Muchas veces he dicho que para un aficionado pocos caminos hay tan emocionantes como el de la animación. Emocionante en el sentido de que en esto de la cinefilia llega un instante en que uno cree saberlo todo, haberlo visto todo, así que encontrarse con una tradición de la que se desconocía prácticamente todo y en la que cada paso es de descubrimiento, le hace a uno volver a los tiempos de la juventud cuando caminaba por el mundo con una larga lista de películas imprescindibles que había que ver antes de morir.
Por supuesto, cuando hablo de animación, no me refiero a Pixar, convertida en el modelo de la animación para todos aquellos, público en general o crítica especializada, que despreciaban esa forma o la consideraban como algo reservado a entretener a los niños, ni tampoco de Disney, el epítome de todo lo malo y execrable en cine para la tradición surgida de los Cahiers, ni tampoco a las series supuestamente transgresoras y subversivas, como es el caso de Family Guy o American Dad, pero que en cuanto se rasca un poco es posible darse que cuenta que no son otra cosa que una metástatis de la derecha ultramontana de los EEUU.
No, lo que yo entiendo por animación es una forma protéica, en la cual han trabajo artistas que han militado en la vanguardia artística de su tiempo (como fue el caso de Richter, Lye o Fischinger, por nombrar algunos) y que ha creado productos artísticos de una radicalidad imposible no ya para el cine comercial, sino para una forma tan conservadora y limitada como el largometraje, tan parecido a la novela en hacerse aparecer como la única forma válida y posible, pero en realidad refugio de todas las medianías que intentan hacer ver que ellos también son capaces de cultivar la forma más noble de todas... y trampa mortal para tantos buenos directores de cortos que se ven impelidos a intentar la aventura del largo.
Si parezco un tanto irritado, es simplemente porque esta semana he descubierto a uno de esos creadores esenciales de la animación de los que nadie se acuerda y que para mí era completamente desconocido hasta hace unas semanas, aun cuando había visto algún corto suyo en estas compilaciones mamut de cortos que constituyen una de las pocas maneras de hacer visible la animación. En concreto, he descubierto su mediometraje Chronopolis de 1988, una de esas películas apenas vistas, pero que merecen un puesto de honor en la corta lista del surrealismo en el cine.
¿Y de qué va Chronopolis? El mismo autor, medio en serio, medio en broma, nos habla de que llegó a enterarse de la existencia de esa ciudad gracias a unos antiguos manuscritos, cuatro en total, donde se narraban la contumbres e historia de una ciudad más allá del tiempo del espacio. Un relato incompleto y plagado de contradicciones, bien porque parte del contenido se había perdido, bien porque los autores se negaban a revelar los secretos de la ciudad, refiriéndose a ellos con alusiones, envolviéndolos en vaguedades, pero de los cuales se podía inferir que allí vivían inmortales, repitiendo siempre las mismas acciones, sin poder abandonar nunca la rutina de las mismas, en la espera de la llegada de un momento que rompería el ciclo.
Eso es precisamente lo que nos narra la cinta. Las actividades cotidianas, infinitamente repetidas de esos seres sobrehumanos, semejantes a estatuas colosales, que habitan la eternidad, en donde presente, pasado y futuro, carecen de sentido, de manera que es imposible determinar qué conduce a qué, qué fue la causa de qué. Un conjunto de acciones ritualmente repetidas, cuya justificación y razones fue olvidada largo tiempo ha, incapaces de hacer variar la expresión de esos dioses que las generan y observan, ajenos de la crueldad o la arbitrariedad de su actos sobre las criaturas que los sufren.
Una película que, por tanto, se nos muestra sin historia aparente a nosotros observadores de esas acciones sin finalidad ni orden temporal, que se nos muestran interrumpidas antes de que podamos deducir su conclusión, que se intercalan con otras aparentemente sin relación alguna y llegan incluso a superponerse con ellas, en clara alusión a esa eternidad sin cambios, sin tiempo, en el que viven sus protagonistas. Un modo, que es claramente el del surrealismo, narrador de mundos incompresibles para los espectadores, nosotros, pero perfectamente racionales y claros para sus habitantes, pero de cuya observación detallada, a pesar de su absurdo, han de deducirse lecciones ejemplares para nosotros y nuestra existencia, por muy alejada que nos parezca de aquella representada.
Por que estos dioses dotados de la inmortalidad, del poder de crear y destruir casi de la nada, pero que sin embargo ya no hacen otra cosa que esperar ese momento en el que un extrañó romperá el ciclo que le aprisiona y les asfixia.
Para hallar la libertad en la muerte.
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