Demasiadas veces me he quejado de la penumbra en la que habitan los grandes creadores de la animación, independientemente de las aspiraciones que tengan y los logros que alcancen. Para la inmensa mayoría del público y gran parte de la crítica, la animación se reduce a la 3D, Disney y la niñera multifunción, fuera de lo cual no hay nada que merezca reseñarse, y eso cuando directamente no se define a esta forma como no-cine o incluso anti-cine, paradigma de todos de los errores. La animación se constituye así como una terra incognita que, paradójicamente, es el mayor atractivo para sus admiradores acérrimos, como es mi caso. Sabemos que siempre habrá nuevos autores, nuevas obras por descubrir, que todo paseo por su vasto corpus no es sino un viaje de exploración, donde lo imprevisto es la norma.
Priit Pärn es un animador estonio contemporáneo cuya obra descubrí hace poco años y de quien hasta ayer mismo apenas conocí otras obra que el magnífico corto Hotel E de 1992. Ha sido gracias a la gente de la editora francesa Chalet Pointu - aún en activo, a pesar del fracaso de su tienda on-line, cerrada apenas comenzada la crisis - que he podido disfrutar de su obra entera. La conclusión - esperada, pero no sospechada - ha sido el encuentro con un autor casi proteico, que partiendo de constantes casi invariables es capaz de obtener variaciones casi infinitas. Fertilidad que explica su larga carrera, de la década de los ochenta del siglo pasado, y su actualidad a pesar del tiempo transcurrido
Parte de la fuerza visual - y temática - de Pärn se debe su pertenencia a la última generación de animadores educados en el sistema soviético. La animación de los países comunistas del este, de principios de los sesenta hasta la caída de ese sistema, se caracterizó por una exploración estética sin compromisos, en la que la inteligencia y la sensibilidad del espectador se daban por supuesta. Es más eran un requisito para poder disfrutar de esa obra. No todo eran virtudes, sin embargo, en ese método de producción, ya que la censura ideológica asociada a esos regímenes - y las represalias que de ella podían derivarse - obligaba a los animadores a ser crípticos y enigmáticos, expresando cualquier tipo de disidencia mediante alusiones veladas que pudiesen escapar así al escrutinio de los vigilantes de la ortodoxia.
Dados estos fundamentos, cabe comprender porque la animación oriental - y por ende, todo el cine de esos países - fue durante esas décadas una experiencia fascinante para cualquier espectador con un poco de inquietud intelectual, tanto por su radicalidad estética, propia de la vanguardia más avanzada, como por abordar temas y problemas imposibles de encontrar en la tradición animada occidental, realmente maduros y profundos. Tan reconocibles y singulares llegaron a ser las producciones de esos países, que se puede hablar con justicia de una auténtica escuela de animación - o de varias escuelas nacionales interrelacionadas entre sí - cuya impronta ha marcado a todos aquellos creadores, como Pärn, que llegaron a vivir vivieron en ese tiempo y cuya influencia ha continuado incluso en tiempos post-soviéticos.
La cisura histórica que supuso la caída del comunismo en 1991 es extensible también a la obra de Pärn, personalidad a caballo entre dos tiempos casi incompatibles. Existe así un Pärn pre-1991, que alcanzó la perfección coincidiendo con la disolución del sistema soviético, y un Pärn post-1991, que debió esperar al comienzo de su relación con Olga Marchenko, coautora de sus cortos a partir del 2008, para alzarse a una secunda y esplendida madurez.
El Párn soviético, fase que acaba con Hotel E, se caracteriza por la tensión latente entre la opresión de la dictadura soviética en Estonia - país sojuzgado por el estalinismo tras una breve experiencia de libertad en el periodo 1919-1940 - la ansias de libertad de la población de esa tierra . El corto más representativo de este periodo - más incluso que Hotel E, que en en realidad es una mirada descarnada al supuesto paraíso representado por la Unión Europea - es Eine murul (Desayuno en el campo, 1987) donde la asfixia del régimen soviético se ilustra mediante los absurdos rituales que se ven obligados a repetir continuamente una serie de personajes que se suponen artistas clandestinos. El objeto de estos ritos no es otro que la satisfacción de las necesidades más básicas de la vida - la comida o la ropa - frente a un sistema incapaz de proporcionárselas, y que se rodea de una burocracia impenetrable para justificar su propia ineficiencia. La banalidad de los objetos que ansían los personajes subraya como su ausencia les impide encontrar un refugio que les aísle y proteja de la mediocridad aplastante del mundo que habitan, del cual sólo es posible liberarse mediante la huida representada por el cuadro de Manet que da nombre al corto.
Por el contrario, en el Pärn postsoviético es evidente el alivio por la caída del régimen dictatorial que marcó su obra temprana, expresado en una actitud más juguetona y bromista, que convierte algunos de sus cortos en auténticos divertimentos, como es el caso de 1895, extraña, absurda y delirante biografía de los hermanos Lumiére. Es apreciable también cierta relajación - disculpable - de la intensidad estética y simbólica anterior, como si desaparición de la asfixia provocada por del régimen soviético hubiera supuesto también la pérdida de un acicate necesario para la creatividad. Por fortuna , este periodo de crisis/transición fue corto y la colaboración con Olga Marchenko - más tarde Olga Pärn - permitió la vuelta del mejor Pärn, el de Elu Ilma Gabriella Ferrita (Vida sin Gabriela Ferri, 2008, arriba ilustrada) y Tuukrid Vihmas (Buceadores en la Lluvia, 2010).
En estos cortos, el absurdo de la vida cotidiana vuelve a adueñarse de las acciones de sus personajes,víctimas ahora no de la opresión de un sistema totalitario que exigía la adhesión absoluta a unas consignas ideológicas, sino de una inflitración más difusa, pero no por ello menos efectiva, ejercida por medios económicos. De esta manera, como en los cortos de los años 80, los habitantes del mundo de Pärn vuelven a hallarse inmersos en una serie de rituales sin fruto alguna, en los que cualquier logro es inmediatamente negado y arrebatado, no quedando otra solución que volver a empezar por el punto de partida, si es que aún se puede. El desencuentro, el desamor, el desánimo, la impotencia y el fracaso, se convierten por tanto en el signo del mundo moderno, su auténtica realidad, amplificadas por la prevalencia en nuestro presente de las nuevas tecnologías -Internet como su símbolo - que no son sino una nueva fuente de amargura y resentimiento.
Y sin embargo, a pesar de todo, queda siempre un resquicio para la esperanza y el optimismo.
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