranza - que ha sido objeto de estudios múltiples, por lo que tuvo de conflicto jurisdiccional ente la monarquía española y la Santa Sede - dejaba bien patente que en la España del siglo XVI nadie estaba a salvo de las indagaciones inquisitoriales. En plena paranoia represiva, el cardenal Quiroga y el Consejo de la Inquisición tuvieron la osadía de abrir causa contra el propio pontífice Sixto V, por haber publicado la Biblia en italiano - lengua vulgar, como se publicaban las biblias de los luteranos -, llamada Biblia Sixtina, y poner al comienzo de la edición una bula pontificia donde se recomendaba su lectura al pueblo por el aprovechamiento que habría de obtener de ella. El monarca español, a través de su embajador en Roma, conde Olivares, exigió al Papa que rectificara, y la Inquisición española, sin menor reparo, condenó la Biblia papal como si se tratase de la Casiodoro de Reina o de cualquier otro insigne luterano.

Antonio-Miguel Bernal, Monarquía e Imperio, Tomo 3 de la Historia de España Fontana/Villares

Tenía un tanto abandonada esta serie de entradas en las que les voy contando mi revisión de la historia de esa cosa llamada España. La base de mis anotaciones es la comparación de dos historias distintas, la dirigida en el Reino Unido en los 90 del siglo XX por John Lynch, frente a la más reciente, y aún inconclusa - ese tomo de la transición, cuanto se hace esperar -, coordinada por Josep Fontana y Ramón Villares en la primera década del siglo XXI.

El punto en el que me había quedado interrumpido hace ya varios meses no puede ser más significativo. Se trata del nudo gordiano en la historia de ese sujeto histórico conocido como España, al cual vuelven una y otra vez para justificar sus dogmas, tanto sus mayores propagandistas, esa derecha esencialista tan viva y tan vocal hoy día, como sus mayores enemigos, los representantes de esos nacionalismos periféricos no menos combativos y providencialistas. Me refiero, como ya habrán adivinado, al momento en 1469 en que el heredero del trono aragonés y la aún pretendiente al trono castellano se unen en matrimonio para dar lugar así a la unión personal de los dos reinos peninsulares principales. Un evento dinástico, con demasiadas características de casualidad, azar y fortuna, que se verá continuado con la proyección internacional de los reinos hispanos en la política centroeuropea, durante el gobierno emperador alemán Carlos V, y la creación posterior del Imperio Universal Español de Felipe II, que como tal sólo llegará a estar completado a la muerte de este rey.

Como se puede intuir de lo anterior, mi visión de este proceso histórico que abarca más de un siglo, no es precisamente la de ese nacionalismo esencialista que considera al sujeto España preexistente a su marco temporal, y por tanto, destinado a existir eternamente, sean cuales sean sus avatares, sus reveses pasajeros. Contra esa simplificación interesada de una realidad compleja, van a ir dirigidos muchos de mis dardos en lo que sigue, entre otras cosas porque esa es la ideología que me queda más a mano y con la que estoy mas familiarizado, lo que no significa que no haya flechas en mi aljaba contra los de la corriente opuesta, los nacionalismos secesionistas. Pero dejemos los preliminares y comencemos con las diatribas.



El argumento central de ese esencialismo español es el de la necesidad inevitable de la unión de las coronas. Los que hayan vivido bajo el aparato de propaganda del régimen anterior - sí, el de ese dictador militar que se pasó cuarenta años gloriándose de su traición a un gobierno legalmente constituido - consideraba que la unión entre Castilla y Aragón era una inevitabilidad histórica, imparable e innegable, tras la cual no había marcha atrás y de la cual surgió un caudal inagotable de energía que permitió la conquista de América y la españolización de Europa, ya sea en su variante participación en las luchas por Italia bajo el Gran Capitán, ya sea en su vertiente Sacro Imperio Romano Germánico bajo Carlos V.

Lo peor de esta explicación no es su posible validez o pertinencia. Objetivamente, podría decirse que aparenta ser racional y esa misma consistencia lógica ha extraviado a muchas grandes mentes durante largas décadas, que han atribuido precisamente el éxito de la monarquía española a la liberación de las fuerzas nacionales provocada por la unión, evento único en el panorama político europeo. El problema de esta visión sobre el Imperio español estriba en que en su versión propagandística, promovida hoy en día por esos partidos políticos y medios de comunicación, se oculta, cuando se no elimina, cualquier hecho que pudiera contradecirlas. Una impostura interesada que convierte a la historia de ese tiempo en un mero cuento de hadas y le hurta toda su riqueza y complejidad.

No hay que cansarse de repetirlo, una y otra vez. La tan cacareada unión no liberó nada, puesto que no fue una unión de estados al modo moderno, social y económica, sino una unión personal y dinástica. En casi todos los aspectos, los reyes católicos no unificaron nada que ya no lo estuviera, sino que los dos reínos mayores de la península siguieron sus caminos paralelos, Aragón orientado al mediterraneo, España hacia el Atlántico, tanto hacia el sur musulmán, territorio de conquista, como al norte flamenco, destino de su comercio, una dualidad sólo un poco distorsionada por la conquista de América. A lo sumo, debido a la intromisión de la casa de los Habsburgo en la politica peninsulara, para subordinar todo a su política imperial, el reino de Aragón quedó convertido en un estado más de la casa de Austria, sin peso ni intervención en los asuntos imperiales, olvidado en el conjunto de los reinos imperiales mientras no causase problemas, mientras que Castilla, muy a su pesar, se convirtió en uno de los puntales de ese imperio universal, acabando por verse envuelta en todas sus victorias y derrotas, sus glorias y miserias.

Si esto ocurrió así, y este es un punto importante, no es porque hubiera un plan maestro que llevase necesariamente de la unión castellano-aragonesa al Imperio Hispano Universal. No otra es la tesis central del nacionalismo esencialista, según la cual en la mente de los Reyes Católicos, y especialmente de Isabel, su heroína iconquistable, estaban ya trazadas las líneas maestras del Imperio de Carlos V,  la supremacía castellana sobre Europa, expresada a posteriori en la españolización del rey alemán, rebautizado como Carlos I.En esta tesis, llama la atención el ninguneo de Fernando de Aragón, la segunda mayor mente política del renacimiento junto con César Borgia, según Maquiavelo, desprecio en el que el nacionalismo español coincide curiosamente con los nacionalismo periféricos, pero llama aún más la atención que se califique de necesario o planificado, un proceso que en realidad fue producto de la casualidad.

La realidad fue muy otra. Si la corona de Castilla y la de Aragón, como entidades separadas, no como parte de un inexistente reíno de España, recayeron en la cabeza de Carlos V fue debido a un cúmulo de casualidades, principalmente la muerte de todos y cada uno de los hijos de los Reyes Católicos excepto Juana, la esposa de Felipe el Hermoso (y Catalina la primera esposa de Enrique VIII, pero esto nos llevaría a un what if de proporciones épicas). De hecho, si se examina con cuidado la política de alianzas matrimoniales de los reyes católicos se observa que su prioridad era la preservación y ampliación de ambas coronas peninsulares, trabando alianzas con las coronas que aún eran independientes, como Portugal y Navarra, pero con las que las relaciones familiares eran más que estrechas, hasta un punto en que practicamente toda Iberia estaba gobernada por ramas colaterales de los Trastámara.

La conclusión es que la alianza con los Habsburgo fue un plan C. Una operación de prestigio que acabó siendo la única vía de continuidad de la unión de Castilla de Aragón, y que no gustó ni a Isabel ni a Fernando, como muestran los intentos de éste último por tener descendencia de Germana de Foix y terminar así con la historia de una España que aún ni siquiera había nacido. Cabe preguntarse que hubiera sido de nuestra historia, la de esa cosa que llamamos España, si el príncipe Juan, el heredero legítimo de los Reyes Católicosm no hubiera muerto y hubiera sido coronado como monarca de la unión castellano-aragonesa, o que incluso con él muerto, la corona hubiera recaído en la princesa Isabel (o en su hermana María), ampliando así la unión a Portugal. Lo menos que puede decirse es que no hubiéramos evitado las aventuras imperiales de los Habsburgo, que poco nos reportaron, y la inmensa carga, extenuante y paralizante, que esas guerras exteriores supusieron para Castilla, tanto en tiempos de Carlos V como especialmente bajo su hijo Felipe II y sus bancarrotas.

Porque ése es el otro lado de la cuestión. Para los Habsburgo de principios del siglo XVI, para el emperador Maximiliano, su hijo Felipe y el emperador Carlos V, Castilla y Aragón no eran más que una pieza más en el complicado encaje de reinos que habían caido enredados bajo el dominio de esa dinastía. Unos estados cuya validez residía sólo en lo que pudieran contribuir a los intereses políticos del momento de esa casa alemana, y como contrapartida estaban expuestos a ser olvidados al instante siguiente, en cuanto dejarán de ser útiles o provechosos, como ocurrió con el reino de Aragón. Es precisamente ese menosprecio inicial de Carlos V hacía su nuevo reíno de Castilla, insignificante para quien tenía ambiciones a la corona imperial alemana , una de las causas de la rebelión comunera, y si Castilla no siguió el mismo camino de Aragón fue "gracias" al giro en redondo de la gran nobleza, que hurto a la rebelión sus posibilidades de resistencia, y la creación posterior, espontánea e inesperada, del Imperio americano, fuente inextinguible de recursos para las empresas del emperador y sus sucesores.

Carlos V, por consiguiente, nunca fue un rey español o de España, mucho menos castellano, no menos por su continua y permanente ausencia de sus reinos y su no menos permanente dedicación a los asuntos alemanes. Si puede empezar a hablarse de monarquía Hispana es ya en tiempos de Felipe II, soberano opuesto en casi todo a su padre, especialmente en su estricto, casi obsesivo, sedentarismo. Pero aún así, esa etiqueta de españoles, como muy bien han explicado otros historiadores. nos fue colgada a regañadientes por los extranjeros, que de alguna manera tenían que referirse a los habitantes de esta península que venían a amargarles el día, mientras que no hubo una política real o Real - imposible y casi inconcebible en este tiempo - por crear una consciencia nacional, en gran medida porque Felipe II seguía siendo soberano de un conjunto de posesiones dispares y disjuntas, a las que sólo unía su fidelidad al mismo monarca.

Debido a las características de la herencia de Felipe II, extendida por media Europa, del Mediterráneo al Mar del Norte, la política de este soberano siguió siendo imperial, germánica, de fidelidad y apoyo a la rama austriaca de la dinastía, cuyo signo diferencial cristalizó en la defensa a ultranza del catolicismo. España devino así el policía de Europa, el tirano de los pueblos, el enemigo de todos, como bien se deduce de las exageraciones de la leyenda negra. Consecuencia desastrosa de la política de Felipe II fue que las monarquía hispanas, participantes activos hasta entonces de los sistemas de alianzas europeas, basculándo siempre entre Inglaterra y Francia, se quedaron fuera,  sin aliados, excepto por lo que se refiere a Austria, reino que mal podía ayudarle, siempre en conflicto con turcos y protestantes alemanas, y que acabó convertido en la gran carga de la monarquía hispana, causa indirecta de su caida final en el siglo XVII.

Esta espiral destructiva no se limitó en la política externa, sino que, como en cualquier conflicto bélico se extendió también a los asuntos internos. La defensa del catolicismo a cualquier precio se convirtió en la seña de identidad de la monarquía hispana, tornada una fiebre abrasadora que aún hoy nos atormenta, en cuya hogera se consumieron todos los distintos, todos los heterodoxos, ya fueran criptojudíos, moriscos convertidos o humanistas librepensadores. El resultado de esa represión, encarnada en el infame tribunal de la inquisición, fue un empobrecimiento sin remedio de la cultura española, que nos colocó, excepto en el plano literario y pictórico, definitivamente fuera de las nuevas corrientes y escuelas del saber  que empezaban a surgir en Europa.

Pero es que, como indica el fragmento, para nuestra desgracia siempre hemos sido más papistas que el Papá. Como ocurre hoy mismo, cuando nuestra derecha ultratólica murmura abiertamente de su infalible pontífice, por no convenir a su ideal de martillo de herejes.

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