Ce même vide que je sentais dans ma chambre depuis qu'Albertine était partie et que j'avais cru combler en serrant des femmes conte moi, je le retrouvais en elles. Elles ne m'avaient jamais parlé, elles, de la musique de Vinteuil, des Mémoires de Saint Simon, elles n'avaient pas mis un parfum fort pour venir me voir, elles n'avaient joué à mêler ces cils aux miens, toutes choses importantes parce que elles permettent, semble-t-il, de rêver autour de l'acte sexuel lui même et de se donner l'illusion de l'amour, mais en réalité parce qu'elles faisaient partie du souvenir d'Albertine et que c'était elle que j'aurais voulu trouver. Ce que ces femmes avaient d'Albertine me faisait mieux ressentir ce que d'elle il leur manquait, et qui était tout, et qui ne serait plus jamais puisque Albertine était morte. Et ainsi mon amour pour Albertine, qui m'avait attiré vers ces femmes, me las rendait indifférentes, et mon regret d'Albertine et la persistance de ma jalousie, qui avaient déjà dépassé par leur durée mes prévisions les plus pessimistes, n'auraient sans doute jamais changé beaucoup si leur existence, isolée du reste de ma vie, avait seulement été soumise au jeu de mes souvenirs, aux actions et réactions d'une psychologie applicable à des états immobiles, et n'avait pas entraînée vers un système plus vaste où les âmes se meuvent dans le temps comme le corps dans l'espace. Comme il y a une géométrie dans l'espace, il y a une psychologie dans le temps, où les calculs d'une psychologie plane ne seraient plus exacts parce qu'on n'y tendrait pas compte du Temps et d'une des formes qu'il revêt, l'oubli; l'oubli dont je commençais à sentir la force et qui est un si puissant instrument d'adaptation a la réalité parce qu'il détruit peu à peu en nous le passé survivant qui est en constante contradiction avec elle. Et j'aurais vraiment bien pu deviner qu'un jour je n'aimerais plus Albertine.
Ese mismo vacío que sentía en mi habitación tras la marcha de Albertine y que había creído colmar abrazando a otras mujeres, lo reencontraba en ellas. Ellas nunca me habían hablado, ellas, de la música de Albertine, de las memorias de Saint-Simon, ellas nunca se habían puesto un perfume fuerte para venir a verme, nunca había jugado a enredar sus pestañas con las mías, actos importantes porque permiten, me parecía, soñar alrededor del acto sexual e incluso tener la ilusión del amor, pero en realidad porque formaban parte del recuerdo de Albertine y porque era ella a quien quería encontrar. Lo que esas otras mujeres tenían de Albertine me permitía notar mejor lo que les faltaba de ella, que era todo y que ya no sería porque Albertine estaba muerta. Y así mi amor por Albertina y la persistencia de mis celos, cuya duración había superado mis previsiones más pesimistas, sin duda no habrían cambiado mucho si su existencia, aislada del resto de mi vida, sólo hubieran estado sometidas al juego de mis recuerdos, a las acciones y reacciones de una psicología aplicable a estados inmóviles y no hubiera derivado hacia un sistema más vasto, donde las almas se mueven como en el tiempo como los cuerpos en el espacio. Al igual que hay una geometría del espacio, hay una psicología del tiempo, donde los cálculos de una psicología plana no serían exactos puesto que no tendrían en cuenta el tiempo como una de las formas que revisten, el olvido, el olvido del que comenzaba a sentir la fuerza y que es si un instrumento tan poderoso de adaptación a la realidad es porque destruye poco a poco el pasado sobreviviente que está en contradicción permanente con él. Y yo habría debido adivinar que un día ya no amaría a Albertine.
La Prisonnière concluía con el anuncio de la marcha de Albertine, asqueada, suponemos, por el encierro y la continua tortura psicológica a la que el narrador de À la recherche... la sometía. Tal suceso debería haber supuesto una liberación para ambos, especialmente para el protagonista, dado el cansancio que esa relación le provocaba y que una y otra vez nos había restregado a lo largo de esa novela. Sin embargo, como bien señalaba Oscar Wilde, ten cuidado con lo que deseas, porque puede ser que se te conceda.
Ese y no otro es el tema de Albertine Disparue (o La Fugitive, como prefieran)
Solo que ése no es el tema.
En realidad, lo que el narrador nos va a relatar es la triple muerte de ese personaje que respondía al nombre de Albertine. Triple puesto que primero consistirá en su ausencia, en la desaparición de todos los actos en que consistía su vida en común, y que ambos habían dado en considerar como immutables - de ahí su deseo, su ansia por escapar, por abandonarlos, sin darse cuenta de que ellos eran los primeros en consentirlos, en habérselos impuesto, inconscientemente, pero también a sabiendas.
Triple muerte cuyo segundo estado es el de la muerte real, el de una Albertine que ya no es, que pertenece a otro mundo - si es que algún otro existe - cuya realidad no se interseca con aquella que vive el narrador y cuya presencia, cuya existencia y realidad, han sido tornadas repentinamente tan ilusorias, tan vagas y tan inmateriales como la de los personajes que habitasen un libro que se acaba de leer, en la desgarradora expresión Proustiana.
Lo único que queda de Albertine son los recuerdos, los cada vez más escasos recuerdos, que aún perviven en la mente del narrador. Recuerdos cuyo encuentro doloroso se ve enconado por una conclusión devastadora. A pesar de todas sus declaraciones, a pesar de toda las mentiras que una y otra vez nos había demostrado y desarrollado como expresión perfecta de sus sentimientos e intenciones, la verdad era muy distinta. Su amor por Albertine era real, único, el único que tuvo en esta vida y que tendrá, de los pocos a los que se puede aplicar esa tan manida expresión de que la vida no tiene sentido sin ellas.
Amor único y arrebatado, devastador y definitorio, pero del que la mentira no acaba de desprenderse, puesto que, nos cuenta el narrador, incluso a pesar del abismo de la ausencia, de la inacabable tortura que supone volverse y no encontrar el cuerpo, el rostro, los ojos, la voz, de ese otro cuerpo que te era ya tan habitual como el tuyo, el narrador sigue persitiendo en la destructiva comedia que habían ensayado día tras día, durante su convivencia, y que había terminado por convertirse en una de las señas, de los signos de ese amor, consistente en fingir desapego e indiferencia, cuando en realidad lo único que se desea es correr hacia el otro, desnudarse de toda armadura, de toda protección, y ofrecerse así, inerme, a su capricho y a su dureza, a su inflexibilidad y a su crueldad.
Por eso, en el contexto de la novela, era necesaria la segunda muerte. Para que todas las excusas, ésas tan convenientes que nos hacen posponer cualquier decisión al día siguiente y después al otro, quedasen reducidas a polvo, demostradas inválidas e inútiles. Ninguna reconciliación, ningún comienzo, ninguna repetición son ya posibles, puesto que no existen caminos que nos lleven al otro. Podremos recorrer el mundo entero y desvelar todos sus secretos, que ese otro misterio, ese cuerpo y ese rostro, nunca nos será revelado, ya que ha sido prohibido, desterrado, del que nosotros habitamos, como si en realidad nunca hubiera existido en él, y no fuera otra cosa que una sueño, una alucinación que nuestra locura ha creado a nuestra conveniencia.
Todo recuerdo es así amargura, desolación. Porque nos muestra, sin que podamos apartar la mirada, todo lo que pudo haber sido y no fue. Peor aún, todo lo que no quisimos que fuera, puesto que fuimos nosotros - y no nuestros enemigos - los que pusimos todo nuestro esfuerzo en destruir aquello que más amábamos, aquellos de los que mas nos enorgullecíamos, aquello que daba sentido a nuestra vida y realmente nos hacía únicos y distinto.
Pero ¡Ay! Que aún queda una tercera muerte. Habremos de seguir con la novela - y con esta serie de entradas - para descubrirla.
Ese mismo vacío que sentía en mi habitación tras la marcha de Albertine y que había creído colmar abrazando a otras mujeres, lo reencontraba en ellas. Ellas nunca me habían hablado, ellas, de la música de Albertine, de las memorias de Saint-Simon, ellas nunca se habían puesto un perfume fuerte para venir a verme, nunca había jugado a enredar sus pestañas con las mías, actos importantes porque permiten, me parecía, soñar alrededor del acto sexual e incluso tener la ilusión del amor, pero en realidad porque formaban parte del recuerdo de Albertine y porque era ella a quien quería encontrar. Lo que esas otras mujeres tenían de Albertine me permitía notar mejor lo que les faltaba de ella, que era todo y que ya no sería porque Albertine estaba muerta. Y así mi amor por Albertina y la persistencia de mis celos, cuya duración había superado mis previsiones más pesimistas, sin duda no habrían cambiado mucho si su existencia, aislada del resto de mi vida, sólo hubieran estado sometidas al juego de mis recuerdos, a las acciones y reacciones de una psicología aplicable a estados inmóviles y no hubiera derivado hacia un sistema más vasto, donde las almas se mueven como en el tiempo como los cuerpos en el espacio. Al igual que hay una geometría del espacio, hay una psicología del tiempo, donde los cálculos de una psicología plana no serían exactos puesto que no tendrían en cuenta el tiempo como una de las formas que revisten, el olvido, el olvido del que comenzaba a sentir la fuerza y que es si un instrumento tan poderoso de adaptación a la realidad es porque destruye poco a poco el pasado sobreviviente que está en contradicción permanente con él. Y yo habría debido adivinar que un día ya no amaría a Albertine.
La Prisonnière concluía con el anuncio de la marcha de Albertine, asqueada, suponemos, por el encierro y la continua tortura psicológica a la que el narrador de À la recherche... la sometía. Tal suceso debería haber supuesto una liberación para ambos, especialmente para el protagonista, dado el cansancio que esa relación le provocaba y que una y otra vez nos había restregado a lo largo de esa novela. Sin embargo, como bien señalaba Oscar Wilde, ten cuidado con lo que deseas, porque puede ser que se te conceda.
Ese y no otro es el tema de Albertine Disparue (o La Fugitive, como prefieran)
Solo que ése no es el tema.
En realidad, lo que el narrador nos va a relatar es la triple muerte de ese personaje que respondía al nombre de Albertine. Triple puesto que primero consistirá en su ausencia, en la desaparición de todos los actos en que consistía su vida en común, y que ambos habían dado en considerar como immutables - de ahí su deseo, su ansia por escapar, por abandonarlos, sin darse cuenta de que ellos eran los primeros en consentirlos, en habérselos impuesto, inconscientemente, pero también a sabiendas.
Triple muerte cuyo segundo estado es el de la muerte real, el de una Albertine que ya no es, que pertenece a otro mundo - si es que algún otro existe - cuya realidad no se interseca con aquella que vive el narrador y cuya presencia, cuya existencia y realidad, han sido tornadas repentinamente tan ilusorias, tan vagas y tan inmateriales como la de los personajes que habitasen un libro que se acaba de leer, en la desgarradora expresión Proustiana.
Lo único que queda de Albertine son los recuerdos, los cada vez más escasos recuerdos, que aún perviven en la mente del narrador. Recuerdos cuyo encuentro doloroso se ve enconado por una conclusión devastadora. A pesar de todas sus declaraciones, a pesar de toda las mentiras que una y otra vez nos había demostrado y desarrollado como expresión perfecta de sus sentimientos e intenciones, la verdad era muy distinta. Su amor por Albertine era real, único, el único que tuvo en esta vida y que tendrá, de los pocos a los que se puede aplicar esa tan manida expresión de que la vida no tiene sentido sin ellas.
Amor único y arrebatado, devastador y definitorio, pero del que la mentira no acaba de desprenderse, puesto que, nos cuenta el narrador, incluso a pesar del abismo de la ausencia, de la inacabable tortura que supone volverse y no encontrar el cuerpo, el rostro, los ojos, la voz, de ese otro cuerpo que te era ya tan habitual como el tuyo, el narrador sigue persitiendo en la destructiva comedia que habían ensayado día tras día, durante su convivencia, y que había terminado por convertirse en una de las señas, de los signos de ese amor, consistente en fingir desapego e indiferencia, cuando en realidad lo único que se desea es correr hacia el otro, desnudarse de toda armadura, de toda protección, y ofrecerse así, inerme, a su capricho y a su dureza, a su inflexibilidad y a su crueldad.
Por eso, en el contexto de la novela, era necesaria la segunda muerte. Para que todas las excusas, ésas tan convenientes que nos hacen posponer cualquier decisión al día siguiente y después al otro, quedasen reducidas a polvo, demostradas inválidas e inútiles. Ninguna reconciliación, ningún comienzo, ninguna repetición son ya posibles, puesto que no existen caminos que nos lleven al otro. Podremos recorrer el mundo entero y desvelar todos sus secretos, que ese otro misterio, ese cuerpo y ese rostro, nunca nos será revelado, ya que ha sido prohibido, desterrado, del que nosotros habitamos, como si en realidad nunca hubiera existido en él, y no fuera otra cosa que una sueño, una alucinación que nuestra locura ha creado a nuestra conveniencia.
Todo recuerdo es así amargura, desolación. Porque nos muestra, sin que podamos apartar la mirada, todo lo que pudo haber sido y no fue. Peor aún, todo lo que no quisimos que fuera, puesto que fuimos nosotros - y no nuestros enemigos - los que pusimos todo nuestro esfuerzo en destruir aquello que más amábamos, aquellos de los que mas nos enorgullecíamos, aquello que daba sentido a nuestra vida y realmente nos hacía únicos y distinto.
Pero ¡Ay! Que aún queda una tercera muerte. Habremos de seguir con la novela - y con esta serie de entradas - para descubrirla.
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