Con este capítulo finalizaba la primera parte de la novela, la dedicada a presentar a los diferentes personajes y bandos. En esta ocasión volvíamos al bando hebreo, a la Judea envuelta en una doble guerra, exterior y civil, siguiendo a uno de los muchos reyezuelos que se proclamaron como los representantes del Mesias, por supuesto, cada uno de ellos, el único y verdadero, en cuyas filas se han integrado dos de nuestros conocidos: el joven que ve visiones de la gloria celesta y el viejo desengañado que le sigue por razones desconocidas incluso para él.
Asi que sin más dilación
Capítulo IX: De Masadá a Jerusalem, año 69 d.C/Masadá Año 66 d.C
Duermes.
Duermes mientras yo te velo.
A nuestro alrededor todo es actividad. Correos cruzan el patio a la carrera. Entran y salen constantemente. Ascienden por las escalinatas de la villa, persiguen una audiencia del hombre a quien hemos elegido servir.
Antaño, no hace mucho, esta era la residencia de un terrateniente, sus segunda residencia en realidad, pues mientras fuera joven y fuerte, la primera estaba en la ciudad santa, con los suyos, con los de su clase, los verdaderos ciudadanos, los que constituían la esencia del pueblo, su tesoro, su salvaguarda. Sólo cuando fuera anciano, cuando sus hijos fueran fuertes, ésta villa se convertiría en su primer hogar, el lugar donde esperar a la muerte, el sitio donde ver pasar las estaciones, donde perder la cuenta de los días.
Nada de eso pudo gozar. Hace unos días le juzgamos en presencia de todo el pueblo, ante un tribunal presidido por el hombre a quien hemos elegido servir. Ya había sido condenado antes de presentarse a él, no habría sido necesario convocarle. Nació rico, fue rico, nunca pensó en dejar de serlo. Con eso bastaba, pero había que establecer un ejemplo. Mostrar que en el nuevo reino, en ese nuevo reino querido por Él, decidido por Él, nacido de Él, nadie podría pretender estar por encima de los demás, ser distinto a los demás, decidir el destino de los demás.
Así que se mostró ante los aldeanos el catálogo de sus delitos, descubriéndolos y desmenuzándolos uno por uno, sin permitir que él, el culpable, interviniera. Al fin, se le ejecutó en la plaza del pueblo, a la vista de todos, para que nadie dudase del poder del nuevo orden, y se descuartizo su cadáver y sus restos se esparcieron por los campos, a merced de las bestias y los pájaros, para negarle el acceso al otro mundo, para que su alma vagase eternamente por la superficie de la tierra.
Nadie lo recuerda ya. En este patio, que debía albergar un jardín, se amontonan los soldados del ejército sagrado, formando círculos alrededor de las hogueras, discutiendo, disputando, bebiendo, celebrando, cantando, bailando, sobre el polvo que fueron plantas y flores, sobre los canales, apenas ya reconocibles, que conducían el agua. Rodeando el patio, en las caballerizas reservadas para las orgullosas monturas, reposan ahora los héroes, apretados los unos con los otros, símbolo de las nueva comunidad que asombrará al mundo
Dentro de la mansión, en las habitaciones pensadas sólo para el placer, decoradas con pinturas que recordasen y mostrasen sin tapujos todo lo agradable al cuerpo, las ocupan ahora los dirigentes de esta legión santa, ajenos a todo lo que no sea preparar el próximo golpe contra el enemigo, concentrados en diseñar y planificar el futuro que vendrá tras la guerra, austeros y severos como las paredes que le rodean, de las que se ha picado todo lo que pudiera ofenderLe, que se han enjalbegado a conciencia, hasta que no quedase huella, nada que pudiera recordar otro pasado que no fuera el que nosotros deseamos, el que nosotros vamos a construir.
Te miro.
En medio del escándalo eres capaz de dormir plácidamente, como los niños, mientras yo soy incapaz de pegar ojo.
Acurrucado contra la pared, la espalda en el muro, la espada entre tus rodillas, el rostro apoyado en la empuñadura.
El manto que cubre tus hombros se ha deslizado al suelo. La noche es fría. Con cuidado, para no despertarte, lo vuelvo a colocar sobre ellos y lo cruzo sobre el pecho. Al retirar la mano, sigo el contorno de tu rostro, sin llegar a tocarlo.
Como una madre hubiera hecho con su hijo. Como ella, me siento a tu lado y guardo tu sueño.
Yo no necesito dormir. Nunca más lo necesitaré.
Mis pensamientos me lo impiden.
Cruzan los mensajeros llevando órdenes y noticias, entran y salen soldados investido con misiones, los peticionarios se acumulan ante la puerta, luchan por conseguir el mejor puesto, esperando que el hombre, el general, el rey que esta tierra necesitaba, salga, vuelva la cabeza hacia los ojos que le ansían, escuche sus palabras y satisfaga sus deseos, por muy estrafalarios, por muy desmedidos que sean.
Yo no presto atención a esa agitación. Ya no me importa. Ya no me interesa. Nadie puede concederme lo que yo quiero.
A ti tampoco te concierne. A ti tampoco te interesa. Y sin embargo has prestado juramento a este hombre que es igual a ti. Sigues y obedeces a quien no vale lo que tú vales.
Muchas veces te lo he preguntado. Demasiadas veces.
Mezclados, perdidos entre las columnas de este ejército sagrado. Marchando entre las filas de hombres embotados por el cansancio, abrumados por el equipo, cubiertos de polvo, encharcados en sudor.
El instante antes de recibir la orden de asalto. Acurrucados tras un muro de piedra, los dientes apretados, aferrando los pomos de las espadas con tal fuerza que se dejaba de sentir la mano, los ojos fijos en la hierba que crecía entre dos piedras o las grietas que recorrían su superficie, la última imagen que quizás viéramos.
El momento antes del sueño, cuando agotados por la marcha, destrozados por el combate, caímos en la obscuridad sin imágenes, casi idéntica a la del sepulcro, para luego despertar sin haber descansado, ya extenuados, sin otra alternativa que continuar o morir.
Siempre me has devuelto la misma respuesta, hasta que me hartado de preguntarte.
Tus visiones.
Siempre tus visiones. Contra ellas no es posible oponerse, me dices. Contra ellas no está permitido luchar.
Jerusalén. Ése es nuestro destino. Jerusalén, allí se producirá el milagro.
Hasta entonces, no volverán a manifestarse.
Percibo el temblor en tu voz. Huelo el miedo. Si no volvieran a presentarse... si te abandonaran para siempre... No lo han hecho desde que partimos de Masadá, así te lo anunciaron, así lo han cumplido.
Veo estremecerse tu cuerpo, falto de aquello que más ama. Por eso sigues a este hombre, a este tirano ridículo, a esta mala copia de aquello contra lo que luchamos.
Por eso, vayas donde vayas, te seguiré. Ocurra lo que ocurra, estaré a tu lado.
Los años han pasado. Nada puede detenerlos.
Ya no soy el último, el recién llegado. Ya no soy aquél al que se le encargaban las misiones más peligrosas.
Uno tras otro, todos los miembros de la banda han ido cayendo. No queda ninguno de los que me acogieron.
No se llega a viejo en este oficio. Atravesado por una flecha al encabezar un ataque, ensartado en las espadas de los defensores, despeñado al escalar un muro. Victima del agotamiento al emprender la huida, pisoteado por los cascos de los perseguidores, colgado de la cruz días enteros sin que la muerte llegue. A manos de tus compañeros en una reyerta de borrachos, condenado por su voto unánime, por tu propia espada, presa de la desesperación.
Un jefe, luego otro, luego otro, hasta que todos los rostros se mezclan en una multitud informe, hasta que todas su muertes son una misma muerte. Nunca faltan voluntarios, sin embargo, nadie se niega a probar esa bebida, tan embriagadora como pueda ser regir los destinos de un imperio, aunque se trate de dirigir un puñado de desarrapados, de escudos abollados y armas melladas, al igual que nunca faltan nuevos reclutas, ya se ocupa el mundo de crear nuevos rebeldes, de expulsarlos de su seno y de enviárnoslos.
Ahora me ha tocado a mí. Ahora me ha llegado el turno. Como a los que me sucedieron, me han elegido por mi experiencia, como si eso fuera a protegerme de las lanzas y las espadas, como si eso pudiera vencer el número o saciar el hambre.
No tengo otro remedio. No me queda otro camino. Así que lo recibo con una sonrisa, con desapego, casi con ironía, aunque signifique que mi muerte está próxima, aunque vea ya a mi sucesor prepararse para tomar mi puesto.
No podemos quedarnos cruzados de brazos, hay que salir del laberinto de montañas y desfiladeros, la pared que separa las meseta, las verdes colinas, los campos cultivados y las aldeas, de las extensión requemadas del mar maldito, de sus aguas negras y metálicas. Salir de allí, incluso aunque sea para asaltar, asaltar y asesinar, algún viajero perdido, algún pobre hombre, más pobre incluso que nosotros, o para robar un rebaño de ovejas famélicas, custodiadas por un pastor no menos demacrado. Nuevas hazañas estas con que aumentar nuestra gloria.
Hacer algo, lo que sea, antes que consumirse en medio de estas soledades. Aunque nuestras proezas sólo sirvan para provocar una acción desmedida, para que los poderosos de esta tierra contraten cuadrillas y formen batidas con las que registrar montes y barrancos, aunque, para eliminar tan poderoso enemigo, se vean obligado a llamar a los romanos, venidos del otro extremo del mar, y estos corten los pasos, cierren las salidas, para empujarnos, como los batidores a la caza, hasta el único camino libre, donde nos esperen, formando un muro impenetrable con sus escudos, tranquilos y despreocupados, conocedores del resultado.
Aunque nos esperen largos días de agonía, pendidos de una cruz.
Actuamos entonces. Ascendemos a las llanuras. Nos deslizamos entre las aldeas. No me dejo seducir por objetivos fáciles. Si ésta vez van a perseguirnos para darnos caza, va a ser por algo grande. Así, una mañana, apenas salido el sol, caemos, profiriendo alaridos, sobre las mujeres que se congregan alrededor de un pozo y nos las llevamos con nosotros.
Nadie nos persigue, sin embargo.
Pasan los días y nadie viene en nuestra busca. Nadie nos acosa. Nadie nos ataca. Asciendo hasta los límites de la zona cultivada, allá donde comienzan los barrancos, donde apenas se distinguen de los surcos trazados por el arado.
Nada. Excepto el trigo verde ondulado por el viento. Las cimas peladas de las colinas. El chillido agudo de las aves que se persiguen en el cielo. Las nubes que surcan el cielo.
Nada. Excepto espesas columnas de humo que se alzan aquí y allá, en lo lugares que se supone ocupados por aldeas.
Nuestras prisioneras confirman mis sospechas. El país está levantado en armas. No es algo que me sorprenda, aunque mi sonrisa, irónica y amarga, si las confunde y turba. Recuerdo como llegué hasta aquí. Recuerdo la infinidad de veces que he visto, desde este mi refugio, surgir profetas del desierto, inspirados todos por el espíritu divino, congregar al rebaño, predicar el reino, entonces, en ese preciso instante, marchar hacia la ciudad santa, confiando en que las puertas se abrirían a su paso, en que las murallas se derrumbarían a su llegada.
Para terminar siempre igual. Montones de cadáveres en los barrancos. Multitudes de cruces en las colinas. Sin que nunca se escarmentara. Sin que nunca se aprendiese. Aguardando al próximo profeta que levantase a los desheredados, que removiese a los miserables, sólo para que los ricos y los poderosos sintiesen pánico, sólo para que llamasen a los romanos y a su poder, para mantener su supremacía, sólo para que la presa de los romanos se hiciera más fuerte sobre nuestras tierras, sobre nuestras gentes.
Hoy es distinto. Mi sonrisa se hiela a medida que escucho la narración de estas mujeres. Mi ironía deja paso a la sorpresa, al asombro. Me pongo en pie y me encaro con ellas, las amenazo con la muerte si siguen contando mentiras, desenvaino la espada y la blando ante su rostros.
Provoco su miedo, las veo recular, arrastrarse hasta las paredes de cueva donde están prisioneras, acurrucarse allí, temblando, tratando de protegerse con los brazos, pensando que así podrían detener la hoja de la espada, los golpes de las mazas, la muerte que nuestra ira les depara.
No mienten. No mienten. No mienten.
Su pánico me lo demuestra. Es la verdad lo que cuentan.
Permanezco allí de pie largo rato, sin saber que hacer, la expresión vacía, la espada desnuda en la mano.
Entonces rompo a reír. Hasta que mi respiración se corta. Hasta que mis rodillas me fallan y me desplomo al suelo. El rostro oculto entre las manos, las lágrimas descendiendo por las mejillas.
Intento recuperar la compostura, trato de calmarme, pero el corro de rostros aterrorizados que me rodea me vuelve a lanzar en la risa, una y otra vez, hasta que mis costados mi pecho, duele, hasta que mis hombres tienen que sacarme de allí, llevarme a lo alto del monte donde está nuestro refugio, dejarme sólo hasta que me tranquilice allí a solas, acompañado sólo por el cielo y el viento.
Al fin puedo incorporarme. Me pongo en pie. Doy la espalda al mar maldito y vuelvo mi mirada hacia la meseta, hacia los campos cultivados, hacia las colinas que se extienden hasta el horizonte, hacia la ciudad santa, invisible en la lejanía.
Esperaba que cometieran ese error. Soñaba con ello.
El día en que ellos se destruyeran a sí mismos, los poderosos, los que han heredado la tierra, los que contemplan a los demás, desde lo alto de su posición y sus riquezas, como si fueran parásitos, los que se consideran como el auténtico pueblo, los únicos importantes, los únicos imprescindibles, los únicos que merecen vivir, mientras que el resto somos prescindibles, peones, fichas, fragmentos de cerámica que se arrojan al basurero.
Hoy, por fin, habéis descubierto que no podéis aguantar más, que los romanos nunca se quedan satisfecho, que piden un poquito de aquí, un poquito de allí, hasta que dejéis de ser aquello de que os enorgullecéis, hasta que os transforméis en burdas copias de vuestros conquistadores.
Así que habéis decidido rebelaros. Morder la mano de vuestro amo, la que os sostiene y os sustenta. Habéis elegido la guerra y lanzando en ella al país entero. Aquellos que antes alababais, los romanos, ahora son vuestros enemigos mortales, aquellos que antes despreciabais, vuestro propio pueblo, ahora son vuestros hermanos, vuestros camaradas en esta lucha sagrada por lo que constituye la esencia de nuestra tierra, por lo que nos hizo grande, por lo que nos volverá a hacer grande.
Río al descubrir vuestra necedad. No sabéis las fuerzas que acabáis de desatar. Pensáis que continuaréis al mando, que, acabada la lucha, aquellos que blanden la espada os la entregarán de nuevo y aceptarán, sumisos, su papel de siervo, sólo porque vosotros proclamáis ser sus amos naturales, sólo porque los habéis repetido tantas que veces que habéis terminado por creéroslo.
Disfrutad de estos días, porque pronto seréis barridos de la faz de la tierra, bien sea por nosotros, bien sea por nuestros enemigos.
Así que río, porque hoy, al fin, ha llegado el momento de mi venganza
Reposas en el lecho. La mirada perdida en el techo. Sin atender a mis palabras.
- ¿Es que te has vuelto? ¡Respóndeme! ¿Es que te has vuelto loco?
Permaneces inmóvil. Ausente.
- Ese hombre no es bueno. ¡Sabes que no lo es! Con sus esclavos, con sus concubinas, con sus guardia personal, con su nube de aduladores, representa todo contra lo que hemos luchado, todo lo que odiamos. No me hables de tus visiones. Tienes que haberte equivocado. Debes haberte equivocado. ¡No pueden ordenarte que sigamos a ese hombre!... a ése....- me callo sin atreverme a pronunciar la palabra prohinida.
Permaneces inmóvil. Ausente.
- Él sólo quiere el poder. El poder absoluto.
Permaneces inmóvil ausente.
- No quiere nada de los que nosotros queremos. Le da igual el pueblo, le da igual Su palabra, le da igual Su ley. Cuando haya triunfado se deshará de nosotros. Nos exterminará, con mayor rigor incluso que los romanos, puesto que nos conoce, puesto que sabe el peligro que representamos, sólo con nuestra presencia, simplemente por recordar que todo podía ser de otra manera, que todo podía ser distinto.
Permaneces inmóvil, ausente.
- Porque su reino en nada se distinguirá de el de los romanos. ¡En nada! Habremos substituido unos tiranos por otros. Simplemente. Habremos exterminados a ricos y poderosos, a sacerdotes y fariseos para poner a otros nuevos, peores que los anteriores pues le habremos dado el poder y la libertad que los otros no tenían. ¿Esos son a los que quieres ayudar? ¿Por esos vas a arriesgar la vida?
- Sí – respondes, pero no he visto que tus labios se hayan movido. Podría jurar que las he soñado y nadie se atrevería a contradecirme.
- Pues no esperes que te sigue. No cuentes ....
Te encuentro de pie, frente a mí. Me agarras por los hombros clavas tus dedos en mi carne, dejándome sin fuerzas para revolverme.
- Tu vendrás.
- Estás loco. Estás loco y crees que todos los demás también están. – finalmente encuentro fuerzas para zafarme de un manotazo. – Jamás, me oyes, jamás me seguirás.
- Tú eres el necio, tú eres el loco. ¿Qué son tus romanos, qué son tus ricos, qué son tus sacerdotes, qué es Simón al que tanto temes? Nadie frente a Él. Nada antes su poder. Levantará Su mano y los reducirá a polvo. Volverá su rostro y su mirada los convertirá en cenizas. Así me lo han dicho. Así me lo han profetizado. Y todo eso ocurrirá en Jerusalén, en Su ciudad, en la tierra santa entre las santas, ante los ojos de todos Sus enemigos, entre el pánico de todos los que le han ofendido. Y entonces se acabará su tiempo y entonces empezará el Suyo y nada de lo presente tendrá ya ninguna importancia.
.... Vuelve a tu lecho. Recuperas tu inmovilidad. De nuevo oigo tus palabras. De nuevo no mueves los labios.
- Y yo estaré allí para verlo. Y tú estarás allí conmigo. Y sólo lo conseguiremos siguiendo a este hombre, saliendo de esta cárcel en la que hemos sido encerrado.
Huyo de la habitación, aterrado.
Afuera ya es de noche. En la acrópolis de la fortaleza, en la zona vedada a todos menos a nosotros dos, el viento sopla sin impedimentos, helado, poderoso, capaz de arrebatarme en cualquier instante.
Siento miedo.
Abajo esperan los hombres. Aguardan el resultado de nuestra conversación y yo no me siento capaz de hacerles frente.
Desciendo de la Acrópolis, por el camino estrecho y peligroso por el que tantos fueron despeñados por orden del rey maldito. Desearía que a mí me ocurriera lo mismo, que el viento me arrojase al fondo del barranco, caer de un solo salto, sin chocar con las rocas hasta que estrellarme en la fina arena del lecho del arroyo, reunirme al fin con los muertos, de cuya compañía tantas veces he sido salvado, sin merecerlo.
Tampoco ahora lo permite Él.
Recorro el adarve de la muralla, colgado al borde del precipicio. Cantos y gritos me distraen de mis meditaciones. Abajo, a mitad de ladera, brillan luces en la torre que defiende el camino de subida. Ése el reino de Simón. Ésa es su capital. Allí se divierte con sus concubinas, allí llena su vientre de carne y licores, allí planea como será su futuro reino, decide sus fronteras, hasta abarcar Egipto y Siria, reparte ciudades y provincias entre sus fieles, otorga recompensas, concede privilegios.
Cuando llegó, no era nada. Unos carromatos desvencijados, cargados de los objetos más dispares, salvados con prisa, amontonados allí. Unas cuantas mujeres vestidas de harapos, unos pocos soldados apenas sin armas. Alguien que ha tocado fondo, alguien que nunca más volverá a levantarse y, aún así, en su derrota, marchaba completamente erguido, la barbilla bien alta, sin mirar a un lado o a otro, excepto para dar alguna orden seca, como si supiera perfectamente cual es su destino, como si aquella fuera la ruta que a él le conducía.
No le admitimos entre nosotros. Cerramos las puertas de la fortaleza y le impedimos el paso. Tomé esa decisión solo, pero sabía que todos me apoyaban. Contra gusanos como ése era nuestra lucha, los que sólo pensaban en su placer, en su gozo y por él estaban dispuestos a sacrificar a quien fuera. Bestias como aquélla eran las que habían ensuciado el país, traído el yugo que nos oprimía, impedido por todos los medios la rebelión que debía haber estallado hacía años.
Le permitimos ocupar la torre a mitad de la ladera, la que cerraba el camino de subida. Si queríamos expulsarle sería fácil hacerlo. Si nos atacaban el sufriría el primer embate, dándonos el tiempo necesario para prepararnos. Además, no tardaría en perder sus últimos partidarios. Pronto suplicaría porque nuestro puñales pusieran fin a sus miserias.
Sonreíste de manera extraña cuando te confié esto. Te apartaste de mí sin pronunciar una palabra, dejándome confuso. No te comprendí entonces. Sólo lo he entendido ahora, en medio de la noche, azotado por el viento.
Pasaron los días y Simón continuaba encerrado en la torre. Pasaron los días y sus fieles no le abandonaron. Muy al contrario, tienda tras tienda se alzó en la llanura hasta convertirse en un campamento, hasta poder llamarse ejército, hasta que nos sentimos sitiados en nuestra fortaleza, temerosos de abandonarla, sin poder hacer otra cosa que observar, comprobar como aquella fuerza crecía y se organizaba.
Día tras día, llegaban nuevos reclutas, sin que pudiéramos explicarnos de donde salían o que llamada era la que les atraía hasta Masadá. Día tras día, Simón, a lomos de un caballo blanco, inspeccionaba sus tropas, cabalgaba antes sus filas seguido por un cortejo creciente de oficiales, cuyos distintivos eran cada vez más grandes y llamativos. Sin mirar a los hombres que le aclamaban, saludaba con la mano, deteniéndose de vez en cuando a charlar con un soldado, a arengar a los nuevas reclutas, Libertad para nuestro pueblo, abolición de los privilegios, igualdad absoluto entra todos y, sobre todo, establecimiento de la verdadera religión, eran su palabras. Los mismos conceptos en los que nosotros creíamos, las mismas ideas por las que estábamos dispuestos a morir, pero que, en su boca, sonaban falsas y vacías.
Noche tras noche, las hogueras ardían hasta tarde en el campamento y, a su luz, veíamos cruzar siluetas que se agitaban salvajemente. El viento nos traía fragmentos de voces, canciones de borrachos, juramentos, entrechocar de espadas. Todo eclipsado por lo que ocurría en la torre, cuajada de antorchas, una en cada aspillera, una en cada almena, iluminada por completo, visible desde más del horizonte, faro e imán para enemigos y enemigos. Desde dentro llegaba el estruendo de la música, los cantos que llamaban al placer y al gozo, las palabras descompuestas de la embriaguez, el aroma agrio y repulsivo de los guisos exóticos, el calor y el olor de gentes que se entregaban al vicio.
Desde la fortaleza, completamente a obscuras, observábamos el espectáculo, oscilando entre el asco y la fascinación. No fue la primera vez que, recorriendo el adarve, tuve que despertar a un guardia de su estupor, yo mismo me sentía incapaz de apartar los ojos, de no mirar, pero alguien tenía que mantenerse firme, alguien tenía que señalar el nivel, en medio de toda aquella disipación, para que no se olvidase por qué luchábamos, contra qué combatíamos.
La noche entera continuarían así, hasta que cayesen agotados, y sólo el día traería el silencio. Desde la fortaleza veíamos humear las teas ya consumidas y, entre las tiendas, las pocas que no habían sido derribadas en el furor de la noche, se descubrían las manchas negras de las hogueras. Nadie se movía entre las tiendas, y aquí allá, veíamos cuerpos tendidos, en posiciones absurdas, según la embriaguez les había ido derribando. Si un enemigo se hubiera presentado entonces, podría haber matado cuanto quisiera, sin encontrar oposición alguna. Ni siquiera nosotros le habríamos hecho frente, casi agradecidos porque nos librase, porque liberase al pueblo de aquella mala semilla.
Por eso, prorrumpimos en exclamaciones de alegría al saber que Simón había decidido partir.
Por eso me estremecí al oír tus palabras. Apenas podía creer que pretendieses marchar con él. Te reíste de mi confusión. Sonreíste de manera extraña. Te apartaste de mí sin pronunciar una palabra, dejándome confuso.
Supe que no podría convencerte. Supe que al final marcharía contigo. Supe que tendría que hacerlo sin que me dieses razones, sin que me explicases nada.
Y ahora tenía que descender a hablar a los nuestros. A comunicarles tu decisión. A señalarles que yo te apoyaba. A pedirles que nos acompañasen. Sabía como iban a responder. Igual que yo lo habría hecho. Con rabia e indignación. Amenazándome con sus puños. Llegando incluso a desenvainar sus espadas. Sabía que si fuera otro el que así les hablase, acabarían con él allí mismo. Sabía que me perdonarían la vida, a condición de que abandonase en ese mismo instante la fortaleza. Sabía que ninguno volvería a dirigirme la palabra, que se apartarían de mi camino para no ser contaminados de mi presencia y que si nos volvíamos a encontrar, allá fuera, no tendría compasión conmigo.
Sabía que ninguno que ninguno entendería mi mirada de amargura, que ninguno sabría explicarse mi rostro contraído.
Frente a nosotros se alza la fortaleza de Masadá.
Sin transición, la llanura se quiebra en las ásperas laderas de un monte, el primero de los que aíslan el mar maldito del resto del mundo. Sin transición tampoco, las paredes verticales se terminan, como si alguien hubiera aserrado parte de la montaña y tirado de la cima hasta quebrarla..
La cima no está vacía, sin embargo, torres y murallas se alzan el lo alto, continuando las laderas, apoyándose en las rocas que se asoman al abismo, continuando la pendiente. Dentro de la fortaleza, dominando la meseta que es la cima, otra montaña y en su cima una segunda fortaleza.
Nadie ha podido tomar nunca esta fortaleza. Mucho menos nosotros un puñado de bandidos desharrapados, de escudos y corazas abolladas, de espadas melladas.
Observo la fortaleza, recorro sus defensas con la vista, una vez, otra vez y otra y otra.
Imposible. Imposible. Imposible.
Las paredes de la montaña no se pueden escalar. Caen a pico sobre la llanura, sobre los lechos secos de los arroyos, cubiertos de fina arena, sembrados con rocas arrancadas de los cañones. Aunque se pudiera ascender hasta la cima. Luego quedaría trepar por las murallas, pero el rey maldito también pensó en ello. Las piedras han sido pulidas, hasta hacer desaparecer las junturas, hasta que no queda asidero o hueco que permita la ascensión.
Hay otro peligro.
Los cursos de los torrentes confluyen en el punto en el que nos encontramos, el único lugar desde el que se puede llegar a la fortaleza, si se viene desde la colinas, desde los pueblos y los campos cultivados. Una simple tormenta y los cañones se colmarán de agua, agua que vendrá a este punto, incontenible, barriendo cualquier cosa que encuentre a su paso, aniquilando a cualquier necio que haya acampado en este lugar.
Quienquiera asaltar esta fortaleza debe hacerlo pronto, pero para ello debe llegar al pie de las murallas. Desde la llanura sólo hay un camino, angosto y retorcido, que serpentea por ladera de la montaña, zigzagueando de izquierda a derecha, a derecha, siempre a la vista de los defensores, siempre a tiro de sus armas.
Aquél que construyó esta fortaleza, el rey maldito, no quiso dar oportunidad alguna a los atacantes, a mitad del camino, cerrándolo por completo, se alza una alta torre. No es posible rodearla. Su base está muy por debajo del sendero, sus paredes son más verticales que las de la montaña, su cima se une a la roca. Hay que asaltarla directamente, desafiar los proyectiles que desde allí se lancen, forzar sus pesadas puertas, para encontrar, una vez tomada, que no ofrece ningún refugio a los atacantes, que el resto de la fortaleza continúa allí, muy por encima de tu cabeza, tan orgullosa y desafiante como antes.
Hay otro camino para alcanzar la fortaleza, pero para alcanzarlo hay que descender al mar maldito. Desde allí, serpenteando entre las montañas, cruzando de una a otra en el lugar donde sus laderas se unen, rodeando sus laderas, llega a uno de los vértices de la fortaleza, allí donde ésta se separa de las demás cimas. El atacante sólo tendría que forzar una puerta como la de cualquier otra fortaleza, una muralla como la de cualquier castillo.
Antes tendría que llegar a ese punto, sin embargo. En cruzar el sendero se tarda un día y es imposible seguirlo de noche. La ruta es angosta, transcurre colgada de los abismos y cualquier que lo intente en la obscuridad se despeñará inevitablemente. Hay que hacerlo de día, por tanto, a la vista de los defensores, que pueden observar el sendero desde su inicio hasta su final, y prepararse con toda tranquilidad para la llegada de unos hombres exhaustos, unos hombres que llegarán sin equipo de asedio, apenas con lo que puedan transportar sobre sus hombros, porque el sendero es tan estrecho que no admite el paso de caballerías, que sólo permite que se cruce de uno en uno, el hombro rozando la pared de la montaña, el pie casi en el abismo.
Ésa es la fortaleza que vamos a tomar.
Nosotros, los bandidos perseguidos por toda la región. Los que aún seguimos con vida porque perseguirnos en el laberinto de montañas es demasiado costoso, completamente inútil si se considera el mínimo daño que somos capaces de infligir.
Ésa es la fortaleza que vamos a tomar, con nuestro exiguo número, con nuestras corazas y escudos abollados, con nuestras espadas melladas.
Porque ellos mismos, sus defensores, van a abrirnos las puertas, ellos mismos van a acogernos en su interior.
Los mismos que hace unos cuantos días habrían caído sobre nosotros, exterminado en el campo de batalla a cuantos pudieran, ejecutado sin juicio a quienes hubieran caído prisioneros.
Pero los tiempos han cambiado. Ahora todos somos hermanos.
Los que durante años habían humillado la testuz ante los romanos, ahora han elegido la rebelión. Los que durante años habían considerado al pueblo como algo prescindible, como una inmundicia ante la que se arrugaba la nariz, lleno de asco, si se la encontraba por la calle, ahora reclaman su ayuda, ahora hablan de unidad, ahora presumen de hermandad, ahora proclaman el reino, cuando necesitan hombres para sus ejércitos, cuando necesitan necios que mueran por ellos, para ellos, para conservar sus privilegios, para afianzar sus poder.
Nosotros aceptamos sus halagos y sonreímos y ellos no entienden la razón de nuestra sonrisa, la confunden y la interpretan de acuerdo con sus propios deseos.
Por eso, ahora, hoy, cuando nos mostrado en la explanada frente a la fortaleza de Masadá, las puertas del castillo se han abierto y por el camino que ningún atacante podrá ascender, desciende un enorme cortejo, precedido por músicos, encabezado por portaestandartes, nutrido con importantes personajes que marchan a caballo, escoltado por soldados de armas y corazas relucientes, cerrado por esclavos que portan regalos y ofrendas, el tributo de un rey que va a ser ofrecido a nosotros, la hez de la tierra.
No queremos defraudarles. No queremos avergonzarles. Reprimimos nuestra risa y formamos también nosotros, yo y unos cuantos más en cabeza, el resto tras nuestro grupo, en filas torcidas, con los cascos ladeados, los escudos colgados, apoyados los unos en los otros, señalando con curiosidad a alguno de los que se aproximan, burlándonos abiertamente de los que nos parecen ridículos, ahogando alguna risotada.
No nos prestan atención. Llegan a nuestra altura y los músicos se desvían a la izquierda, los portaestandartes a la derecha dejando el centro para el grupo de oficiales que marcha a caballo, para el comandante de la plaza que les dirige.
Por un momento, nos observamos en silencio. En otra ocasión, ya tendría la mano cerca del pomo de la espada, la yema de mis dedos acariciaría su superficie, presto a aferrarla y desenvainarla sin previo aviso, sabedor de que mis hombres harían los mismo en el mismo instante, sin que necesitase prevenirles, sin que fueran necesarias órdenes. Ahora sin embargo, mantengo mis manos bien a la vista, agarrando las correas de mi armadura. Sé que no piensan en atacarme. El hombre que está frente a mí tiene órdenes bien precisas de no hacerlo. Simplemente intenta averiguar cual de esos mendigos es el jefe de la banda.
Al fin se decide. Desmonta y con paso decidido, mostrando una sonrisa abierta, abriendo los brazos, marcha hacia mí. Antes de que pueda impedirlo, me abraza efusivamente, como se hace con un hermano, para demostrar que ya no hay más diferencias, que ya no existen distancias, que frente al enemigo común, aquel que busca acabar con nuestro pueblo, aquel busca terminar nuestro modo de vida, aquel que busca destruir la verdadera religión, ya no pueden existir enemistades, que todos debemos marchar unidos, codo con codo, hacia adelante, formando una sola línea, irrompible, impenetrable, frente a la cual se deshagan todos sus ataques.
A mi no puede engañarme. Noto el temblor de su cuerpo mientras me abraza, percibo la repulsión que le invade, el asco de aquel cuya piel es suave al sentir una piel áspera y arrugada bajo sus dedos, el temor de aquel que se lava y se asea todos los días, de aquel que viste ropas limpias, reemplazadas en cuanto tienen el menor defecto, a sentir la suciedad, la roña, que cubre otro cuerpo, que pega la ropa a los miembros, que los hace uno, las náuseas al sentir el olor penetrante, asfixiante, de otro hombre, cuando se está acostumbrado a los perfumes y a los aceites.
El horror de aquel cuya vida es regalada, y puede permitirse cumplir las normas, frente a aquel que tiene ganársela día a día, y no admite otra ley que no sea la de su propia supervivencia.
Es valeroso, sin embargo. Eso tengo que admitirlo.
Ha recibido estas órdenes y por mucho que le repugnen va a cumplirlas. Le han encargado que se alíe con aquellos que ayer debía ejecutar sumariamente. Su fidelidad ha sido puesta a prueba y el no va a defraudar a quienes la han otorgad su confianza.
Así que me toma por la cintura y me muestra a sus hombres. Esta es la fuerza del pueblo, proclama, éstos son los injustamente acusados, los cruelmente perseguidos, continúa, pero que ahora van a volver al seno de la nación. Es el tiempo de la reconciliación, el tiempo de olvidar, el tiempo de reparar. Con ellos, nadie podrá derrotarnos. Sin ellos, estaremos perdidos.
Cruza conmigo entre las filas de soldados, se dirige hacia el camino que lleva a la fortaleza, me conduce hacia él, asciende conmigo. Para dar ejemplo, me confía, al igual que un buen jefe, como él y yo, debe hacer al entrar en combate, y en una vuelta del camino, me muestra como sus hombres, sus oficiales lo primeros, han elegido cada uno un hombre de nuestra banda y marchan con él hacia la fortaleza, hermanados, restaurada la unidad, la armonía, que nunca debió haberse perdido.
Habla y habla y habla, y habla y habla y habla, y yo no le interrumpo. Dejo que me conduzca y no me resisto.
Me limito a sonreír, sin que él pueda interpretarme.
Arriba será nuestro momento.
Así salimos de Masadá, tú y yo, solos.
Así nos recibió aquel hombre, Simón, que ya comenzaba a ser saludado como rey por sus secuaces. Así le saludaste tú e inclinaste la cabeza y así tuve que imitarte yo también, lleno de asco, mareado. Así marchamos tras de él, revistando las tropas, el mejor ejército del mundo, en sus palabras, una masa informe de desarrapados, de desesperados, armados con piedras y chuchillos, sin corazas o cascos, descalzos e su mayoría. Así hizo nuestro elogio frente a todos, así nos aduló y tentó. Los primeros entre todos, los que habían iniciado la lucha, los que nunca habían retrocedido, aquellos cuya experiencia vencería cualquier obstáculo, aquellos que merecían que todos, incluso él, se inclinasen a su paso. Así nos colmó de honores, nos otorgo tierras que pronto habríamos de conquistar, así nombró los mayores cargos que en su corte pudiera exitir.
Así abandonamos nuestra cárcel y volvimos al mundo. Al país que habíamos abandonado hacía tanto tiempo ya, al país que se había alzado contra el invasor y había llegado a derrotarles, al país que había roto el yugo de sus gobernantes, descubierto sus mentiras, arrancado la mala hierba que crecía en sus seno. Al país que había preferido a Él y a Su reino y que había construido un nuevo estado más caro a Sus designios, más próximo a Sus leyes.
Al país que ya no existía.
Caminamos entre las antaño verdes colinas. Alguien las había incendiado, justo en el momento en que el trigo estaba en sazón. Entre las superficie requemada, aún eran visibles las líneas amarillas de los caminos, que ya no llevaban a ninguna parte. Granjas, aldeas, pueblos, también habían sido incendiados y, tras consumirse, sus escombros habían sido arrasados, sus superficie allanada por completo, hasta que sólo el vacío descubría que allá antaño habían habitado los hombres.
Los romanos habían sido derrotados, es cierto, sus muertos colmaban el foso frente a las murallas de Jerusalén, su cadáveres alfombraban la carretera hasta Cesarea, pero habían vuelto, en mayor número, con mayor cautela, sin avanzar un solo paso hasta haber afianzado bien el anterior, aplicando el rigor y la intensidad de la que sólo ellos son capaces. Tras sus paso no queda otra cosa que el vacío y la desolación. Ante su llegada huyen las gentes, como la caza frente a los batidores, convergiendo en el único lugar aún intocado, en la ciudad santa y eterna, la bendecida y maldita Jerusalén.
Pero se han marchado. Nuestro ejército avanza entre los campos arrasados, entre los pueblos carbonizados, sin encontrarlos. Los romanos no han venido este año. Los romanos no han vuelto este año. Eso nos dicen los pocos atrevidos que han tenido el coraje de volver a su hogar, los pocos aún con vida con que nos encontramos. Nadie sabe porqué, nadie conoce la razón, pero no importa. Su sola ausencia es ya una victoria, aunque no hayamos hecho nada por conseguirla. Él lo ha procurado todo. Su reino se aproxima. Estos son sus primeros signos. No tenemos más que extender la mano y coger los frutos ya maduros.
No faltan enemigos, sin embargo. Los romanos pueden haber desparecido,.pero la tierra es recorrida por partidas de hombres armados, hienas y chacales surgidos del corazón del pueblo, enemigos jurados los unos de los otros, que libran escaramuzas que se convierten en grandes batallas, que a su vez se convierten en victorias definitivas. Nosotros no somos distintos. Sólo nos distingue nuestro número. Si nos descubren a tiempo huyen sin dudarlo. Si les sorprendemos apenas pueden presentar resistencia antes de ser aniquilados. No acabamos con todos, sin embargo, a los supervivientes se les ofrece la oportunidad de unirse a nuestro número.
No suelen dudar. Se trata de luchar por la libertad. Por la igualdad. Por la verdadera religión.
Se trata de poder vivir un día más.
Al fin y al cabo quien vence es seguro que Le tiene de su lado. No cabe mejor prueba. Éxito llama a éxito.
El pueblo de los Idumeos moviliza a su ejército. Hemos estado saqueando sus tierras, alimentándonos de ellas, reclutando nuestros soldados de entre sus gentes, exterminando a aquellos que se nos oponían, arrasando los lugares que nos ofrecían resistencia. Son de nuestra misma religión, pero no importa, si nos combaten y resisten, si niegan la justicia de nuestra causa, el poder y los honores con los que Simón se ha investido, su ceguera y cabezonería no merecen otro castigo.
No nos tienen miedo sin embargo. Tienen su ciudad, Hebrón, fortificada a conciencia. Conocen el desprecio, saben como combatirlo. Convertidos a la nueva religión apenas hace unos siglos, los viejos creyentes, aquellos que pueden remontar su estirpe al primer templo, les miran con condescendencia, pero ellos no han dado su brazo a torcer, derecho que le han querido negar, derecho que han conquistado por la fuerza. Bien los saben los ricos y poderosos, lo que se reían de su rusticidad cuando llegaban a Jerusalén para visitar el templo. En este guerra, como plaga de langosta o tormenta de granizo, han atacado la ciudad santa, forzado sus puertas, cobrado venganza en aquellos que se burlaban.
No tienen miedo, son poderosos y su ejército lo es también. Esperan hacer con Simón lo mismo que con aquellos orgullosos fariseos, con aquellos sacerdotes pagados de sí mismo. No dudan que quebrarán nuestras filas y esparcirán al viento nuestras formaciones. Por primera vez, nuestro ejército vacila. Por primera vez, las ordenes son desobedecidas, por primera vez, los hombres no claman por marcar al combate.
Simón permanece tranquilo, sin embargo, y tú le observas como el espectador que adivina la mejor jugada y espera que el jugador la utilice, que su inteligencia se revele a la altura de la partida. A pesar de sus hazañas, los idumeos tuvieron que marcharse de Jerusalén con las manos vacías. Les usaron y se aprovecharon de ellos. Quieren volver allí, a la ciudad santa, y no combatir por estepas y desiertos.
Ante los ojos aterrorizados de nuestro ejército, el ala izquierda de los idumeos se lanza al ataque, mientras nuestra ala derecha, instintivamente, retrocede un paso, dos, tres, está a punto de dar media vuelta y emprender la huida. Nada de esto ocurre. Los idumeos no han desenvainado sus espadas, no blanden sus lanzas, no se protegen con los escudos. Un jinete cabalga ante ellos, corre hasta nuestras filas, las recorre una y otra vez. Todos somos hermanos, grita, todos somos el mismo pueblo, esta lucha no tiene sentido, el enemigo es otro.
Ambos ejércitos se abrazan. Las gritos de alegría se extienden por toda la formación. Juntos, enarbolando los cascos en la punta de las lanzas, intercambiando armas y escudos, marchan hacia el resto del ejército idumeo, seguidos por nuestro centro y nuestra izquierda. Nada se les opone, el resto del ejército idumeo se disuelve, se une al regocijo general, rinde las armas y se entrega, mientras unos pocos, los que consideran la fidelidad como una virtud, los que temen algún arreglo de cuentas, los jefes que saben que no habrá perdón para ellos, huyen en todas direcciones, sin ser perseguidos, por ahora.
Saben, sabemos, que no tiene refugio. Esa misma tarde, Hebrón nos abre sus puertas. Simón se apodera del palacio del gobernador, establece allí su corte, asienta allí su trono, proclama a Hebrón como la primera ciudad liberada. Jerusalén será la próxima, anuncia, no tardará, no tardará, profetiza y los gritos de júbilo ahogan sus palabras. La fiesta se extiende durante toda la noche, hasta que las calles están alfombradas con borrachos. Nadie vigila las murallas, nadie se ha preocupado en cerrar las puertas, cualquier enemigo acabaría con nosotros de un papirotazo, pero los romanos no han venido este año y los zelotas están encerrados en Jerusalén, demasiado ocupados en combatirse a sí mismos, en eliminar los restos del antiguo orden, en purgar una y otra vez sus filas, para que no quede mancha alguna que pueda ofenderLe.
Vago por las calles, caminando con cuidado entre los cuerpos, procurando no pisar a los caídos. Hemos liberado la ciudad, ha anunciado Simón, pero los romanos no se hubieran portado mejor. Las puertas reventadas, el silencio que domina en el interior, asó lo muestran. Es mucho peor dentro del palacio del gobernador. Allí, al abrigo de las paredes, los más cercanos, los más fieles se han entregado a los placeres que Él ha prohibido. Marañas de cuerpos enredados, en la posición en que el placer les ha derribado, cubren los suelos.
El asco, la rabia, me domina, exacerbado por el aroma sofocante del vino derramado, por el hedor agrio de los vómitos. Más cuando me encuentro con tu mirada. Cuando te veo sentado en una esquina, levemente iluminado por la luz mortecina de las teas que se consumen, sentado tranquilamente, espectador complacido, sonriendo en medio de los horrores, cuando has visto como Le insultan.
Marcho hacia ti, con deseos de abofetearte. Me has hecho seguir a este monstruo. Nos has forzado a ensuciarnos. Nos has obligado a inclinarnos frente a ese espantajo. Para no conseguir nada, para perderlo todo. Íbamos a ser sus consejeros, aquellos que entrenasen su ejército, los que le instruyesen en las artes del combate, los que les condujesen por el camino de la vieja y buena religión, pero no contábamos con sus cortesanos. Pronto vimos cerrado el acceso a Simón. Pronto comenzaron a tratarnos con desdén, a darnos la espalda, a discutir nuestras órdenes a rechazar nuestras propuestas, pronto nos dejaron claro cual era nuestro lugar, con qué debíamos conformarnos.
Y tu aceptaste todo, toleraste todo e hiciste que yo también lo aceptase, lo tolerase. Hasta hoy. Hasta este preciso momento. Ya es suficiente. No voy a tolerarlo más y si no quieres venir conmigo, tendré que abandonarte.
Jerusalén, dices antes que pueda hablarte. Eso es lo único que importa. Llegar allí, concluyes, mientras tu mirada me atraviesa, me fuerza a bajar la mía, avergonzado, me obliga a dar media vuelta y marcharme.
Abrumados por el botín, sin volver la vista a las columnas de humo que se elevan a nuestras espaldas, abandonamos Hebrón, que ya no existe. Nada debe quedar para los enemigos, sean romanos o zelotas. El pueblo Idumeo marcha mezclado con nosotros, hacia Jerusalén, dispuesto a recuperar la ciudad santa y establecerse en ella, porque el reino está próximo, así lo profetizan innumerables profetas, y quien ese día no esté tras la murallas de la ciudad santa será condenado, mientras el que se encuentre dentro será reconocido por el Señor y salvado.
Muy distintas son las obras del Señor y las obras de los hombres. Cruzamos las colinas en un solo día, hasta que al atardecer vemos relucir en el horizonte el pináculo dorado del templo. El ejército entero cae de rodillas y ora a quien está en lo alto, lleno de gozo, ensalzando Tu nombre, alabando tu gloría, agradeciendo tu ayuda, todos seguros de que mañana dormiríamos en la ciudad santas. Todos engañados, incluso tú, el que hablas con los ángeles.
No nos ponemos en marcha enseguida al día siguiente. Las primeras horas de la mañana, sentado sobre una elevación, rodeado de sus cortesanos y generales, como corresponde a un rey, Simón observa el perfil de la ciudad santa, que parece surgir de la nada sobre las cimas de la colinas. A un lado el palacio del rey maldito, señalado por las tres torres que ofenden al cielo, tan juntas que parecen una sola, el tocón de un árbol derribado. Al otro los pináculos del templo, blancos como la nieve de las montañas, relucientes como el sol del mediodía, teñidos de rojo por el sol de la mañana, colmados de azules en el lado que aún está en sombra.
En contra de nuestros deseos, no la orden de avanzar hacia la ciudad. Damos media y tomamos la ruta del mar maldito. La sorpresa primero, luego el desánimo, se extienden entre los hombres. Pero el rey ha decidido otra cosa, el sabrá el porqué, y todos callan hasta saberlo, no por mucho tiempo, pero callan por ahora.
Pronto se conoce la razón, en medio de la estepa que se convierte en desierto, justo a la mitad de camino entre Jerusalén y el mar maldito, se alza un denso bosque, ceñido por altas murallas, del cual nos llega el aroma de las flores y el rumor de las ramas mecidas por el viento, en el cual se centellean estanque y arroyuelos, un milagro en medio de la nada. Dominándolo todo una inmensa colina, circular, de laderas alisadas como si un artesano la hubiera tallado, coronada por una fortaleza también circular, marcada por torres también circulares, desafiando a todo y a todos.
Es la tumba del rey maldito. Olvidada en medio de la guerra, había sobrevivido, cuando el país entero había sido arrasado a su alrededor, custodiada por su guarnición que se había negado a apoyar a cualquier bando.
Ése es nuestro objetivo. Como en las estatuas de los gentiles, el hombre que nos guía, el nuevo rey, a lomos de su caballo, extiende la espada y señala el castillo sobre la colina. He ahí el símbolo de lo que aborrecemos. He ahí el recuerdo de los reyes, que nos entregaron a los romanos. He ahí la prueba del orgullo desmedido de los que prefirieron el poder y las riquezas a nuestro señor. Mientras no lo arrasemos, no tenemos derecho a entrar en Jerusalén. Purifiquemos la tierra, Purifiquémosnos nosotros con esta acción.
Las aclamaciones le interrumpen. Rota la tensión, sin esperar a que termine, los soldados se lanzan contra la fortaleza, profiriendo alaridos. Las puertas del jardín están abiertas, la traición que tan bien funciono en Idumea, ha surtido efecto aquí también. Pronto, entre las obscuras copas de los árboles, comienzan a elevarse finos hilos de humo, que se espesan y unen, hasta transformarse en columnas poderosas, hasta dejar ver los fuegos que los ániman, hasta que todo el jardín es un inmenso brasero y las cenizas apagan el fulgor de las cenizas.
Nadie se preocupa por la fortaleza de la colina, los soldados son atraídos por los edificios que se apiñan al borde de las laderas, en medio del jardín. Almacenes, cuarteles, palacios, la esperanza del botín embriaga a los hombres y pronto montones de muebles desventrados se apilan al pie de las ventanas y las llamas surgen de sus huecos, envolviendo a los edificios, ocultándolos tras el humo.
Nadie se preocupa por la fortaleza de la colina, ni siquiera el hombre poderoso que nos guía, rodeado de sus cortesanos, protegido por una guardia de corps, avanza con paso definido hacia el corazón del jardín, hacia un lugar que nadie ha pensado aún en saquear. Tú le sigues sonriendo, con curiosidad, con cierta sorna, adivinando lo que va a ocurrir. De repente los árboles terminan, una explanada se abre, ocupada por estanques y en el medio un templete, accesible sólo por estrechos caminos de piedra, casi a ras de las aguas.
Es la tumba del rey maldito, el símbolo que hemos venido a destruir. Sacudidos por el mismo impulso, corremos hacia su interior, empujándonos los unos a los otros, lanzando a alguno menos prevenido a las aguas. Al pie de la rotonda, nos detenemos un instante, la puerta está entreabierta, apenas una rendija, que dibuja un fina línea de luz en el obscuro interior. Con cuidado, temiendo un trampa, un soldado empuja la hoja con una lanza. La puerta se abre sin hacer ruido alguno, como si no existiera. La luz entra a raudales, iluminando el sarcófago, decorado con todas las victorias inventadas para ese rey, iluminando la tapa, apoyada contra la pared, iluminando su interior, completamente vacío.
La fortaleza nos observa desde lo alto, burlándose. Los que han llegado tarde, los que no han podido llenarse el morral con el botín, o emborracharse hasta la inconsciencia en las bodegas, la descubren en lo alto y se lanzan contra ella. No consiguen nada. Las laderas son demasiado empinadas para trepar, el camino que conduce estrecho y retorcido, las puertas cerradas fuertes y bien atrancadas, las almenas cubiertas de soldados atentos, que no fallan sus tiros.
En medio de la confusión, se escucha la orden de retirada. Llega en el momento justo, cuando los hombres, hartos y agotados, comenzaban a abandonar la fortaleza. Fuera, la marea humana se desparrama por la llanura, en todas direcciones, huyendo del incendio que ruge a sus espaldas, de la mirada severa de la fortaleza, amenazando con disolver el ejército, con dejar sólo y abandonado, excepto por sus cortesanos y aduladores, al hombre que hemos elegido seguir.
¡A Jerusalén! Se oye gritar ¡A Jerusalén!. La sola palabra basta para electrizar a los hombres que vuelven a agruparse, no en una formación ordenada, sino en un confuso cardumen, erizado de espadas, protegido por escudos semejantes a escamas, animado por corrientes internas que proyectan a unos hacia el exterior, arrastran a otros hacia el interior. ¡A Jerusalén! Gritan miles de voces al unísono. ¡A Jerusalén! Y en los intervalos de silencio se oye susurra a los hombres, esto sólo ha sido una finta, esto sólo ha sido una argucia, para hacer bajar la guardia a los zelotes, para que se marchen de la ciudad, para que los nuestros nos abran las puertas. ¡Viva nuestro general! Grita uno ¡Viva nuestro rey! Responden otros, y el grito se generaliza, retumbando en las montañas, atrayendo de nuevo a aquellos que habían decidido desertar, anunciando nuestra presencia hasta más del horizonte, hasta la propia ciudad santa, que pensamos sorprender.
No nos preocupa, confiamos en nuestra propia fuerza. Como bola que rueda ladera abajo, cada vez más rápida, imposible de detener, capaz de destruir a quién se le interponga, así esperamos quebrar cualquier resistencia, bien por la fuerza, bien por el miedo. Así lo pensábamos, así había de ser, pero nuestro impulso se detiene. En la última colina nos detenemos, el espectáculo de la ciudad santa, iluminada por la roja luz del atardecer, tan próxima que casi podría tocársela con la punta de los dedos, arrebata a los hombres, les hace pararse en seco, provocando que los que vienen detrás tropiecen con ellos, les eviten, se dispersen y se detengan a su vez, asombrados, tan fascinados que llegan a sentarse, a llorar, a reír como niños.
Sólo tú avanzas entre las filas, tranquilo, sonriendo con la misma expresión de curiosidad y sorna, observando las diferentes soldados de los soldados, como si hubieras vivido siempre en la ciudad santa y su perfil te fuera tan conocido que no necesitases mirarlo porque siempre lo llevas contigo, aunque yo sé que no puede ser así, aunque yo sé que es imposible, porque nunca has venido, así me lo has contado, aunque quizás aquellos tus ángeles que te visitan, te hayan traído a este lugar, te lo hayan mostrado y enseñado, obligado a aprender.
No tengo tiempo para ti. No tengo tiempo. Yo tampoco, como el resto de los soldados, puedo apartar la vista de la ciudad santa, pero, al contrario que ellos, no puedo mantener la mirada, mi corazón se desgarra. Ante mí veo el monte de los olivos, de donde descendimos llenos de esperanza y fe, a mis pies veo el barranco del cedrón, donde yací tanto tiempo dado por muerto, sobre él el templo, al cual apenas me atrevo a levantar la mirada, temeroso de su belleza, hasta que no puedo aguantar más y lo miro, y me estremezco sí, porque veo sus blancos muros tiznados por el humo de los incendios, y los techos dorados arrancados en parte, doblados y rotos, y las azoteas cubiertas de hombres armados y el patio sembrado de muertos.
Porque veo en fin que se abren las puertas, y una masa de hombres armados, un muro de escudos se lanza contra nosotros, como ya ocurrió en el pasado, como va a ahora a repetirse ante mis ojos. Grito y nadie me escucha. Sacudo a los que me rodean, pero nadie despierta, a lo sumo me contemplan con mirada alucinada, vacía, desprovista de preocupaciones. Corro entre las formaciones dando la voz de alarma, y nadie reacciona.
Permanecen embobados, fija la atención en la ciudad Santa, mientras la cuña enemiga rompe nuestras filas, las empuja y aparta. Muchos más corren ahora a través de nuestra formación, aterrorizados, tropezando los unos con los otros, empujando a los espectadores, huyendo de las espadas que sajan, de los escudos que aplastan. Aún así, muchos no despiertan, se sobresaltan un instante y retornan a su ensueño, para no salir nunca de él, cuando los enemigos llegan a su altura, cuando los eliminan de un golpe.
Ya no veo Jerusalén, levantando una nube de polvo, estando a punto de caer dos y tres veces, desciendo a la carrera por la empinada ladera de la colina, hasta el barranco que la separa de la siguiente, y asciendo, resbalando, agarrándome a los matorrales, marchando a cuatro patas, por la pendiente de la siguiente. No soy el único, no necesito volverme para comprobarlo. Una masa humana, sigue mis pasos, el ejército entero, convertido en una masa informe, se atropella, cubre la ladera que acabo de abandonar, rompe contra el fondo y me adelanta, me arrastra consigo hasta lo más alto, mientras arriba en la cima opuesta, aparecen los negros escudos de nuestros enemigos.
La noche nos salva. La noche y el miedo de los zelotas a alejarse de Jerusalén, su refugio, su abrigo, y al mismo tiempo el ciudad donde se libra una guerra civil, dentro de otra guerra civil que abarca el país entero, dentro de la guerra contra los romanos.
En la obscuridad, grupos de hombres vagan por los campos, los fragmentos de un ejército quebrado, sin rumbo ni destino, marchando en todas las direcciones, encontrándose de repente con otros grupos no menos asustados y desesperados que ellos, observándose un instante, temiendo que los otros les ataquen, sin estar dispuesto a ser ellos los primeros, separándose en direcciones opuestas, marchando todos sin darse cuenta en la misma dirección..
Yo camino sólo, sin nadie a mi lado, como siempre lo he estado hasta que te conocí, como siempre, creo, lo estaré a partir de ahora. No siento nada. No puedo permitirlo. Compruebo las correas de mi armadura. Tanteo el barbuquejo de mi casco. Aprieto con fuerza la empuñadura de la espada que blando, para comprobar que no la he soltado inadvertidamente, para asegurar que no me quedo dormido mientras camino.
Mientras todos vagan yo marcho en línea recta, sin desviarme. Sé hacia donde marcha el ejército. Como bestias que buscan la querencia, retornan hacia la base de la que hemos partido, hacia la capital del reino de Simon, hacia Técoa, su Jerusalén en tanto que Jerusalén no sea ocupada. No hay otro hogar para aquellos que han abandonado sus casas, quemado sus aldeas, unido sus suertes a la de este Simón. No hay destino seguro en un país devastado por los romanos, por los zelotas, por Simón, un país arrasado por igual por enemigos y defensores.
Aquí y allá aparecen luces. Hogueras prendidas por aquellos que ya no pueden más. No importa. Mañana o mañana por la tarde, o al día siguiente se les verá en Técoa, sin que nadie les pregunte, sin que nadie les reproche. Lentamente una luz espectral cubre los campos, rojiza y mortecina, la de un amanecer perpetuo que nunca se transforma en día, la de un atardecer eterno que nunca llega a la noche. Sobre las cimas de las colinas, se recortan las siluetas de los hombres que marchan lentamente, encorvados por el agotamiento, insensibles a todo, parecen surgir de repente, quedar allí inmóviles largo rato para luego desaparecer repentinamente. Un efecto solamente.
Esa luz me permite reconocerte. Te descubro encaramado en un roquedal, sentado con la espada apoyada en tu regazo, orientado hacia donde debe estar la ciudad Santa, pero mirando hacia el suelo, a tu mano que dibuja diseños intrincados en la roca sobre la que te sientas, sin que quede traza de ellos en dura superficie.
No puedo contenerme, me coloco frente a ti y empiezo a gritarte. ¿dónde están tus ángeles? ¿Qué ha sido de sus profecías? ¿Qué le debemos a este Simón? No espero a tu reacción, anudo pregunta tras pregunta, cada vez más irritado, cada vez más violento. Agitando la mano frente a tu rostro, acercando mi cara a la tuyo, salpicándote con la saliva.
No me respondes. Simplemente alzas la cabeza y me miras. Estremecido, descubro la tristeza que hay en tus ojos, las lágrimas que descienden por tus mejillas.
- Estábamos tan cerca – musitas – Estábamos tan cerca.
Miras a través de mí. Hacia la ciudad que anhelas.
- No volverán a mí hasta que no esté en ella.
Y cubres tu rostro con las manos y sollozas y no puedo hacer otra cosa que observar como tu cuerpo se estremece con el llanto.
Los gritos rasgan el aire.
No lo ha sospechado en ningún momento. Su brazo aún estaba sobre mis hombros y apenas he percibido un ligero temblor cuando la hoja de mi espada ha penetrado en su carne. Su rostro ha tomado una expresión de sorpresa, de asombro, de incredulidad y lentamente, muy lentamente, sus piernas se han doblado, su mano ha recorrido mi espalda, su cuerpo ha descendido, liberando mi arma, se ha tumbado y luego acurrucado, como un infante en su cuna, mientras la sangre empapaba sus vestiduras, se derramaba por el suelo, llegaba a tocar mis sandalias.
No han hecho falta señales. Ya estábamos de acuerdo. Un pequeño gesto por mi parte, el de llevar la mano a la empuñadura, un instante antes de desenvainar, y todos mis hombres han comprendido, todos mis hombres han actuado al unísono. En un abrir y cerrar de ojos, sólo quedamos nosotros, los bandidos, rodeados de cadáveres, uno por cada uno, los antaño orgullosos oficiales que gobernaban esta fortaleza, que no temían a ningún enemigo, que tenían poder de vida y muerte sobre las gentes de la región.
Aún quedan algunos vivos. Sus órdenes airadas así me lo muestran. Un acerico de lanzas se eriza en nuestra dirección, un muro de escudos nos rodea, pero el golpe final no llega, a pesar de las voces rabiosas de los oficiales, de sus apremios y amenazas.
Sin levantar la espada, alzo la cabeza de el cadáver que yace a mis pies a los soldados que nos rodean. Sonrío y esa sonrisa sorprende a nuestros enemigos. Yo debería tener miedo, presentir mi muerte y hundirme en el terror, suplicar por mi vida o lanzarme al encuentro de su armas para acabar cuanto antes. Nada de eso ven reflejado en mi semblante. Muy al contrario, son ellos lo que me tienen, los que nos tienen, miedo y mi sonrisa, mi alegría, aumenta al darme cuenta.
- ¿Qué vais a hacer ahora? – pregunto y les veo retroceder un paso, involuntariamente - ¿Quién es vuestro verdadero enemigo? – el rostro de los oficiales se contrae en una mueca – Ya lo habéis oído, él mismo lo ha dicho, ya no hay diferencias, ya somos un solo pueblo, hermanos entre los que no puede hacer querellas, pero lo que él no ha dicho – y señalo al cuerpo aún caliente – es que hay culpables de habernos mantenido separados, de habernos forzado a combatirnos, para gobernar ellos. Y esas gentes – y todos saben a quien me refiero – deben ser castigados. Y esas gentes no tienen derecho a la clemencia.
¿Qué vais a hacer? Repito. Seguro de la respuesta.
Veo las lanzas descender, los rostros, relajados aparecer tras los escudos.
Un oficial se interpone. De espaldas a mí, grita a los soldados que nos rodean, les amenaza, blande la espada sobre sus cabeza, pero de repente, veo que el arma se le cae de la mano y que el se desploma de espaldas, las manos apretadas contra el estómago, dejando ver a un soldado acurrucado en una posición defensiva, esgrimiendo una lanza,, cuya punta esta roja y aún gotea sangre.
Los escudos y las lanzas resuenan al chocar contra el suelo. Desarmados, la guarnición corre a nuestro encuentro, nos abraza, nos vitorea, nos agasaja. Su alegría contrasta con nuestro silencio. Intento zafarme de ellos, pero es imposible, les grito, pero no escuchan mis palabras. Tengo que resignarme a ver como los oficiales supervivientes logran huir y escalan a la acrópolis que domina el resto de la fortaleza.
Tendremos que combatir, queramos o no.
Protegido tras los escudos de varios de mis hombres, avanzo cautelosamente por el adarve. Unos pasos rápidos para enseguida detenernos y cubrirnos, temiendo una flecha o una lanza.
Una mirada rápida hacia las alturas.
Nada.
Un nuevo avance. De nuevo a cubierto. De nuevo una mirada furtiva.
Nada.
No me preocupo en cubrirme. Me levanto y observo la acrópolis donde se ha refugiado. Es un espolón de roca, de paredes verticales, que surge repentino en un extremo de la meseta. Sólo hay un modo de acceso a la cumbre. Justo allí donde las murallas se unen a la roca, parte un estrecho sendero, que se enrosca por la ladera y lleva hacia lo alto. Quien lo tome tendrá que avanzar sin protección alguna, a merced de los que custodian las alturas. Quien lo talló se ocupó de no construir una baranda o un parapeto, de forma que el abismo esté siempre a la vista, acechando, llamando a aquel que se aventure, asegurando cualquier descuido suponga despeñarse, que la mínima vacilación conduzca a la muerte.
Mis hombres titubean. Ya han conquistado la fortaleza y no piensan en arriesgar sus vidas. Que se mueran de hambre y sed los que están arriba, si quieren. Ellos no van a subir a sacarlos.
Me abro paso entre la pantalla de escudos, seguido por las miradas de asombro de mis hombres. No me vuelvo hacia ellos, tampoco miro hacia las alturas, simplemente comienzo la ascensión, despreocupado, como si estuviera dando un simple paseo.
Aprieto los dientes, tenso todo mi cuerpo, procurando aparentar indiferencia, mantener el paso relajado, mientras espero en cualquier momento el golpe que me derribe y me arroje al vacío, pero los pasos se suceden u continúo subiendo, cada vez más alto, más alto, sin que nada me detenga, seguido ya por mis hombres, que han corrido en pos de mí, que sienten vergüenza por dejarme solo.
Algo cae. Instintivamente me acurruco contra la piedra, intentando hurtar el cuerpo. No iba contra mi. Ante mis ojos cruza fugaz una forma negra, enorme, que me atrae al abismo, que me hace asomarme a su borde. La veo caer, lentamente, como en un sueño, rebotando contra las piedras del precipicio, una y otra vez, una y otra vez, hasta estrellarse contra las arenas del fondo.
Entonces oigo los gritos, agudos y desesperados, y los vemos caer uno tras otro, las armas con que se han dado muerte aún en sus manos, relajados unos, aceptando la muerte que han elegido, agitándose y revolviéndose otros, luchando inútilmente, hasta que nos llega un ruido seco desde el fondo y dejan de moverse.
Luego el silencio.
El viento sopla con fuerza en lo alto, como si quisiese llevarnos consigo al igual que ha hecho con nuestros enemigos, al igual que pretende derruir los edificios que ocupan la cima. Uno de ellos nos atrae a su interior. En su puerta yacen dos hombres, enredados en la muerte que se han dado mutuamente. Entramos, pasando con cuidado por encima de sus cuerpos, y nos perdemos en la obscuridad. La puerta no lleva a ninguna parte, sino es a un pasillo que rodea al edificio y en uno de cuyos extremos brilla la luz.
Es un mirador el lugar a donde nos ha conducido el corredor. La luz, repentina tras la obscuridad, nos ciega y sólo lentamente volvemos a ver, para, al igual que tantos visitantes antes que nosotros quedarnos asombrados por la vista. A un lado la superficie pulida y opaca del mar maldito, al otro las verdes colinas de Judea, justo delante el caos de montañas y desfiladeros, tallados por vientos y torrentes, que llevan de un lugar a otro, del paraíso a linfierno, el limbo, la tierra de nadie que ha sido nuestro refugio, nuestro hogar, durante tantos y tantos años.
Tras él, tras las montañas y los barrancos, más allá del mar maldito, en medio de la llanura desértica, reluciendo en el horizonte, la blanca fortaleza de Herodión, encaramada en su colina, severa y solitaria, signo del poder de este rey al igual que esta fortaleza.
Pero tras ella, dominándola y aplastándola, casi invisible, fantasmal, escondida entre las brumas, intuida y recreada, esta el brillo del dorado del templo, su albor de nieve, su grandeza de montaña, demostrando Su poder, el único que es eterno, el único al que nadie puede oponerse.
Abandonamos la luz y seguimos el pasillo. Estamos dando la vuelta al edificio, hasta casi llegar a la puerta de entrada, pero antes de hacerlo nos corta el paso un muro y nos fuerza a una amplia estancia, sumida es sombras, si no es por una solitaria lucerna, abandonada en medio de la habitación, brillando vacilante en medio de la nada.
Avanzamos. Nuestros pies se pegan al suelo, cubierto de un líquido obscuro y pegajoso. Nuestros ojos se acostumbran a la obscuridad y poco a poco a poco vamos discerniendo las formas, los bultos acurrucados en el pavimento, como hatos de ropa olvidado, las distintas maneras en que un cuerpo puede ser encontrado por la muerte, las manos apuntando a ninguna parte, extendidas hacia algo que se quería coger, tapándose el rostro para no ver, intentando agarrarse para no caer, cerrados levemente los puños como los infantes en sus cunas.
Son todos mujeres. Deben ser las mujeres de los oficiales que han saltado al vacío, justo después de darles muerte para que no cayeran en nuestras manos.
Hay otras mujeres en la habitación aparte de estas muertas. Bailan en las paredes, juegan, recogen fruta. No necesitan a nadie que no sea ellas mismas, no necesitan nada que no sea su propia belleza. Nos miran. Nos miran. Nos miran. Se ríen de nosotros. Nos desafían.
¿Quién grito el primero? Imposible saberlo. Cada uno de nosotros eligió a una y con su espada comenzó a picar la pared, en esos rostros felices y hermosos, hasta que desaparecieron, hasta que no quedo otra que la pared desnuda.
Todos menos yo, que me aparte de ellos, que desanduve el camino, que busque el viento que me impidiese oír.
Sin poder explicármelo, marche hacia el vértice de la acrópolis, hasta el punto donde se juntaban las murallas que protegían la fortaleza entera. Allí, oculto hasta que no estabas justo encima, había una escalera que descendía hacia la nada.
Hacia las copas de unos árboles, agitadas por el viento, cuyo rumor llegaba hasta arriba.
El refugio dentro del refugio. El santuario dentro del santuario.
Y caí de rodillas y comencé a llorar. Sin saber porqué.
Lo percibimos, lo percibiste, enseguida.
Era un mensajero como los demás, quizás un poco más agitado, quizás un poco más sudoroso, quizás un poco más agotado. Era en mitad de la noche, cierto, pero el tráfico de mensajes nunca se interrumpía, aunque la mayor parte no tuvieran sentido, aunque la mayor parte no fueran atendidos, aunque la mayor parte no fueran respondidos.
Tú te pusiste en pie, sin embargo. Tu expresión se había iluminado, con un brillo que no recordaba desde hacía semanas, desde que estuvimos a punto de llegar a la ciudad santa, desde que nos expulsaron de allí.
Es ahora, dijiste. Es ahora, repetiste y corriste al medio del patio, para ser de los primeros en escuchar la orden, para ser de los primeros en partir en cuanto se diera la señal.
Una agitación conmueve el patio. Un presentimiento se extiende entre los hombres, que se alzan, despiertan a sus compañeros dormidos y se congregan frente a las gradas de la casa, allí donde Simón aparece, vestido con su armadura, rodeado de sus cortesanos y generales, mostrando una amplia sonrisa, infundiendo valor y confianza a todos los que rodean.
La ciudad es nuestra, anuncia y las aclamaciones ahogan su voz. Por un instante, nos deja ir, disfrutar de nuestro gozo, lo saborea el mismo, para luego hacer señas, los brazos extendidos, reclamando nuestro silencio.
Creían poder oponerse a Su poder, continúa, pero Él es más fuerte que cualquier hombre y nadie puede oponérseLe. Finalmente la tiranía de esos indignos va a ser quebrada y arrojada al basurero. Así nos lo comunican desde la ciudad, un sacerdote, uno de aquellos consagrados a Su servicio, este hombre que tenéis aquí a mi lado. Sus puertas van a estar abiertas esta noche. Para nosotros. Y nadie puede detenernos.
Bastan estas palabras para que un torrente humano se ponga en movimiento, en medio de la obscuridad, sin antorchas ni luces para que no podamos ser descubiertos, pero derechos hacia la ciudad santa, sin que podamos extraviarnos, porque sabemos de memoria la dirección en la que está, los obstáculos del camino, las vueltas y revueltas del camino, aprendidos a lo largo de tantos intentos fracasados, memorizados en tantos días de deseo y espero.
Tu corres entre la multitud, ajeno a todo y a todos, incluso a mí, que te sigo, y pronto alcanzamos la cabeza y pronto nos separamos de los demás, de la masa que marcha lenta y pesadamente, hasta que ya somos sólo unos pocos, los más rápidos, los más deseosos, los más valientes, que se animan mutuamente a gritos, que a medida que se acercan comienzan a hacerlo a señas, para que no puedan descubrirlos desde la ciudad. Poco a poco también, descubren que no somos unos principiantes, aceptan nuestra experiencia, nos reconocen como sus jefes, y tú sonríes, sonríes y marchas al frente,
Sólo queda una colina. Cautelosamente nos asomamos a su cumbre, apenas asomando las cabezas. La amplia explanada que nos separa de la ciudad está vacía. No hay nadie patrullando las murallas, nadie en las torres, nadie en el arco de la puerta, cuyas hojas están abiertas de par en para, sino es por una silueta que pasea nerviosa, apenas visible entre las sombras.
Detrás de nosotros, los hombres cuchichean. El miedo ha substituido a la excitación de hace apenas unos momentos. El temor de los últimos pasos, la seguridad de que se trata de una trampa, planeada para ellos, con la sola intención de matarlos, pero no hay tiempo ya, en el este, la obscuridad comienza a teñirse de azul, y el perfil de los edificios se dibuja aún confuso sobre el cielo. No hay tiempo ya, sea una trampa o no lo sea, y tú y yo ya hemos muerto varias veces.
Sin hacernos una seña, sin mirar si nos siguen, corremos hacia la puerta de la ciudad. La silueta continúa aún su ronda incansable, ajena a nuestra aproximación, hasta que se para en seco, nos hace señas para que nos acerquemos, para que guardemos silencio. Aún duermen, dice, y su mirada se dirige asustada de uno a otro, aún duermen, y parece tranquilizarse al ver que, de la obscuridad surgen, uno a uno, hombres armados y que del oeste, empieza a oírse, cada vez más nítido, el ruido de las olas lejanas que baten contra la costa, el rumor de un torrente que pronto se convertirá en rugido y que lo inundará todo.
Aún duermen, repite el hombre agitando los brazos, y, rápidamente ocupamos la torre y acabamos con los guardias, sin que se lleguen a darse cuenta de su muerte. Aún duermen, repite el hombre y al principio no le entendemos, hasta que señala al este, al pináculo del templo, que los primeros rayos del sol hacen arder.
El templo, gritas, y te veo estremecerte y antes de que pueda detenerte ya estás corriendo, ya has desaparecido entre las callejuelas, y yo te estoy siguiendo, por simple impulso, sin comprenderte, hasta que tengo la misma iluminación, hasta que entiendo que podemos haber tomado la ciudad, hacernos dueños de ella y perder al mismo tiempo la batalla y la guerra, si nos apoderamos del único lugar que tiene importancia.
Corres y corres y corres y corres. Mirando sólo hacia delante, despreocupado de los peligros, ciego a lo que no sea el templo, el dorado pináculo que se eleva sobre las azoteas de la ciudad. Si no corriera tras de ti, no habrías podido recorrer ni la décima parte del trayecto. La ciudad comienza a despertarse. Aquí y allá, medio dormidos, a medio vestir, los enemigos abandonan sus casas. Te ven pasar corriendo, descubren que eres un enemigo, se lanzan en tu persecución, pero no me perciben, a mí, que te protejo, a mí que les alcanzo antes de que puedan aproximarse y hacerte daño, sin que tu lo percibas, sin que aflojes en tu carrera, sin que te vuelvas.
Es sólo al principio. El rumor del torrente, de la inundación que anuncia nos sigue. Los gritos que llaman al combate, el entrechocar de las lanzas, las columnas de humo que anuncian los incendios, se extienden por toda la ciudad. Los enemigos que nos encontramos no piensan ya en combatirnos, la mayoría sólo piensa en huir, se dispersan en todas direcciones buscando una vía de escape, la más rápida, la más directa, aquella que nosotros no conocemos, los que, en esta ciudad desconocida sólo sabemos perdernos.
Hasta que las casas desaparecen y tú te detienes y yo arrastrado por mi impulso estoy a punto de tirarte al suelo. Permaneces inmóvil, fascinado por la vista, mientras a tu alrededor, a nuestro alrededor corren los enemigos, sin aliento, enloquecidos por el espanto, hacia el puente, que cruza el barranco, hasta el templo de murallas blancas, que se eleva sobre la colina de enfrente, substituyéndola, como si ésta hubiera sido construida también por los hombres, como si ésta y el propio templo fueran obra también del rey maldito.
Gritas de placer, porque ante nosotros está el templo, lo que durante tantos habíamos soñado y deseado, y ya sólo queda cruzar el puente y entrar en su recinto, purificarse con agua viva y ofrecer una víctima en holocausto, en Su nombre, para que Él nos mire y Nos bendiga, porque hemos cumplido sus mandatos y no cedido jamás en nuestra fe, y yo mismo me siento transportado por tu alegría y casi estoy a punto de hincarme de rodillas y de comenzar a llorar.
Pero tu grito de gozo se transforma en un alarido de horror, porque, frente a nosotros, las puertas del templo se están cerrando, porque, ante nuestros ojos, sin que podamos evitarlo, los enemigos se atrincheran, e intentas correr hacia las puertas, para detenerlas, para escurrirte por una rendija, pero yo me lanzo contra ti y derribarte, justo cuando una salva de flechas vuela sobre nuestras cabezas y derriba la primera fila de los nuestros, los primeros en llegar al templo.
Te arrastro por el pavimento, aunque te retuerces y pataleas, temiendo que en cada instante una flecha te alcance o me detenga, pero los arqueros del templo están más interesados en impedir un ataque y no se preocupan de nosotros, así que podemos alcanzar el pretil del puente y protegernos tras él, para contemplar como cualquier intento de avance de los nuestros se frustra en un montón de muertos, como ya no lo intentamos y nos limitamos a buscar refugio, abrigo contra los arqueros que no fallan.
E, inconscientemente, relajo mi abrazo y consigues librarte, te pones en pie mostrándote frente a los arqueros y les recriminas y les amenazas, extendiendo el puño, lanzando espumarajos de rabia, el rostro contraído en una mueca de dolor.
¿Cómo os atrevéis?, gritas, ¿Cómo podéis oponeros a Sus designios? ¿Hasta donde llega vuestro orgullo? ¿Es que no le tenéis miedo? ¿Es que no teméis su cólera?
Las flechas cesan, los enemigos que cubren las azoteas del templo bajan sus arcos y sus lanzas. Una risotada, proferida por decenas de voces, es la respuesta.
Vosotros sois los que os oponéis a Sus designios. Grita una voz más poderosa que la tuya. Vosotros sois los que incumplís Sus mandatos. Vosotros seréis aplastados por vuestro poder.
Y no sabes que responder y tu brazo desciende sin energía y tus rodillas se doblan y te precipitas al suelo y te haces un ovillo y cubres tu cabeza con las manos y sollozas y sollozas y sollozas y sollozas y sollozas.
Asi que sin más dilación
Capítulo IX: De Masadá a Jerusalem, año 69 d.C/Masadá Año 66 d.C
Duermes.
Duermes mientras yo te velo.
A nuestro alrededor todo es actividad. Correos cruzan el patio a la carrera. Entran y salen constantemente. Ascienden por las escalinatas de la villa, persiguen una audiencia del hombre a quien hemos elegido servir.
Antaño, no hace mucho, esta era la residencia de un terrateniente, sus segunda residencia en realidad, pues mientras fuera joven y fuerte, la primera estaba en la ciudad santa, con los suyos, con los de su clase, los verdaderos ciudadanos, los que constituían la esencia del pueblo, su tesoro, su salvaguarda. Sólo cuando fuera anciano, cuando sus hijos fueran fuertes, ésta villa se convertiría en su primer hogar, el lugar donde esperar a la muerte, el sitio donde ver pasar las estaciones, donde perder la cuenta de los días.
Nada de eso pudo gozar. Hace unos días le juzgamos en presencia de todo el pueblo, ante un tribunal presidido por el hombre a quien hemos elegido servir. Ya había sido condenado antes de presentarse a él, no habría sido necesario convocarle. Nació rico, fue rico, nunca pensó en dejar de serlo. Con eso bastaba, pero había que establecer un ejemplo. Mostrar que en el nuevo reino, en ese nuevo reino querido por Él, decidido por Él, nacido de Él, nadie podría pretender estar por encima de los demás, ser distinto a los demás, decidir el destino de los demás.
Así que se mostró ante los aldeanos el catálogo de sus delitos, descubriéndolos y desmenuzándolos uno por uno, sin permitir que él, el culpable, interviniera. Al fin, se le ejecutó en la plaza del pueblo, a la vista de todos, para que nadie dudase del poder del nuevo orden, y se descuartizo su cadáver y sus restos se esparcieron por los campos, a merced de las bestias y los pájaros, para negarle el acceso al otro mundo, para que su alma vagase eternamente por la superficie de la tierra.
Nadie lo recuerda ya. En este patio, que debía albergar un jardín, se amontonan los soldados del ejército sagrado, formando círculos alrededor de las hogueras, discutiendo, disputando, bebiendo, celebrando, cantando, bailando, sobre el polvo que fueron plantas y flores, sobre los canales, apenas ya reconocibles, que conducían el agua. Rodeando el patio, en las caballerizas reservadas para las orgullosas monturas, reposan ahora los héroes, apretados los unos con los otros, símbolo de las nueva comunidad que asombrará al mundo
Dentro de la mansión, en las habitaciones pensadas sólo para el placer, decoradas con pinturas que recordasen y mostrasen sin tapujos todo lo agradable al cuerpo, las ocupan ahora los dirigentes de esta legión santa, ajenos a todo lo que no sea preparar el próximo golpe contra el enemigo, concentrados en diseñar y planificar el futuro que vendrá tras la guerra, austeros y severos como las paredes que le rodean, de las que se ha picado todo lo que pudiera ofenderLe, que se han enjalbegado a conciencia, hasta que no quedase huella, nada que pudiera recordar otro pasado que no fuera el que nosotros deseamos, el que nosotros vamos a construir.
Te miro.
En medio del escándalo eres capaz de dormir plácidamente, como los niños, mientras yo soy incapaz de pegar ojo.
Acurrucado contra la pared, la espalda en el muro, la espada entre tus rodillas, el rostro apoyado en la empuñadura.
El manto que cubre tus hombros se ha deslizado al suelo. La noche es fría. Con cuidado, para no despertarte, lo vuelvo a colocar sobre ellos y lo cruzo sobre el pecho. Al retirar la mano, sigo el contorno de tu rostro, sin llegar a tocarlo.
Como una madre hubiera hecho con su hijo. Como ella, me siento a tu lado y guardo tu sueño.
Yo no necesito dormir. Nunca más lo necesitaré.
Mis pensamientos me lo impiden.
Cruzan los mensajeros llevando órdenes y noticias, entran y salen soldados investido con misiones, los peticionarios se acumulan ante la puerta, luchan por conseguir el mejor puesto, esperando que el hombre, el general, el rey que esta tierra necesitaba, salga, vuelva la cabeza hacia los ojos que le ansían, escuche sus palabras y satisfaga sus deseos, por muy estrafalarios, por muy desmedidos que sean.
Yo no presto atención a esa agitación. Ya no me importa. Ya no me interesa. Nadie puede concederme lo que yo quiero.
A ti tampoco te concierne. A ti tampoco te interesa. Y sin embargo has prestado juramento a este hombre que es igual a ti. Sigues y obedeces a quien no vale lo que tú vales.
Muchas veces te lo he preguntado. Demasiadas veces.
Mezclados, perdidos entre las columnas de este ejército sagrado. Marchando entre las filas de hombres embotados por el cansancio, abrumados por el equipo, cubiertos de polvo, encharcados en sudor.
El instante antes de recibir la orden de asalto. Acurrucados tras un muro de piedra, los dientes apretados, aferrando los pomos de las espadas con tal fuerza que se dejaba de sentir la mano, los ojos fijos en la hierba que crecía entre dos piedras o las grietas que recorrían su superficie, la última imagen que quizás viéramos.
El momento antes del sueño, cuando agotados por la marcha, destrozados por el combate, caímos en la obscuridad sin imágenes, casi idéntica a la del sepulcro, para luego despertar sin haber descansado, ya extenuados, sin otra alternativa que continuar o morir.
Siempre me has devuelto la misma respuesta, hasta que me hartado de preguntarte.
Tus visiones.
Siempre tus visiones. Contra ellas no es posible oponerse, me dices. Contra ellas no está permitido luchar.
Jerusalén. Ése es nuestro destino. Jerusalén, allí se producirá el milagro.
Hasta entonces, no volverán a manifestarse.
Percibo el temblor en tu voz. Huelo el miedo. Si no volvieran a presentarse... si te abandonaran para siempre... No lo han hecho desde que partimos de Masadá, así te lo anunciaron, así lo han cumplido.
Veo estremecerse tu cuerpo, falto de aquello que más ama. Por eso sigues a este hombre, a este tirano ridículo, a esta mala copia de aquello contra lo que luchamos.
Por eso, vayas donde vayas, te seguiré. Ocurra lo que ocurra, estaré a tu lado.
Los años han pasado. Nada puede detenerlos.
Ya no soy el último, el recién llegado. Ya no soy aquél al que se le encargaban las misiones más peligrosas.
Uno tras otro, todos los miembros de la banda han ido cayendo. No queda ninguno de los que me acogieron.
No se llega a viejo en este oficio. Atravesado por una flecha al encabezar un ataque, ensartado en las espadas de los defensores, despeñado al escalar un muro. Victima del agotamiento al emprender la huida, pisoteado por los cascos de los perseguidores, colgado de la cruz días enteros sin que la muerte llegue. A manos de tus compañeros en una reyerta de borrachos, condenado por su voto unánime, por tu propia espada, presa de la desesperación.
Un jefe, luego otro, luego otro, hasta que todos los rostros se mezclan en una multitud informe, hasta que todas su muertes son una misma muerte. Nunca faltan voluntarios, sin embargo, nadie se niega a probar esa bebida, tan embriagadora como pueda ser regir los destinos de un imperio, aunque se trate de dirigir un puñado de desarrapados, de escudos abollados y armas melladas, al igual que nunca faltan nuevos reclutas, ya se ocupa el mundo de crear nuevos rebeldes, de expulsarlos de su seno y de enviárnoslos.
Ahora me ha tocado a mí. Ahora me ha llegado el turno. Como a los que me sucedieron, me han elegido por mi experiencia, como si eso fuera a protegerme de las lanzas y las espadas, como si eso pudiera vencer el número o saciar el hambre.
No tengo otro remedio. No me queda otro camino. Así que lo recibo con una sonrisa, con desapego, casi con ironía, aunque signifique que mi muerte está próxima, aunque vea ya a mi sucesor prepararse para tomar mi puesto.
No podemos quedarnos cruzados de brazos, hay que salir del laberinto de montañas y desfiladeros, la pared que separa las meseta, las verdes colinas, los campos cultivados y las aldeas, de las extensión requemadas del mar maldito, de sus aguas negras y metálicas. Salir de allí, incluso aunque sea para asaltar, asaltar y asesinar, algún viajero perdido, algún pobre hombre, más pobre incluso que nosotros, o para robar un rebaño de ovejas famélicas, custodiadas por un pastor no menos demacrado. Nuevas hazañas estas con que aumentar nuestra gloria.
Hacer algo, lo que sea, antes que consumirse en medio de estas soledades. Aunque nuestras proezas sólo sirvan para provocar una acción desmedida, para que los poderosos de esta tierra contraten cuadrillas y formen batidas con las que registrar montes y barrancos, aunque, para eliminar tan poderoso enemigo, se vean obligado a llamar a los romanos, venidos del otro extremo del mar, y estos corten los pasos, cierren las salidas, para empujarnos, como los batidores a la caza, hasta el único camino libre, donde nos esperen, formando un muro impenetrable con sus escudos, tranquilos y despreocupados, conocedores del resultado.
Aunque nos esperen largos días de agonía, pendidos de una cruz.
Actuamos entonces. Ascendemos a las llanuras. Nos deslizamos entre las aldeas. No me dejo seducir por objetivos fáciles. Si ésta vez van a perseguirnos para darnos caza, va a ser por algo grande. Así, una mañana, apenas salido el sol, caemos, profiriendo alaridos, sobre las mujeres que se congregan alrededor de un pozo y nos las llevamos con nosotros.
Nadie nos persigue, sin embargo.
Pasan los días y nadie viene en nuestra busca. Nadie nos acosa. Nadie nos ataca. Asciendo hasta los límites de la zona cultivada, allá donde comienzan los barrancos, donde apenas se distinguen de los surcos trazados por el arado.
Nada. Excepto el trigo verde ondulado por el viento. Las cimas peladas de las colinas. El chillido agudo de las aves que se persiguen en el cielo. Las nubes que surcan el cielo.
Nada. Excepto espesas columnas de humo que se alzan aquí y allá, en lo lugares que se supone ocupados por aldeas.
Nuestras prisioneras confirman mis sospechas. El país está levantado en armas. No es algo que me sorprenda, aunque mi sonrisa, irónica y amarga, si las confunde y turba. Recuerdo como llegué hasta aquí. Recuerdo la infinidad de veces que he visto, desde este mi refugio, surgir profetas del desierto, inspirados todos por el espíritu divino, congregar al rebaño, predicar el reino, entonces, en ese preciso instante, marchar hacia la ciudad santa, confiando en que las puertas se abrirían a su paso, en que las murallas se derrumbarían a su llegada.
Para terminar siempre igual. Montones de cadáveres en los barrancos. Multitudes de cruces en las colinas. Sin que nunca se escarmentara. Sin que nunca se aprendiese. Aguardando al próximo profeta que levantase a los desheredados, que removiese a los miserables, sólo para que los ricos y los poderosos sintiesen pánico, sólo para que llamasen a los romanos y a su poder, para mantener su supremacía, sólo para que la presa de los romanos se hiciera más fuerte sobre nuestras tierras, sobre nuestras gentes.
Hoy es distinto. Mi sonrisa se hiela a medida que escucho la narración de estas mujeres. Mi ironía deja paso a la sorpresa, al asombro. Me pongo en pie y me encaro con ellas, las amenazo con la muerte si siguen contando mentiras, desenvaino la espada y la blando ante su rostros.
Provoco su miedo, las veo recular, arrastrarse hasta las paredes de cueva donde están prisioneras, acurrucarse allí, temblando, tratando de protegerse con los brazos, pensando que así podrían detener la hoja de la espada, los golpes de las mazas, la muerte que nuestra ira les depara.
No mienten. No mienten. No mienten.
Su pánico me lo demuestra. Es la verdad lo que cuentan.
Permanezco allí de pie largo rato, sin saber que hacer, la expresión vacía, la espada desnuda en la mano.
Entonces rompo a reír. Hasta que mi respiración se corta. Hasta que mis rodillas me fallan y me desplomo al suelo. El rostro oculto entre las manos, las lágrimas descendiendo por las mejillas.
Intento recuperar la compostura, trato de calmarme, pero el corro de rostros aterrorizados que me rodea me vuelve a lanzar en la risa, una y otra vez, hasta que mis costados mi pecho, duele, hasta que mis hombres tienen que sacarme de allí, llevarme a lo alto del monte donde está nuestro refugio, dejarme sólo hasta que me tranquilice allí a solas, acompañado sólo por el cielo y el viento.
Al fin puedo incorporarme. Me pongo en pie. Doy la espalda al mar maldito y vuelvo mi mirada hacia la meseta, hacia los campos cultivados, hacia las colinas que se extienden hasta el horizonte, hacia la ciudad santa, invisible en la lejanía.
Esperaba que cometieran ese error. Soñaba con ello.
El día en que ellos se destruyeran a sí mismos, los poderosos, los que han heredado la tierra, los que contemplan a los demás, desde lo alto de su posición y sus riquezas, como si fueran parásitos, los que se consideran como el auténtico pueblo, los únicos importantes, los únicos imprescindibles, los únicos que merecen vivir, mientras que el resto somos prescindibles, peones, fichas, fragmentos de cerámica que se arrojan al basurero.
Hoy, por fin, habéis descubierto que no podéis aguantar más, que los romanos nunca se quedan satisfecho, que piden un poquito de aquí, un poquito de allí, hasta que dejéis de ser aquello de que os enorgullecéis, hasta que os transforméis en burdas copias de vuestros conquistadores.
Así que habéis decidido rebelaros. Morder la mano de vuestro amo, la que os sostiene y os sustenta. Habéis elegido la guerra y lanzando en ella al país entero. Aquellos que antes alababais, los romanos, ahora son vuestros enemigos mortales, aquellos que antes despreciabais, vuestro propio pueblo, ahora son vuestros hermanos, vuestros camaradas en esta lucha sagrada por lo que constituye la esencia de nuestra tierra, por lo que nos hizo grande, por lo que nos volverá a hacer grande.
Río al descubrir vuestra necedad. No sabéis las fuerzas que acabáis de desatar. Pensáis que continuaréis al mando, que, acabada la lucha, aquellos que blanden la espada os la entregarán de nuevo y aceptarán, sumisos, su papel de siervo, sólo porque vosotros proclamáis ser sus amos naturales, sólo porque los habéis repetido tantas que veces que habéis terminado por creéroslo.
Disfrutad de estos días, porque pronto seréis barridos de la faz de la tierra, bien sea por nosotros, bien sea por nuestros enemigos.
Así que río, porque hoy, al fin, ha llegado el momento de mi venganza
Reposas en el lecho. La mirada perdida en el techo. Sin atender a mis palabras.
- ¿Es que te has vuelto? ¡Respóndeme! ¿Es que te has vuelto loco?
Permaneces inmóvil. Ausente.
- Ese hombre no es bueno. ¡Sabes que no lo es! Con sus esclavos, con sus concubinas, con sus guardia personal, con su nube de aduladores, representa todo contra lo que hemos luchado, todo lo que odiamos. No me hables de tus visiones. Tienes que haberte equivocado. Debes haberte equivocado. ¡No pueden ordenarte que sigamos a ese hombre!... a ése....- me callo sin atreverme a pronunciar la palabra prohinida.
Permaneces inmóvil. Ausente.
- Él sólo quiere el poder. El poder absoluto.
Permaneces inmóvil ausente.
- No quiere nada de los que nosotros queremos. Le da igual el pueblo, le da igual Su palabra, le da igual Su ley. Cuando haya triunfado se deshará de nosotros. Nos exterminará, con mayor rigor incluso que los romanos, puesto que nos conoce, puesto que sabe el peligro que representamos, sólo con nuestra presencia, simplemente por recordar que todo podía ser de otra manera, que todo podía ser distinto.
Permaneces inmóvil, ausente.
- Porque su reino en nada se distinguirá de el de los romanos. ¡En nada! Habremos substituido unos tiranos por otros. Simplemente. Habremos exterminados a ricos y poderosos, a sacerdotes y fariseos para poner a otros nuevos, peores que los anteriores pues le habremos dado el poder y la libertad que los otros no tenían. ¿Esos son a los que quieres ayudar? ¿Por esos vas a arriesgar la vida?
- Sí – respondes, pero no he visto que tus labios se hayan movido. Podría jurar que las he soñado y nadie se atrevería a contradecirme.
- Pues no esperes que te sigue. No cuentes ....
Te encuentro de pie, frente a mí. Me agarras por los hombros clavas tus dedos en mi carne, dejándome sin fuerzas para revolverme.
- Tu vendrás.
- Estás loco. Estás loco y crees que todos los demás también están. – finalmente encuentro fuerzas para zafarme de un manotazo. – Jamás, me oyes, jamás me seguirás.
- Tú eres el necio, tú eres el loco. ¿Qué son tus romanos, qué son tus ricos, qué son tus sacerdotes, qué es Simón al que tanto temes? Nadie frente a Él. Nada antes su poder. Levantará Su mano y los reducirá a polvo. Volverá su rostro y su mirada los convertirá en cenizas. Así me lo han dicho. Así me lo han profetizado. Y todo eso ocurrirá en Jerusalén, en Su ciudad, en la tierra santa entre las santas, ante los ojos de todos Sus enemigos, entre el pánico de todos los que le han ofendido. Y entonces se acabará su tiempo y entonces empezará el Suyo y nada de lo presente tendrá ya ninguna importancia.
.... Vuelve a tu lecho. Recuperas tu inmovilidad. De nuevo oigo tus palabras. De nuevo no mueves los labios.
- Y yo estaré allí para verlo. Y tú estarás allí conmigo. Y sólo lo conseguiremos siguiendo a este hombre, saliendo de esta cárcel en la que hemos sido encerrado.
Huyo de la habitación, aterrado.
Afuera ya es de noche. En la acrópolis de la fortaleza, en la zona vedada a todos menos a nosotros dos, el viento sopla sin impedimentos, helado, poderoso, capaz de arrebatarme en cualquier instante.
Siento miedo.
Abajo esperan los hombres. Aguardan el resultado de nuestra conversación y yo no me siento capaz de hacerles frente.
Desciendo de la Acrópolis, por el camino estrecho y peligroso por el que tantos fueron despeñados por orden del rey maldito. Desearía que a mí me ocurriera lo mismo, que el viento me arrojase al fondo del barranco, caer de un solo salto, sin chocar con las rocas hasta que estrellarme en la fina arena del lecho del arroyo, reunirme al fin con los muertos, de cuya compañía tantas veces he sido salvado, sin merecerlo.
Tampoco ahora lo permite Él.
Recorro el adarve de la muralla, colgado al borde del precipicio. Cantos y gritos me distraen de mis meditaciones. Abajo, a mitad de ladera, brillan luces en la torre que defiende el camino de subida. Ése el reino de Simón. Ésa es su capital. Allí se divierte con sus concubinas, allí llena su vientre de carne y licores, allí planea como será su futuro reino, decide sus fronteras, hasta abarcar Egipto y Siria, reparte ciudades y provincias entre sus fieles, otorga recompensas, concede privilegios.
Cuando llegó, no era nada. Unos carromatos desvencijados, cargados de los objetos más dispares, salvados con prisa, amontonados allí. Unas cuantas mujeres vestidas de harapos, unos pocos soldados apenas sin armas. Alguien que ha tocado fondo, alguien que nunca más volverá a levantarse y, aún así, en su derrota, marchaba completamente erguido, la barbilla bien alta, sin mirar a un lado o a otro, excepto para dar alguna orden seca, como si supiera perfectamente cual es su destino, como si aquella fuera la ruta que a él le conducía.
No le admitimos entre nosotros. Cerramos las puertas de la fortaleza y le impedimos el paso. Tomé esa decisión solo, pero sabía que todos me apoyaban. Contra gusanos como ése era nuestra lucha, los que sólo pensaban en su placer, en su gozo y por él estaban dispuestos a sacrificar a quien fuera. Bestias como aquélla eran las que habían ensuciado el país, traído el yugo que nos oprimía, impedido por todos los medios la rebelión que debía haber estallado hacía años.
Le permitimos ocupar la torre a mitad de la ladera, la que cerraba el camino de subida. Si queríamos expulsarle sería fácil hacerlo. Si nos atacaban el sufriría el primer embate, dándonos el tiempo necesario para prepararnos. Además, no tardaría en perder sus últimos partidarios. Pronto suplicaría porque nuestro puñales pusieran fin a sus miserias.
Sonreíste de manera extraña cuando te confié esto. Te apartaste de mí sin pronunciar una palabra, dejándome confuso. No te comprendí entonces. Sólo lo he entendido ahora, en medio de la noche, azotado por el viento.
Pasaron los días y Simón continuaba encerrado en la torre. Pasaron los días y sus fieles no le abandonaron. Muy al contrario, tienda tras tienda se alzó en la llanura hasta convertirse en un campamento, hasta poder llamarse ejército, hasta que nos sentimos sitiados en nuestra fortaleza, temerosos de abandonarla, sin poder hacer otra cosa que observar, comprobar como aquella fuerza crecía y se organizaba.
Día tras día, llegaban nuevos reclutas, sin que pudiéramos explicarnos de donde salían o que llamada era la que les atraía hasta Masadá. Día tras día, Simón, a lomos de un caballo blanco, inspeccionaba sus tropas, cabalgaba antes sus filas seguido por un cortejo creciente de oficiales, cuyos distintivos eran cada vez más grandes y llamativos. Sin mirar a los hombres que le aclamaban, saludaba con la mano, deteniéndose de vez en cuando a charlar con un soldado, a arengar a los nuevas reclutas, Libertad para nuestro pueblo, abolición de los privilegios, igualdad absoluto entra todos y, sobre todo, establecimiento de la verdadera religión, eran su palabras. Los mismos conceptos en los que nosotros creíamos, las mismas ideas por las que estábamos dispuestos a morir, pero que, en su boca, sonaban falsas y vacías.
Noche tras noche, las hogueras ardían hasta tarde en el campamento y, a su luz, veíamos cruzar siluetas que se agitaban salvajemente. El viento nos traía fragmentos de voces, canciones de borrachos, juramentos, entrechocar de espadas. Todo eclipsado por lo que ocurría en la torre, cuajada de antorchas, una en cada aspillera, una en cada almena, iluminada por completo, visible desde más del horizonte, faro e imán para enemigos y enemigos. Desde dentro llegaba el estruendo de la música, los cantos que llamaban al placer y al gozo, las palabras descompuestas de la embriaguez, el aroma agrio y repulsivo de los guisos exóticos, el calor y el olor de gentes que se entregaban al vicio.
Desde la fortaleza, completamente a obscuras, observábamos el espectáculo, oscilando entre el asco y la fascinación. No fue la primera vez que, recorriendo el adarve, tuve que despertar a un guardia de su estupor, yo mismo me sentía incapaz de apartar los ojos, de no mirar, pero alguien tenía que mantenerse firme, alguien tenía que señalar el nivel, en medio de toda aquella disipación, para que no se olvidase por qué luchábamos, contra qué combatíamos.
La noche entera continuarían así, hasta que cayesen agotados, y sólo el día traería el silencio. Desde la fortaleza veíamos humear las teas ya consumidas y, entre las tiendas, las pocas que no habían sido derribadas en el furor de la noche, se descubrían las manchas negras de las hogueras. Nadie se movía entre las tiendas, y aquí allá, veíamos cuerpos tendidos, en posiciones absurdas, según la embriaguez les había ido derribando. Si un enemigo se hubiera presentado entonces, podría haber matado cuanto quisiera, sin encontrar oposición alguna. Ni siquiera nosotros le habríamos hecho frente, casi agradecidos porque nos librase, porque liberase al pueblo de aquella mala semilla.
Por eso, prorrumpimos en exclamaciones de alegría al saber que Simón había decidido partir.
Por eso me estremecí al oír tus palabras. Apenas podía creer que pretendieses marchar con él. Te reíste de mi confusión. Sonreíste de manera extraña. Te apartaste de mí sin pronunciar una palabra, dejándome confuso.
Supe que no podría convencerte. Supe que al final marcharía contigo. Supe que tendría que hacerlo sin que me dieses razones, sin que me explicases nada.
Y ahora tenía que descender a hablar a los nuestros. A comunicarles tu decisión. A señalarles que yo te apoyaba. A pedirles que nos acompañasen. Sabía como iban a responder. Igual que yo lo habría hecho. Con rabia e indignación. Amenazándome con sus puños. Llegando incluso a desenvainar sus espadas. Sabía que si fuera otro el que así les hablase, acabarían con él allí mismo. Sabía que me perdonarían la vida, a condición de que abandonase en ese mismo instante la fortaleza. Sabía que ninguno volvería a dirigirme la palabra, que se apartarían de mi camino para no ser contaminados de mi presencia y que si nos volvíamos a encontrar, allá fuera, no tendría compasión conmigo.
Sabía que ninguno que ninguno entendería mi mirada de amargura, que ninguno sabría explicarse mi rostro contraído.
Frente a nosotros se alza la fortaleza de Masadá.
Sin transición, la llanura se quiebra en las ásperas laderas de un monte, el primero de los que aíslan el mar maldito del resto del mundo. Sin transición tampoco, las paredes verticales se terminan, como si alguien hubiera aserrado parte de la montaña y tirado de la cima hasta quebrarla..
La cima no está vacía, sin embargo, torres y murallas se alzan el lo alto, continuando las laderas, apoyándose en las rocas que se asoman al abismo, continuando la pendiente. Dentro de la fortaleza, dominando la meseta que es la cima, otra montaña y en su cima una segunda fortaleza.
Nadie ha podido tomar nunca esta fortaleza. Mucho menos nosotros un puñado de bandidos desharrapados, de escudos y corazas abolladas, de espadas melladas.
Observo la fortaleza, recorro sus defensas con la vista, una vez, otra vez y otra y otra.
Imposible. Imposible. Imposible.
Las paredes de la montaña no se pueden escalar. Caen a pico sobre la llanura, sobre los lechos secos de los arroyos, cubiertos de fina arena, sembrados con rocas arrancadas de los cañones. Aunque se pudiera ascender hasta la cima. Luego quedaría trepar por las murallas, pero el rey maldito también pensó en ello. Las piedras han sido pulidas, hasta hacer desaparecer las junturas, hasta que no queda asidero o hueco que permita la ascensión.
Hay otro peligro.
Los cursos de los torrentes confluyen en el punto en el que nos encontramos, el único lugar desde el que se puede llegar a la fortaleza, si se viene desde la colinas, desde los pueblos y los campos cultivados. Una simple tormenta y los cañones se colmarán de agua, agua que vendrá a este punto, incontenible, barriendo cualquier cosa que encuentre a su paso, aniquilando a cualquier necio que haya acampado en este lugar.
Quienquiera asaltar esta fortaleza debe hacerlo pronto, pero para ello debe llegar al pie de las murallas. Desde la llanura sólo hay un camino, angosto y retorcido, que serpentea por ladera de la montaña, zigzagueando de izquierda a derecha, a derecha, siempre a la vista de los defensores, siempre a tiro de sus armas.
Aquél que construyó esta fortaleza, el rey maldito, no quiso dar oportunidad alguna a los atacantes, a mitad del camino, cerrándolo por completo, se alza una alta torre. No es posible rodearla. Su base está muy por debajo del sendero, sus paredes son más verticales que las de la montaña, su cima se une a la roca. Hay que asaltarla directamente, desafiar los proyectiles que desde allí se lancen, forzar sus pesadas puertas, para encontrar, una vez tomada, que no ofrece ningún refugio a los atacantes, que el resto de la fortaleza continúa allí, muy por encima de tu cabeza, tan orgullosa y desafiante como antes.
Hay otro camino para alcanzar la fortaleza, pero para alcanzarlo hay que descender al mar maldito. Desde allí, serpenteando entre las montañas, cruzando de una a otra en el lugar donde sus laderas se unen, rodeando sus laderas, llega a uno de los vértices de la fortaleza, allí donde ésta se separa de las demás cimas. El atacante sólo tendría que forzar una puerta como la de cualquier otra fortaleza, una muralla como la de cualquier castillo.
Antes tendría que llegar a ese punto, sin embargo. En cruzar el sendero se tarda un día y es imposible seguirlo de noche. La ruta es angosta, transcurre colgada de los abismos y cualquier que lo intente en la obscuridad se despeñará inevitablemente. Hay que hacerlo de día, por tanto, a la vista de los defensores, que pueden observar el sendero desde su inicio hasta su final, y prepararse con toda tranquilidad para la llegada de unos hombres exhaustos, unos hombres que llegarán sin equipo de asedio, apenas con lo que puedan transportar sobre sus hombros, porque el sendero es tan estrecho que no admite el paso de caballerías, que sólo permite que se cruce de uno en uno, el hombro rozando la pared de la montaña, el pie casi en el abismo.
Ésa es la fortaleza que vamos a tomar.
Nosotros, los bandidos perseguidos por toda la región. Los que aún seguimos con vida porque perseguirnos en el laberinto de montañas es demasiado costoso, completamente inútil si se considera el mínimo daño que somos capaces de infligir.
Ésa es la fortaleza que vamos a tomar, con nuestro exiguo número, con nuestras corazas y escudos abollados, con nuestras espadas melladas.
Porque ellos mismos, sus defensores, van a abrirnos las puertas, ellos mismos van a acogernos en su interior.
Los mismos que hace unos cuantos días habrían caído sobre nosotros, exterminado en el campo de batalla a cuantos pudieran, ejecutado sin juicio a quienes hubieran caído prisioneros.
Pero los tiempos han cambiado. Ahora todos somos hermanos.
Los que durante años habían humillado la testuz ante los romanos, ahora han elegido la rebelión. Los que durante años habían considerado al pueblo como algo prescindible, como una inmundicia ante la que se arrugaba la nariz, lleno de asco, si se la encontraba por la calle, ahora reclaman su ayuda, ahora hablan de unidad, ahora presumen de hermandad, ahora proclaman el reino, cuando necesitan hombres para sus ejércitos, cuando necesitan necios que mueran por ellos, para ellos, para conservar sus privilegios, para afianzar sus poder.
Nosotros aceptamos sus halagos y sonreímos y ellos no entienden la razón de nuestra sonrisa, la confunden y la interpretan de acuerdo con sus propios deseos.
Por eso, ahora, hoy, cuando nos mostrado en la explanada frente a la fortaleza de Masadá, las puertas del castillo se han abierto y por el camino que ningún atacante podrá ascender, desciende un enorme cortejo, precedido por músicos, encabezado por portaestandartes, nutrido con importantes personajes que marchan a caballo, escoltado por soldados de armas y corazas relucientes, cerrado por esclavos que portan regalos y ofrendas, el tributo de un rey que va a ser ofrecido a nosotros, la hez de la tierra.
No queremos defraudarles. No queremos avergonzarles. Reprimimos nuestra risa y formamos también nosotros, yo y unos cuantos más en cabeza, el resto tras nuestro grupo, en filas torcidas, con los cascos ladeados, los escudos colgados, apoyados los unos en los otros, señalando con curiosidad a alguno de los que se aproximan, burlándonos abiertamente de los que nos parecen ridículos, ahogando alguna risotada.
No nos prestan atención. Llegan a nuestra altura y los músicos se desvían a la izquierda, los portaestandartes a la derecha dejando el centro para el grupo de oficiales que marcha a caballo, para el comandante de la plaza que les dirige.
Por un momento, nos observamos en silencio. En otra ocasión, ya tendría la mano cerca del pomo de la espada, la yema de mis dedos acariciaría su superficie, presto a aferrarla y desenvainarla sin previo aviso, sabedor de que mis hombres harían los mismo en el mismo instante, sin que necesitase prevenirles, sin que fueran necesarias órdenes. Ahora sin embargo, mantengo mis manos bien a la vista, agarrando las correas de mi armadura. Sé que no piensan en atacarme. El hombre que está frente a mí tiene órdenes bien precisas de no hacerlo. Simplemente intenta averiguar cual de esos mendigos es el jefe de la banda.
Al fin se decide. Desmonta y con paso decidido, mostrando una sonrisa abierta, abriendo los brazos, marcha hacia mí. Antes de que pueda impedirlo, me abraza efusivamente, como se hace con un hermano, para demostrar que ya no hay más diferencias, que ya no existen distancias, que frente al enemigo común, aquel que busca acabar con nuestro pueblo, aquel busca terminar nuestro modo de vida, aquel que busca destruir la verdadera religión, ya no pueden existir enemistades, que todos debemos marchar unidos, codo con codo, hacia adelante, formando una sola línea, irrompible, impenetrable, frente a la cual se deshagan todos sus ataques.
A mi no puede engañarme. Noto el temblor de su cuerpo mientras me abraza, percibo la repulsión que le invade, el asco de aquel cuya piel es suave al sentir una piel áspera y arrugada bajo sus dedos, el temor de aquel que se lava y se asea todos los días, de aquel que viste ropas limpias, reemplazadas en cuanto tienen el menor defecto, a sentir la suciedad, la roña, que cubre otro cuerpo, que pega la ropa a los miembros, que los hace uno, las náuseas al sentir el olor penetrante, asfixiante, de otro hombre, cuando se está acostumbrado a los perfumes y a los aceites.
El horror de aquel cuya vida es regalada, y puede permitirse cumplir las normas, frente a aquel que tiene ganársela día a día, y no admite otra ley que no sea la de su propia supervivencia.
Es valeroso, sin embargo. Eso tengo que admitirlo.
Ha recibido estas órdenes y por mucho que le repugnen va a cumplirlas. Le han encargado que se alíe con aquellos que ayer debía ejecutar sumariamente. Su fidelidad ha sido puesta a prueba y el no va a defraudar a quienes la han otorgad su confianza.
Así que me toma por la cintura y me muestra a sus hombres. Esta es la fuerza del pueblo, proclama, éstos son los injustamente acusados, los cruelmente perseguidos, continúa, pero que ahora van a volver al seno de la nación. Es el tiempo de la reconciliación, el tiempo de olvidar, el tiempo de reparar. Con ellos, nadie podrá derrotarnos. Sin ellos, estaremos perdidos.
Cruza conmigo entre las filas de soldados, se dirige hacia el camino que lleva a la fortaleza, me conduce hacia él, asciende conmigo. Para dar ejemplo, me confía, al igual que un buen jefe, como él y yo, debe hacer al entrar en combate, y en una vuelta del camino, me muestra como sus hombres, sus oficiales lo primeros, han elegido cada uno un hombre de nuestra banda y marchan con él hacia la fortaleza, hermanados, restaurada la unidad, la armonía, que nunca debió haberse perdido.
Habla y habla y habla, y habla y habla y habla, y yo no le interrumpo. Dejo que me conduzca y no me resisto.
Me limito a sonreír, sin que él pueda interpretarme.
Arriba será nuestro momento.
Así salimos de Masadá, tú y yo, solos.
Así nos recibió aquel hombre, Simón, que ya comenzaba a ser saludado como rey por sus secuaces. Así le saludaste tú e inclinaste la cabeza y así tuve que imitarte yo también, lleno de asco, mareado. Así marchamos tras de él, revistando las tropas, el mejor ejército del mundo, en sus palabras, una masa informe de desarrapados, de desesperados, armados con piedras y chuchillos, sin corazas o cascos, descalzos e su mayoría. Así hizo nuestro elogio frente a todos, así nos aduló y tentó. Los primeros entre todos, los que habían iniciado la lucha, los que nunca habían retrocedido, aquellos cuya experiencia vencería cualquier obstáculo, aquellos que merecían que todos, incluso él, se inclinasen a su paso. Así nos colmó de honores, nos otorgo tierras que pronto habríamos de conquistar, así nombró los mayores cargos que en su corte pudiera exitir.
Así abandonamos nuestra cárcel y volvimos al mundo. Al país que habíamos abandonado hacía tanto tiempo ya, al país que se había alzado contra el invasor y había llegado a derrotarles, al país que había roto el yugo de sus gobernantes, descubierto sus mentiras, arrancado la mala hierba que crecía en sus seno. Al país que había preferido a Él y a Su reino y que había construido un nuevo estado más caro a Sus designios, más próximo a Sus leyes.
Al país que ya no existía.
Caminamos entre las antaño verdes colinas. Alguien las había incendiado, justo en el momento en que el trigo estaba en sazón. Entre las superficie requemada, aún eran visibles las líneas amarillas de los caminos, que ya no llevaban a ninguna parte. Granjas, aldeas, pueblos, también habían sido incendiados y, tras consumirse, sus escombros habían sido arrasados, sus superficie allanada por completo, hasta que sólo el vacío descubría que allá antaño habían habitado los hombres.
Los romanos habían sido derrotados, es cierto, sus muertos colmaban el foso frente a las murallas de Jerusalén, su cadáveres alfombraban la carretera hasta Cesarea, pero habían vuelto, en mayor número, con mayor cautela, sin avanzar un solo paso hasta haber afianzado bien el anterior, aplicando el rigor y la intensidad de la que sólo ellos son capaces. Tras sus paso no queda otra cosa que el vacío y la desolación. Ante su llegada huyen las gentes, como la caza frente a los batidores, convergiendo en el único lugar aún intocado, en la ciudad santa y eterna, la bendecida y maldita Jerusalén.
Pero se han marchado. Nuestro ejército avanza entre los campos arrasados, entre los pueblos carbonizados, sin encontrarlos. Los romanos no han venido este año. Los romanos no han vuelto este año. Eso nos dicen los pocos atrevidos que han tenido el coraje de volver a su hogar, los pocos aún con vida con que nos encontramos. Nadie sabe porqué, nadie conoce la razón, pero no importa. Su sola ausencia es ya una victoria, aunque no hayamos hecho nada por conseguirla. Él lo ha procurado todo. Su reino se aproxima. Estos son sus primeros signos. No tenemos más que extender la mano y coger los frutos ya maduros.
No faltan enemigos, sin embargo. Los romanos pueden haber desparecido,.pero la tierra es recorrida por partidas de hombres armados, hienas y chacales surgidos del corazón del pueblo, enemigos jurados los unos de los otros, que libran escaramuzas que se convierten en grandes batallas, que a su vez se convierten en victorias definitivas. Nosotros no somos distintos. Sólo nos distingue nuestro número. Si nos descubren a tiempo huyen sin dudarlo. Si les sorprendemos apenas pueden presentar resistencia antes de ser aniquilados. No acabamos con todos, sin embargo, a los supervivientes se les ofrece la oportunidad de unirse a nuestro número.
No suelen dudar. Se trata de luchar por la libertad. Por la igualdad. Por la verdadera religión.
Se trata de poder vivir un día más.
Al fin y al cabo quien vence es seguro que Le tiene de su lado. No cabe mejor prueba. Éxito llama a éxito.
El pueblo de los Idumeos moviliza a su ejército. Hemos estado saqueando sus tierras, alimentándonos de ellas, reclutando nuestros soldados de entre sus gentes, exterminando a aquellos que se nos oponían, arrasando los lugares que nos ofrecían resistencia. Son de nuestra misma religión, pero no importa, si nos combaten y resisten, si niegan la justicia de nuestra causa, el poder y los honores con los que Simón se ha investido, su ceguera y cabezonería no merecen otro castigo.
No nos tienen miedo sin embargo. Tienen su ciudad, Hebrón, fortificada a conciencia. Conocen el desprecio, saben como combatirlo. Convertidos a la nueva religión apenas hace unos siglos, los viejos creyentes, aquellos que pueden remontar su estirpe al primer templo, les miran con condescendencia, pero ellos no han dado su brazo a torcer, derecho que le han querido negar, derecho que han conquistado por la fuerza. Bien los saben los ricos y poderosos, lo que se reían de su rusticidad cuando llegaban a Jerusalén para visitar el templo. En este guerra, como plaga de langosta o tormenta de granizo, han atacado la ciudad santa, forzado sus puertas, cobrado venganza en aquellos que se burlaban.
No tienen miedo, son poderosos y su ejército lo es también. Esperan hacer con Simón lo mismo que con aquellos orgullosos fariseos, con aquellos sacerdotes pagados de sí mismo. No dudan que quebrarán nuestras filas y esparcirán al viento nuestras formaciones. Por primera vez, nuestro ejército vacila. Por primera vez, las ordenes son desobedecidas, por primera vez, los hombres no claman por marcar al combate.
Simón permanece tranquilo, sin embargo, y tú le observas como el espectador que adivina la mejor jugada y espera que el jugador la utilice, que su inteligencia se revele a la altura de la partida. A pesar de sus hazañas, los idumeos tuvieron que marcharse de Jerusalén con las manos vacías. Les usaron y se aprovecharon de ellos. Quieren volver allí, a la ciudad santa, y no combatir por estepas y desiertos.
Ante los ojos aterrorizados de nuestro ejército, el ala izquierda de los idumeos se lanza al ataque, mientras nuestra ala derecha, instintivamente, retrocede un paso, dos, tres, está a punto de dar media vuelta y emprender la huida. Nada de esto ocurre. Los idumeos no han desenvainado sus espadas, no blanden sus lanzas, no se protegen con los escudos. Un jinete cabalga ante ellos, corre hasta nuestras filas, las recorre una y otra vez. Todos somos hermanos, grita, todos somos el mismo pueblo, esta lucha no tiene sentido, el enemigo es otro.
Ambos ejércitos se abrazan. Las gritos de alegría se extienden por toda la formación. Juntos, enarbolando los cascos en la punta de las lanzas, intercambiando armas y escudos, marchan hacia el resto del ejército idumeo, seguidos por nuestro centro y nuestra izquierda. Nada se les opone, el resto del ejército idumeo se disuelve, se une al regocijo general, rinde las armas y se entrega, mientras unos pocos, los que consideran la fidelidad como una virtud, los que temen algún arreglo de cuentas, los jefes que saben que no habrá perdón para ellos, huyen en todas direcciones, sin ser perseguidos, por ahora.
Saben, sabemos, que no tiene refugio. Esa misma tarde, Hebrón nos abre sus puertas. Simón se apodera del palacio del gobernador, establece allí su corte, asienta allí su trono, proclama a Hebrón como la primera ciudad liberada. Jerusalén será la próxima, anuncia, no tardará, no tardará, profetiza y los gritos de júbilo ahogan sus palabras. La fiesta se extiende durante toda la noche, hasta que las calles están alfombradas con borrachos. Nadie vigila las murallas, nadie se ha preocupado en cerrar las puertas, cualquier enemigo acabaría con nosotros de un papirotazo, pero los romanos no han venido este año y los zelotas están encerrados en Jerusalén, demasiado ocupados en combatirse a sí mismos, en eliminar los restos del antiguo orden, en purgar una y otra vez sus filas, para que no quede mancha alguna que pueda ofenderLe.
Vago por las calles, caminando con cuidado entre los cuerpos, procurando no pisar a los caídos. Hemos liberado la ciudad, ha anunciado Simón, pero los romanos no se hubieran portado mejor. Las puertas reventadas, el silencio que domina en el interior, asó lo muestran. Es mucho peor dentro del palacio del gobernador. Allí, al abrigo de las paredes, los más cercanos, los más fieles se han entregado a los placeres que Él ha prohibido. Marañas de cuerpos enredados, en la posición en que el placer les ha derribado, cubren los suelos.
El asco, la rabia, me domina, exacerbado por el aroma sofocante del vino derramado, por el hedor agrio de los vómitos. Más cuando me encuentro con tu mirada. Cuando te veo sentado en una esquina, levemente iluminado por la luz mortecina de las teas que se consumen, sentado tranquilamente, espectador complacido, sonriendo en medio de los horrores, cuando has visto como Le insultan.
Marcho hacia ti, con deseos de abofetearte. Me has hecho seguir a este monstruo. Nos has forzado a ensuciarnos. Nos has obligado a inclinarnos frente a ese espantajo. Para no conseguir nada, para perderlo todo. Íbamos a ser sus consejeros, aquellos que entrenasen su ejército, los que le instruyesen en las artes del combate, los que les condujesen por el camino de la vieja y buena religión, pero no contábamos con sus cortesanos. Pronto vimos cerrado el acceso a Simón. Pronto comenzaron a tratarnos con desdén, a darnos la espalda, a discutir nuestras órdenes a rechazar nuestras propuestas, pronto nos dejaron claro cual era nuestro lugar, con qué debíamos conformarnos.
Y tu aceptaste todo, toleraste todo e hiciste que yo también lo aceptase, lo tolerase. Hasta hoy. Hasta este preciso momento. Ya es suficiente. No voy a tolerarlo más y si no quieres venir conmigo, tendré que abandonarte.
Jerusalén, dices antes que pueda hablarte. Eso es lo único que importa. Llegar allí, concluyes, mientras tu mirada me atraviesa, me fuerza a bajar la mía, avergonzado, me obliga a dar media vuelta y marcharme.
Abrumados por el botín, sin volver la vista a las columnas de humo que se elevan a nuestras espaldas, abandonamos Hebrón, que ya no existe. Nada debe quedar para los enemigos, sean romanos o zelotas. El pueblo Idumeo marcha mezclado con nosotros, hacia Jerusalén, dispuesto a recuperar la ciudad santa y establecerse en ella, porque el reino está próximo, así lo profetizan innumerables profetas, y quien ese día no esté tras la murallas de la ciudad santa será condenado, mientras el que se encuentre dentro será reconocido por el Señor y salvado.
Muy distintas son las obras del Señor y las obras de los hombres. Cruzamos las colinas en un solo día, hasta que al atardecer vemos relucir en el horizonte el pináculo dorado del templo. El ejército entero cae de rodillas y ora a quien está en lo alto, lleno de gozo, ensalzando Tu nombre, alabando tu gloría, agradeciendo tu ayuda, todos seguros de que mañana dormiríamos en la ciudad santas. Todos engañados, incluso tú, el que hablas con los ángeles.
No nos ponemos en marcha enseguida al día siguiente. Las primeras horas de la mañana, sentado sobre una elevación, rodeado de sus cortesanos y generales, como corresponde a un rey, Simón observa el perfil de la ciudad santa, que parece surgir de la nada sobre las cimas de la colinas. A un lado el palacio del rey maldito, señalado por las tres torres que ofenden al cielo, tan juntas que parecen una sola, el tocón de un árbol derribado. Al otro los pináculos del templo, blancos como la nieve de las montañas, relucientes como el sol del mediodía, teñidos de rojo por el sol de la mañana, colmados de azules en el lado que aún está en sombra.
En contra de nuestros deseos, no la orden de avanzar hacia la ciudad. Damos media y tomamos la ruta del mar maldito. La sorpresa primero, luego el desánimo, se extienden entre los hombres. Pero el rey ha decidido otra cosa, el sabrá el porqué, y todos callan hasta saberlo, no por mucho tiempo, pero callan por ahora.
Pronto se conoce la razón, en medio de la estepa que se convierte en desierto, justo a la mitad de camino entre Jerusalén y el mar maldito, se alza un denso bosque, ceñido por altas murallas, del cual nos llega el aroma de las flores y el rumor de las ramas mecidas por el viento, en el cual se centellean estanque y arroyuelos, un milagro en medio de la nada. Dominándolo todo una inmensa colina, circular, de laderas alisadas como si un artesano la hubiera tallado, coronada por una fortaleza también circular, marcada por torres también circulares, desafiando a todo y a todos.
Es la tumba del rey maldito. Olvidada en medio de la guerra, había sobrevivido, cuando el país entero había sido arrasado a su alrededor, custodiada por su guarnición que se había negado a apoyar a cualquier bando.
Ése es nuestro objetivo. Como en las estatuas de los gentiles, el hombre que nos guía, el nuevo rey, a lomos de su caballo, extiende la espada y señala el castillo sobre la colina. He ahí el símbolo de lo que aborrecemos. He ahí el recuerdo de los reyes, que nos entregaron a los romanos. He ahí la prueba del orgullo desmedido de los que prefirieron el poder y las riquezas a nuestro señor. Mientras no lo arrasemos, no tenemos derecho a entrar en Jerusalén. Purifiquemos la tierra, Purifiquémosnos nosotros con esta acción.
Las aclamaciones le interrumpen. Rota la tensión, sin esperar a que termine, los soldados se lanzan contra la fortaleza, profiriendo alaridos. Las puertas del jardín están abiertas, la traición que tan bien funciono en Idumea, ha surtido efecto aquí también. Pronto, entre las obscuras copas de los árboles, comienzan a elevarse finos hilos de humo, que se espesan y unen, hasta transformarse en columnas poderosas, hasta dejar ver los fuegos que los ániman, hasta que todo el jardín es un inmenso brasero y las cenizas apagan el fulgor de las cenizas.
Nadie se preocupa por la fortaleza de la colina, los soldados son atraídos por los edificios que se apiñan al borde de las laderas, en medio del jardín. Almacenes, cuarteles, palacios, la esperanza del botín embriaga a los hombres y pronto montones de muebles desventrados se apilan al pie de las ventanas y las llamas surgen de sus huecos, envolviendo a los edificios, ocultándolos tras el humo.
Nadie se preocupa por la fortaleza de la colina, ni siquiera el hombre poderoso que nos guía, rodeado de sus cortesanos, protegido por una guardia de corps, avanza con paso definido hacia el corazón del jardín, hacia un lugar que nadie ha pensado aún en saquear. Tú le sigues sonriendo, con curiosidad, con cierta sorna, adivinando lo que va a ocurrir. De repente los árboles terminan, una explanada se abre, ocupada por estanques y en el medio un templete, accesible sólo por estrechos caminos de piedra, casi a ras de las aguas.
Es la tumba del rey maldito, el símbolo que hemos venido a destruir. Sacudidos por el mismo impulso, corremos hacia su interior, empujándonos los unos a los otros, lanzando a alguno menos prevenido a las aguas. Al pie de la rotonda, nos detenemos un instante, la puerta está entreabierta, apenas una rendija, que dibuja un fina línea de luz en el obscuro interior. Con cuidado, temiendo un trampa, un soldado empuja la hoja con una lanza. La puerta se abre sin hacer ruido alguno, como si no existiera. La luz entra a raudales, iluminando el sarcófago, decorado con todas las victorias inventadas para ese rey, iluminando la tapa, apoyada contra la pared, iluminando su interior, completamente vacío.
La fortaleza nos observa desde lo alto, burlándose. Los que han llegado tarde, los que no han podido llenarse el morral con el botín, o emborracharse hasta la inconsciencia en las bodegas, la descubren en lo alto y se lanzan contra ella. No consiguen nada. Las laderas son demasiado empinadas para trepar, el camino que conduce estrecho y retorcido, las puertas cerradas fuertes y bien atrancadas, las almenas cubiertas de soldados atentos, que no fallan sus tiros.
En medio de la confusión, se escucha la orden de retirada. Llega en el momento justo, cuando los hombres, hartos y agotados, comenzaban a abandonar la fortaleza. Fuera, la marea humana se desparrama por la llanura, en todas direcciones, huyendo del incendio que ruge a sus espaldas, de la mirada severa de la fortaleza, amenazando con disolver el ejército, con dejar sólo y abandonado, excepto por sus cortesanos y aduladores, al hombre que hemos elegido seguir.
¡A Jerusalén! Se oye gritar ¡A Jerusalén!. La sola palabra basta para electrizar a los hombres que vuelven a agruparse, no en una formación ordenada, sino en un confuso cardumen, erizado de espadas, protegido por escudos semejantes a escamas, animado por corrientes internas que proyectan a unos hacia el exterior, arrastran a otros hacia el interior. ¡A Jerusalén! Gritan miles de voces al unísono. ¡A Jerusalén! Y en los intervalos de silencio se oye susurra a los hombres, esto sólo ha sido una finta, esto sólo ha sido una argucia, para hacer bajar la guardia a los zelotes, para que se marchen de la ciudad, para que los nuestros nos abran las puertas. ¡Viva nuestro general! Grita uno ¡Viva nuestro rey! Responden otros, y el grito se generaliza, retumbando en las montañas, atrayendo de nuevo a aquellos que habían decidido desertar, anunciando nuestra presencia hasta más del horizonte, hasta la propia ciudad santa, que pensamos sorprender.
No nos preocupa, confiamos en nuestra propia fuerza. Como bola que rueda ladera abajo, cada vez más rápida, imposible de detener, capaz de destruir a quién se le interponga, así esperamos quebrar cualquier resistencia, bien por la fuerza, bien por el miedo. Así lo pensábamos, así había de ser, pero nuestro impulso se detiene. En la última colina nos detenemos, el espectáculo de la ciudad santa, iluminada por la roja luz del atardecer, tan próxima que casi podría tocársela con la punta de los dedos, arrebata a los hombres, les hace pararse en seco, provocando que los que vienen detrás tropiecen con ellos, les eviten, se dispersen y se detengan a su vez, asombrados, tan fascinados que llegan a sentarse, a llorar, a reír como niños.
Sólo tú avanzas entre las filas, tranquilo, sonriendo con la misma expresión de curiosidad y sorna, observando las diferentes soldados de los soldados, como si hubieras vivido siempre en la ciudad santa y su perfil te fuera tan conocido que no necesitases mirarlo porque siempre lo llevas contigo, aunque yo sé que no puede ser así, aunque yo sé que es imposible, porque nunca has venido, así me lo has contado, aunque quizás aquellos tus ángeles que te visitan, te hayan traído a este lugar, te lo hayan mostrado y enseñado, obligado a aprender.
No tengo tiempo para ti. No tengo tiempo. Yo tampoco, como el resto de los soldados, puedo apartar la vista de la ciudad santa, pero, al contrario que ellos, no puedo mantener la mirada, mi corazón se desgarra. Ante mí veo el monte de los olivos, de donde descendimos llenos de esperanza y fe, a mis pies veo el barranco del cedrón, donde yací tanto tiempo dado por muerto, sobre él el templo, al cual apenas me atrevo a levantar la mirada, temeroso de su belleza, hasta que no puedo aguantar más y lo miro, y me estremezco sí, porque veo sus blancos muros tiznados por el humo de los incendios, y los techos dorados arrancados en parte, doblados y rotos, y las azoteas cubiertas de hombres armados y el patio sembrado de muertos.
Porque veo en fin que se abren las puertas, y una masa de hombres armados, un muro de escudos se lanza contra nosotros, como ya ocurrió en el pasado, como va a ahora a repetirse ante mis ojos. Grito y nadie me escucha. Sacudo a los que me rodean, pero nadie despierta, a lo sumo me contemplan con mirada alucinada, vacía, desprovista de preocupaciones. Corro entre las formaciones dando la voz de alarma, y nadie reacciona.
Permanecen embobados, fija la atención en la ciudad Santa, mientras la cuña enemiga rompe nuestras filas, las empuja y aparta. Muchos más corren ahora a través de nuestra formación, aterrorizados, tropezando los unos con los otros, empujando a los espectadores, huyendo de las espadas que sajan, de los escudos que aplastan. Aún así, muchos no despiertan, se sobresaltan un instante y retornan a su ensueño, para no salir nunca de él, cuando los enemigos llegan a su altura, cuando los eliminan de un golpe.
Ya no veo Jerusalén, levantando una nube de polvo, estando a punto de caer dos y tres veces, desciendo a la carrera por la empinada ladera de la colina, hasta el barranco que la separa de la siguiente, y asciendo, resbalando, agarrándome a los matorrales, marchando a cuatro patas, por la pendiente de la siguiente. No soy el único, no necesito volverme para comprobarlo. Una masa humana, sigue mis pasos, el ejército entero, convertido en una masa informe, se atropella, cubre la ladera que acabo de abandonar, rompe contra el fondo y me adelanta, me arrastra consigo hasta lo más alto, mientras arriba en la cima opuesta, aparecen los negros escudos de nuestros enemigos.
La noche nos salva. La noche y el miedo de los zelotas a alejarse de Jerusalén, su refugio, su abrigo, y al mismo tiempo el ciudad donde se libra una guerra civil, dentro de otra guerra civil que abarca el país entero, dentro de la guerra contra los romanos.
En la obscuridad, grupos de hombres vagan por los campos, los fragmentos de un ejército quebrado, sin rumbo ni destino, marchando en todas las direcciones, encontrándose de repente con otros grupos no menos asustados y desesperados que ellos, observándose un instante, temiendo que los otros les ataquen, sin estar dispuesto a ser ellos los primeros, separándose en direcciones opuestas, marchando todos sin darse cuenta en la misma dirección..
Yo camino sólo, sin nadie a mi lado, como siempre lo he estado hasta que te conocí, como siempre, creo, lo estaré a partir de ahora. No siento nada. No puedo permitirlo. Compruebo las correas de mi armadura. Tanteo el barbuquejo de mi casco. Aprieto con fuerza la empuñadura de la espada que blando, para comprobar que no la he soltado inadvertidamente, para asegurar que no me quedo dormido mientras camino.
Mientras todos vagan yo marcho en línea recta, sin desviarme. Sé hacia donde marcha el ejército. Como bestias que buscan la querencia, retornan hacia la base de la que hemos partido, hacia la capital del reino de Simon, hacia Técoa, su Jerusalén en tanto que Jerusalén no sea ocupada. No hay otro hogar para aquellos que han abandonado sus casas, quemado sus aldeas, unido sus suertes a la de este Simón. No hay destino seguro en un país devastado por los romanos, por los zelotas, por Simón, un país arrasado por igual por enemigos y defensores.
Aquí y allá aparecen luces. Hogueras prendidas por aquellos que ya no pueden más. No importa. Mañana o mañana por la tarde, o al día siguiente se les verá en Técoa, sin que nadie les pregunte, sin que nadie les reproche. Lentamente una luz espectral cubre los campos, rojiza y mortecina, la de un amanecer perpetuo que nunca se transforma en día, la de un atardecer eterno que nunca llega a la noche. Sobre las cimas de las colinas, se recortan las siluetas de los hombres que marchan lentamente, encorvados por el agotamiento, insensibles a todo, parecen surgir de repente, quedar allí inmóviles largo rato para luego desaparecer repentinamente. Un efecto solamente.
Esa luz me permite reconocerte. Te descubro encaramado en un roquedal, sentado con la espada apoyada en tu regazo, orientado hacia donde debe estar la ciudad Santa, pero mirando hacia el suelo, a tu mano que dibuja diseños intrincados en la roca sobre la que te sientas, sin que quede traza de ellos en dura superficie.
No puedo contenerme, me coloco frente a ti y empiezo a gritarte. ¿dónde están tus ángeles? ¿Qué ha sido de sus profecías? ¿Qué le debemos a este Simón? No espero a tu reacción, anudo pregunta tras pregunta, cada vez más irritado, cada vez más violento. Agitando la mano frente a tu rostro, acercando mi cara a la tuyo, salpicándote con la saliva.
No me respondes. Simplemente alzas la cabeza y me miras. Estremecido, descubro la tristeza que hay en tus ojos, las lágrimas que descienden por tus mejillas.
- Estábamos tan cerca – musitas – Estábamos tan cerca.
Miras a través de mí. Hacia la ciudad que anhelas.
- No volverán a mí hasta que no esté en ella.
Y cubres tu rostro con las manos y sollozas y no puedo hacer otra cosa que observar como tu cuerpo se estremece con el llanto.
Los gritos rasgan el aire.
No lo ha sospechado en ningún momento. Su brazo aún estaba sobre mis hombros y apenas he percibido un ligero temblor cuando la hoja de mi espada ha penetrado en su carne. Su rostro ha tomado una expresión de sorpresa, de asombro, de incredulidad y lentamente, muy lentamente, sus piernas se han doblado, su mano ha recorrido mi espalda, su cuerpo ha descendido, liberando mi arma, se ha tumbado y luego acurrucado, como un infante en su cuna, mientras la sangre empapaba sus vestiduras, se derramaba por el suelo, llegaba a tocar mis sandalias.
No han hecho falta señales. Ya estábamos de acuerdo. Un pequeño gesto por mi parte, el de llevar la mano a la empuñadura, un instante antes de desenvainar, y todos mis hombres han comprendido, todos mis hombres han actuado al unísono. En un abrir y cerrar de ojos, sólo quedamos nosotros, los bandidos, rodeados de cadáveres, uno por cada uno, los antaño orgullosos oficiales que gobernaban esta fortaleza, que no temían a ningún enemigo, que tenían poder de vida y muerte sobre las gentes de la región.
Aún quedan algunos vivos. Sus órdenes airadas así me lo muestran. Un acerico de lanzas se eriza en nuestra dirección, un muro de escudos nos rodea, pero el golpe final no llega, a pesar de las voces rabiosas de los oficiales, de sus apremios y amenazas.
Sin levantar la espada, alzo la cabeza de el cadáver que yace a mis pies a los soldados que nos rodean. Sonrío y esa sonrisa sorprende a nuestros enemigos. Yo debería tener miedo, presentir mi muerte y hundirme en el terror, suplicar por mi vida o lanzarme al encuentro de su armas para acabar cuanto antes. Nada de eso ven reflejado en mi semblante. Muy al contrario, son ellos lo que me tienen, los que nos tienen, miedo y mi sonrisa, mi alegría, aumenta al darme cuenta.
- ¿Qué vais a hacer ahora? – pregunto y les veo retroceder un paso, involuntariamente - ¿Quién es vuestro verdadero enemigo? – el rostro de los oficiales se contrae en una mueca – Ya lo habéis oído, él mismo lo ha dicho, ya no hay diferencias, ya somos un solo pueblo, hermanos entre los que no puede hacer querellas, pero lo que él no ha dicho – y señalo al cuerpo aún caliente – es que hay culpables de habernos mantenido separados, de habernos forzado a combatirnos, para gobernar ellos. Y esas gentes – y todos saben a quien me refiero – deben ser castigados. Y esas gentes no tienen derecho a la clemencia.
¿Qué vais a hacer? Repito. Seguro de la respuesta.
Veo las lanzas descender, los rostros, relajados aparecer tras los escudos.
Un oficial se interpone. De espaldas a mí, grita a los soldados que nos rodean, les amenaza, blande la espada sobre sus cabeza, pero de repente, veo que el arma se le cae de la mano y que el se desploma de espaldas, las manos apretadas contra el estómago, dejando ver a un soldado acurrucado en una posición defensiva, esgrimiendo una lanza,, cuya punta esta roja y aún gotea sangre.
Los escudos y las lanzas resuenan al chocar contra el suelo. Desarmados, la guarnición corre a nuestro encuentro, nos abraza, nos vitorea, nos agasaja. Su alegría contrasta con nuestro silencio. Intento zafarme de ellos, pero es imposible, les grito, pero no escuchan mis palabras. Tengo que resignarme a ver como los oficiales supervivientes logran huir y escalan a la acrópolis que domina el resto de la fortaleza.
Tendremos que combatir, queramos o no.
Protegido tras los escudos de varios de mis hombres, avanzo cautelosamente por el adarve. Unos pasos rápidos para enseguida detenernos y cubrirnos, temiendo una flecha o una lanza.
Una mirada rápida hacia las alturas.
Nada.
Un nuevo avance. De nuevo a cubierto. De nuevo una mirada furtiva.
Nada.
No me preocupo en cubrirme. Me levanto y observo la acrópolis donde se ha refugiado. Es un espolón de roca, de paredes verticales, que surge repentino en un extremo de la meseta. Sólo hay un modo de acceso a la cumbre. Justo allí donde las murallas se unen a la roca, parte un estrecho sendero, que se enrosca por la ladera y lleva hacia lo alto. Quien lo tome tendrá que avanzar sin protección alguna, a merced de los que custodian las alturas. Quien lo talló se ocupó de no construir una baranda o un parapeto, de forma que el abismo esté siempre a la vista, acechando, llamando a aquel que se aventure, asegurando cualquier descuido suponga despeñarse, que la mínima vacilación conduzca a la muerte.
Mis hombres titubean. Ya han conquistado la fortaleza y no piensan en arriesgar sus vidas. Que se mueran de hambre y sed los que están arriba, si quieren. Ellos no van a subir a sacarlos.
Me abro paso entre la pantalla de escudos, seguido por las miradas de asombro de mis hombres. No me vuelvo hacia ellos, tampoco miro hacia las alturas, simplemente comienzo la ascensión, despreocupado, como si estuviera dando un simple paseo.
Aprieto los dientes, tenso todo mi cuerpo, procurando aparentar indiferencia, mantener el paso relajado, mientras espero en cualquier momento el golpe que me derribe y me arroje al vacío, pero los pasos se suceden u continúo subiendo, cada vez más alto, más alto, sin que nada me detenga, seguido ya por mis hombres, que han corrido en pos de mí, que sienten vergüenza por dejarme solo.
Algo cae. Instintivamente me acurruco contra la piedra, intentando hurtar el cuerpo. No iba contra mi. Ante mis ojos cruza fugaz una forma negra, enorme, que me atrae al abismo, que me hace asomarme a su borde. La veo caer, lentamente, como en un sueño, rebotando contra las piedras del precipicio, una y otra vez, una y otra vez, hasta estrellarse contra las arenas del fondo.
Entonces oigo los gritos, agudos y desesperados, y los vemos caer uno tras otro, las armas con que se han dado muerte aún en sus manos, relajados unos, aceptando la muerte que han elegido, agitándose y revolviéndose otros, luchando inútilmente, hasta que nos llega un ruido seco desde el fondo y dejan de moverse.
Luego el silencio.
El viento sopla con fuerza en lo alto, como si quisiese llevarnos consigo al igual que ha hecho con nuestros enemigos, al igual que pretende derruir los edificios que ocupan la cima. Uno de ellos nos atrae a su interior. En su puerta yacen dos hombres, enredados en la muerte que se han dado mutuamente. Entramos, pasando con cuidado por encima de sus cuerpos, y nos perdemos en la obscuridad. La puerta no lleva a ninguna parte, sino es a un pasillo que rodea al edificio y en uno de cuyos extremos brilla la luz.
Es un mirador el lugar a donde nos ha conducido el corredor. La luz, repentina tras la obscuridad, nos ciega y sólo lentamente volvemos a ver, para, al igual que tantos visitantes antes que nosotros quedarnos asombrados por la vista. A un lado la superficie pulida y opaca del mar maldito, al otro las verdes colinas de Judea, justo delante el caos de montañas y desfiladeros, tallados por vientos y torrentes, que llevan de un lugar a otro, del paraíso a linfierno, el limbo, la tierra de nadie que ha sido nuestro refugio, nuestro hogar, durante tantos y tantos años.
Tras él, tras las montañas y los barrancos, más allá del mar maldito, en medio de la llanura desértica, reluciendo en el horizonte, la blanca fortaleza de Herodión, encaramada en su colina, severa y solitaria, signo del poder de este rey al igual que esta fortaleza.
Pero tras ella, dominándola y aplastándola, casi invisible, fantasmal, escondida entre las brumas, intuida y recreada, esta el brillo del dorado del templo, su albor de nieve, su grandeza de montaña, demostrando Su poder, el único que es eterno, el único al que nadie puede oponerse.
Abandonamos la luz y seguimos el pasillo. Estamos dando la vuelta al edificio, hasta casi llegar a la puerta de entrada, pero antes de hacerlo nos corta el paso un muro y nos fuerza a una amplia estancia, sumida es sombras, si no es por una solitaria lucerna, abandonada en medio de la habitación, brillando vacilante en medio de la nada.
Avanzamos. Nuestros pies se pegan al suelo, cubierto de un líquido obscuro y pegajoso. Nuestros ojos se acostumbran a la obscuridad y poco a poco a poco vamos discerniendo las formas, los bultos acurrucados en el pavimento, como hatos de ropa olvidado, las distintas maneras en que un cuerpo puede ser encontrado por la muerte, las manos apuntando a ninguna parte, extendidas hacia algo que se quería coger, tapándose el rostro para no ver, intentando agarrarse para no caer, cerrados levemente los puños como los infantes en sus cunas.
Son todos mujeres. Deben ser las mujeres de los oficiales que han saltado al vacío, justo después de darles muerte para que no cayeran en nuestras manos.
Hay otras mujeres en la habitación aparte de estas muertas. Bailan en las paredes, juegan, recogen fruta. No necesitan a nadie que no sea ellas mismas, no necesitan nada que no sea su propia belleza. Nos miran. Nos miran. Nos miran. Se ríen de nosotros. Nos desafían.
¿Quién grito el primero? Imposible saberlo. Cada uno de nosotros eligió a una y con su espada comenzó a picar la pared, en esos rostros felices y hermosos, hasta que desaparecieron, hasta que no quedo otra que la pared desnuda.
Todos menos yo, que me aparte de ellos, que desanduve el camino, que busque el viento que me impidiese oír.
Sin poder explicármelo, marche hacia el vértice de la acrópolis, hasta el punto donde se juntaban las murallas que protegían la fortaleza entera. Allí, oculto hasta que no estabas justo encima, había una escalera que descendía hacia la nada.
Hacia las copas de unos árboles, agitadas por el viento, cuyo rumor llegaba hasta arriba.
El refugio dentro del refugio. El santuario dentro del santuario.
Y caí de rodillas y comencé a llorar. Sin saber porqué.
Lo percibimos, lo percibiste, enseguida.
Era un mensajero como los demás, quizás un poco más agitado, quizás un poco más sudoroso, quizás un poco más agotado. Era en mitad de la noche, cierto, pero el tráfico de mensajes nunca se interrumpía, aunque la mayor parte no tuvieran sentido, aunque la mayor parte no fueran atendidos, aunque la mayor parte no fueran respondidos.
Tú te pusiste en pie, sin embargo. Tu expresión se había iluminado, con un brillo que no recordaba desde hacía semanas, desde que estuvimos a punto de llegar a la ciudad santa, desde que nos expulsaron de allí.
Es ahora, dijiste. Es ahora, repetiste y corriste al medio del patio, para ser de los primeros en escuchar la orden, para ser de los primeros en partir en cuanto se diera la señal.
Una agitación conmueve el patio. Un presentimiento se extiende entre los hombres, que se alzan, despiertan a sus compañeros dormidos y se congregan frente a las gradas de la casa, allí donde Simón aparece, vestido con su armadura, rodeado de sus cortesanos y generales, mostrando una amplia sonrisa, infundiendo valor y confianza a todos los que rodean.
La ciudad es nuestra, anuncia y las aclamaciones ahogan su voz. Por un instante, nos deja ir, disfrutar de nuestro gozo, lo saborea el mismo, para luego hacer señas, los brazos extendidos, reclamando nuestro silencio.
Creían poder oponerse a Su poder, continúa, pero Él es más fuerte que cualquier hombre y nadie puede oponérseLe. Finalmente la tiranía de esos indignos va a ser quebrada y arrojada al basurero. Así nos lo comunican desde la ciudad, un sacerdote, uno de aquellos consagrados a Su servicio, este hombre que tenéis aquí a mi lado. Sus puertas van a estar abiertas esta noche. Para nosotros. Y nadie puede detenernos.
Bastan estas palabras para que un torrente humano se ponga en movimiento, en medio de la obscuridad, sin antorchas ni luces para que no podamos ser descubiertos, pero derechos hacia la ciudad santa, sin que podamos extraviarnos, porque sabemos de memoria la dirección en la que está, los obstáculos del camino, las vueltas y revueltas del camino, aprendidos a lo largo de tantos intentos fracasados, memorizados en tantos días de deseo y espero.
Tu corres entre la multitud, ajeno a todo y a todos, incluso a mí, que te sigo, y pronto alcanzamos la cabeza y pronto nos separamos de los demás, de la masa que marcha lenta y pesadamente, hasta que ya somos sólo unos pocos, los más rápidos, los más deseosos, los más valientes, que se animan mutuamente a gritos, que a medida que se acercan comienzan a hacerlo a señas, para que no puedan descubrirlos desde la ciudad. Poco a poco también, descubren que no somos unos principiantes, aceptan nuestra experiencia, nos reconocen como sus jefes, y tú sonríes, sonríes y marchas al frente,
Sólo queda una colina. Cautelosamente nos asomamos a su cumbre, apenas asomando las cabezas. La amplia explanada que nos separa de la ciudad está vacía. No hay nadie patrullando las murallas, nadie en las torres, nadie en el arco de la puerta, cuyas hojas están abiertas de par en para, sino es por una silueta que pasea nerviosa, apenas visible entre las sombras.
Detrás de nosotros, los hombres cuchichean. El miedo ha substituido a la excitación de hace apenas unos momentos. El temor de los últimos pasos, la seguridad de que se trata de una trampa, planeada para ellos, con la sola intención de matarlos, pero no hay tiempo ya, en el este, la obscuridad comienza a teñirse de azul, y el perfil de los edificios se dibuja aún confuso sobre el cielo. No hay tiempo ya, sea una trampa o no lo sea, y tú y yo ya hemos muerto varias veces.
Sin hacernos una seña, sin mirar si nos siguen, corremos hacia la puerta de la ciudad. La silueta continúa aún su ronda incansable, ajena a nuestra aproximación, hasta que se para en seco, nos hace señas para que nos acerquemos, para que guardemos silencio. Aún duermen, dice, y su mirada se dirige asustada de uno a otro, aún duermen, y parece tranquilizarse al ver que, de la obscuridad surgen, uno a uno, hombres armados y que del oeste, empieza a oírse, cada vez más nítido, el ruido de las olas lejanas que baten contra la costa, el rumor de un torrente que pronto se convertirá en rugido y que lo inundará todo.
Aún duermen, repite el hombre agitando los brazos, y, rápidamente ocupamos la torre y acabamos con los guardias, sin que se lleguen a darse cuenta de su muerte. Aún duermen, repite el hombre y al principio no le entendemos, hasta que señala al este, al pináculo del templo, que los primeros rayos del sol hacen arder.
El templo, gritas, y te veo estremecerte y antes de que pueda detenerte ya estás corriendo, ya has desaparecido entre las callejuelas, y yo te estoy siguiendo, por simple impulso, sin comprenderte, hasta que tengo la misma iluminación, hasta que entiendo que podemos haber tomado la ciudad, hacernos dueños de ella y perder al mismo tiempo la batalla y la guerra, si nos apoderamos del único lugar que tiene importancia.
Corres y corres y corres y corres. Mirando sólo hacia delante, despreocupado de los peligros, ciego a lo que no sea el templo, el dorado pináculo que se eleva sobre las azoteas de la ciudad. Si no corriera tras de ti, no habrías podido recorrer ni la décima parte del trayecto. La ciudad comienza a despertarse. Aquí y allá, medio dormidos, a medio vestir, los enemigos abandonan sus casas. Te ven pasar corriendo, descubren que eres un enemigo, se lanzan en tu persecución, pero no me perciben, a mí, que te protejo, a mí que les alcanzo antes de que puedan aproximarse y hacerte daño, sin que tu lo percibas, sin que aflojes en tu carrera, sin que te vuelvas.
Es sólo al principio. El rumor del torrente, de la inundación que anuncia nos sigue. Los gritos que llaman al combate, el entrechocar de las lanzas, las columnas de humo que anuncian los incendios, se extienden por toda la ciudad. Los enemigos que nos encontramos no piensan ya en combatirnos, la mayoría sólo piensa en huir, se dispersan en todas direcciones buscando una vía de escape, la más rápida, la más directa, aquella que nosotros no conocemos, los que, en esta ciudad desconocida sólo sabemos perdernos.
Hasta que las casas desaparecen y tú te detienes y yo arrastrado por mi impulso estoy a punto de tirarte al suelo. Permaneces inmóvil, fascinado por la vista, mientras a tu alrededor, a nuestro alrededor corren los enemigos, sin aliento, enloquecidos por el espanto, hacia el puente, que cruza el barranco, hasta el templo de murallas blancas, que se eleva sobre la colina de enfrente, substituyéndola, como si ésta hubiera sido construida también por los hombres, como si ésta y el propio templo fueran obra también del rey maldito.
Gritas de placer, porque ante nosotros está el templo, lo que durante tantos habíamos soñado y deseado, y ya sólo queda cruzar el puente y entrar en su recinto, purificarse con agua viva y ofrecer una víctima en holocausto, en Su nombre, para que Él nos mire y Nos bendiga, porque hemos cumplido sus mandatos y no cedido jamás en nuestra fe, y yo mismo me siento transportado por tu alegría y casi estoy a punto de hincarme de rodillas y de comenzar a llorar.
Pero tu grito de gozo se transforma en un alarido de horror, porque, frente a nosotros, las puertas del templo se están cerrando, porque, ante nuestros ojos, sin que podamos evitarlo, los enemigos se atrincheran, e intentas correr hacia las puertas, para detenerlas, para escurrirte por una rendija, pero yo me lanzo contra ti y derribarte, justo cuando una salva de flechas vuela sobre nuestras cabezas y derriba la primera fila de los nuestros, los primeros en llegar al templo.
Te arrastro por el pavimento, aunque te retuerces y pataleas, temiendo que en cada instante una flecha te alcance o me detenga, pero los arqueros del templo están más interesados en impedir un ataque y no se preocupan de nosotros, así que podemos alcanzar el pretil del puente y protegernos tras él, para contemplar como cualquier intento de avance de los nuestros se frustra en un montón de muertos, como ya no lo intentamos y nos limitamos a buscar refugio, abrigo contra los arqueros que no fallan.
E, inconscientemente, relajo mi abrazo y consigues librarte, te pones en pie mostrándote frente a los arqueros y les recriminas y les amenazas, extendiendo el puño, lanzando espumarajos de rabia, el rostro contraído en una mueca de dolor.
¿Cómo os atrevéis?, gritas, ¿Cómo podéis oponeros a Sus designios? ¿Hasta donde llega vuestro orgullo? ¿Es que no le tenéis miedo? ¿Es que no teméis su cólera?
Las flechas cesan, los enemigos que cubren las azoteas del templo bajan sus arcos y sus lanzas. Una risotada, proferida por decenas de voces, es la respuesta.
Vosotros sois los que os oponéis a Sus designios. Grita una voz más poderosa que la tuya. Vosotros sois los que incumplís Sus mandatos. Vosotros seréis aplastados por vuestro poder.
Y no sabes que responder y tu brazo desciende sin energía y tus rodillas se doblan y te precipitas al suelo y te haces un ovillo y cubres tu cabeza con las manos y sollozas y sollozas y sollozas y sollozas y sollozas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario