Pato de Cuello Verde atado a un muro y una naranja amarga, Chardin, 1730 |
Nuevamente vuelvo a encontrarme con mis lectores, los pocos que hay, tras una ausencia de una semana. Desgraciadamente, los viajes de trabajo es lo que tienen, que le dejan a uno sin tiempo, y luego tiene que apechugar uno con el cansancio acumulado. Pero vamos a lo que vamos, la magnífica exposición dedicada al pintor francés del siglo XVIII, Jean Baptiste Siméon Chardin, que se puede visitar (esta vez por mucha semanas más) en el madrileño Museo del Prado.
Magnífica y poco visitada, ya que Chardin no es de esos pintores/estrellas del pop, que atraen multitudes como ocurre con los impresionistas, lo cual permite visitar la muestra con total tranquilidad, sin verse arrastrado por multitudes que en el fondo no acaban de entender muy bien que hacen allí, contemplando esas telas pintadas colgadas de la pared.
No obstante, el caso de Chardin es especial, incluso paradójico. Cuando yo era joven, su nombre no aparecía en los apresurados resúmenes de la historia de arte que tanto costaba enseñar y aprender, para luego ser inmediatamente olvidadas. Dudo que en los últimos tiempos la cosa haya mejorado, dado nuestro desprecio por todo lo que no pertenece a los diez minutos inmediatamente anteriores, pero mi caso ese ausencia se debía a razones ideológicas, que teñían las estéticas.
Nosotros, los hijos y herederos de la revolución francesa, cuyo ultimísima peripecia estaba teniendo lugar en la España de mi niñez, recién muerto el dictador que nos había mantenido en el limbo de la historia durante cuarenta años, no podíamos evitar mirar al siglo XVIII, a sus gentes, a sus ideales, a su arte, por encima del hombro. Aquel tiempo era el epítome de la decadencia, de lo vano, del placer pasajero, de las fiestas galantes asentadas sobre una injusticia fundamental. Una época prescindible que habría de ser barrida por el ímpetu irrefrenable de la revolución que habría de revelarlo como el decorado de cartón piedra, hueco y huero, que era en realidad.
Asó ocurría con nuestra impresión de su arte. Destinado a la celebración del placer, sin ninguna ambición fuera de agradar el gusto, y por ello mismo, empalagoso y empachante, blando y relamido. Indigno de lo que habría de venir después, de las revoluciones que sacudirían el edificio del arte levantado en el renacimiento y de las cumbres del siglo anterior, el XVII, donde esa misma manera alcanzaría su perfección absoluta, siendo todo el arte posterior nada más que una larga agonía, en la que figuración no haría otra cosa que repetirse a sí mismo, hasta hallarse a sí mismo, morir y resucitar como el Fenix, a mediados del XIX con la pintura de paisaje y la evolución que conduciría a la abstracción más pura.
Sin embargo, estábamos equivocados, detrás de ese culto del placer, de ese gusto refinado que nos repugnaba por demasiado dulce, había mucho más de lo que esperábamos, llegando incluso a contradecir aquello nos habían enseñado y que creíamos cierto. Tal era el caso de Watteau, la quintaesencia de ese espíritu rococo, pero persona de una profunda melancolía, eterno desengañado de este mundo y sabedor de que en él era imposible alcanzar la felicidad. Persona siempre enferma y de muerte temprana, como convenía a su ethos.
Preparativos de un almuerzo, Chardin, 1726 |
Tal era el caso de Chardin.
Porque, entre todos los pintores a los que los impresionistas señalaron como precursores suyos, fuera o no fuera cierto, el Velázquez de las vistas mediceas, los pintores de género holandases, Vermeer y Hals especialmente, o sus quasicontemporéneos japonese. Chardin brillaba con especial fuerza, alguien que dedicó su vida entera a pintar escenas sin importancia, sin deambular nunca (o casi nunca) por los territorios concurridos de la pintura de historia, la religiosa o la mitológica. Alguien, en fin, cuyos máximos esfuerzos los dedicaba a trazar con exquisito cuidado el ala de un ave, el pelaje de una liebre, la textura de un melocotón, consiguiendo esto con un pincel extremadamente libre, aplicando casi pinceladas sin relación las unas con las otras, sugiriendo en vez de mostrar, de forma que fuera nuestra mente la que reconstruyese el conjunto en el interior de nuestros cabezas.
Alguien, en fin, cuyos héroes no son dioses, ni santos, ni esforzados militares o políticos, sino personas normales, enfrascados y ensimismados en actividades cotidianas, completamente banales, cuya nobleza y trascendencia se muestran ante nuestros ojos por vez primera.
En un tiempo abolido que nunca tendrá término ni fin.
El joven dibujante, Chardin, 1737 |
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