I saw Charlie Chaplin's the Great Dictator while I was making that picture. It has been confiscated in the Philippines and brought to Japan. It was screened at the company's private preview room, packed with people on a hot summer afternoon. There were no subtitles. It was his first talkie, and, at the end, Chaplin talks on and on. One man in the room who understood English gave us a translation in a soft voice, and all around him people listened. As I too, listened, I thought, "What marvellous things he's saying, accussing fascism and Hitler. What am I doing here, when he is really doing something, conveying frankly his true inner mind?" That's why his movie is so strong.
Testimonio de Hirosawa Ei, tal y como se recoge en Japan at War de Haruko Cook y Theodore Cook.
Mi lectura durante las últimas semanas, excepto en los varios viajes que me ha tocado hacer, que los he dedicado al último volumen de las memorias de Casanova, del cual ya hablaremos, los he ocupado en la lectura del enésimo libro centrado en la guerra del Pacífico. Un volumen que, frente a todo el patrioterismo americano que se trasluce en películas como Pearl Harbour e incluso en series como The Pacific, se centra en la versión japonesa, en como un estado liberal se transformó en una dictadura militar, fuertemente ideologizado y sometido a vigilancia policial, donde cualquier elemento discordante era inmediatamente reprimido. Un país donde se promovía una idea de superioridad racial, no ya frente a los europeos, sino ante los mismos asiáticos que se pretendía liberar, a los que se consideraba piezas prescindibles en la consecución de un destino fijado por el destino, idea que pronto se traslado a la propia población japonesa, para la cual, cuando las cosas se torcieron, la única salida que se les dejo fue la del suicidio nacional, la inmolación de cien millones de almas, que habría de asombrar al mundo.
Esta historia, en pocas palabras, es la de un descenso a los infiernos, la de una sociedad que se destruye a sí misma en una guerra que no podía ganar, y durante la cual los sacrificios, las pérdidas son cada vez mayores, sin que la salida natural, la rendición, sea posible, debido a la obcecación ideológica de sus dirigentes, transmitida e inculcada a todos los sectores de la población.
Porque esta historia esta contada, en este libro, no con los informes militares o los documentos burocráticos, ni siquiera con las memorias o testimonios de los supuestos protagonistas, los que ocuparon sillones en los ministerios o los que mandaron las tropas en combate. No. Ésta historia está contada desde abajo, con los testimonios de personas anónimas, normales y humildes, a las que sólo la excepcionalidad de esa guerra, de ese momento provocó que sus experiencias, sus recuerdos se salgan de lo corriente, una ventana a un mundo que en nuestro occidente, nadie ha tenido que sufrir en las últimas décadas, por fortuna.
Una historia, como digo narrada por sus propios protagonistas, los que tuvieron que soportar todas las cargas, afrontar todas las penalidades, sufrir todos los sacrificios. Contada con sus propias palabras, sin interrupciones ni deformaciones, más allá de unas brevísimas introducciones que sirvan para que entendamos el lugar y el tiempo en que esa narración tuvo lugar. Testimonios que provienen de todos los segmentos de la sociedad, de aquellos que creyeron en esos ideales y decidieron la política a seguir, y aún siguen considerando justa y necesaria esa guerra. De los que se opusieron, por convicción propia o simplemente escepticismo, y vieron su resistencia quebrada y castigada, o tuvieron que sobrevivir en la semiclandestinidad, evitando ser arrastrados hacia la destrucción. De todos aquellos, por último, a los que les arrastró el torbellino y sobrevivieron lo mejor que pudieron, incapaces de luchar contra las fuerzas de la historia, incapaces en muchas ocasiones de despertar del sueño nefasto en que un país entero se vio sumergido.
Gente, en fin, como el testimonio que encabeza esta entrada. Un joven cuyo sueño era trabajar en la industria del cine, como guionista, y cuyos primeros pasos se dieron en plena guerra para ser interrumpidos por la orden de movilización que afortunadamente no le llevó a primera línea, aunque tal hubiera sido su destino si el desembarco en las islas metropolitanas se hubiera finalmente producido. Un breve tiempo de felicidad, el de su vocación frustrada, en el que que pudo darse cuenta de la mentira en la que vivía el país entero, aunque el tuviera que colaborar en construirla y difundirla, y donde, en proyecciones secretas como la que se narra, en la que se mostraban películas prohibidas, pudo comprobar que, en esa guerra, la justicia y la razón no estaban del lado de su país, puesto que ellos, y no otros, eran los prentendía sojuzgar el mundo.
Mintiendo y engañando, soguzgando y oprimiendo, primero, a su propia gente. Esa a la que decían proteger.
Testimonio de Hirosawa Ei, tal y como se recoge en Japan at War de Haruko Cook y Theodore Cook.
Mi lectura durante las últimas semanas, excepto en los varios viajes que me ha tocado hacer, que los he dedicado al último volumen de las memorias de Casanova, del cual ya hablaremos, los he ocupado en la lectura del enésimo libro centrado en la guerra del Pacífico. Un volumen que, frente a todo el patrioterismo americano que se trasluce en películas como Pearl Harbour e incluso en series como The Pacific, se centra en la versión japonesa, en como un estado liberal se transformó en una dictadura militar, fuertemente ideologizado y sometido a vigilancia policial, donde cualquier elemento discordante era inmediatamente reprimido. Un país donde se promovía una idea de superioridad racial, no ya frente a los europeos, sino ante los mismos asiáticos que se pretendía liberar, a los que se consideraba piezas prescindibles en la consecución de un destino fijado por el destino, idea que pronto se traslado a la propia población japonesa, para la cual, cuando las cosas se torcieron, la única salida que se les dejo fue la del suicidio nacional, la inmolación de cien millones de almas, que habría de asombrar al mundo.
Esta historia, en pocas palabras, es la de un descenso a los infiernos, la de una sociedad que se destruye a sí misma en una guerra que no podía ganar, y durante la cual los sacrificios, las pérdidas son cada vez mayores, sin que la salida natural, la rendición, sea posible, debido a la obcecación ideológica de sus dirigentes, transmitida e inculcada a todos los sectores de la población.
Porque esta historia esta contada, en este libro, no con los informes militares o los documentos burocráticos, ni siquiera con las memorias o testimonios de los supuestos protagonistas, los que ocuparon sillones en los ministerios o los que mandaron las tropas en combate. No. Ésta historia está contada desde abajo, con los testimonios de personas anónimas, normales y humildes, a las que sólo la excepcionalidad de esa guerra, de ese momento provocó que sus experiencias, sus recuerdos se salgan de lo corriente, una ventana a un mundo que en nuestro occidente, nadie ha tenido que sufrir en las últimas décadas, por fortuna.
Una historia, como digo narrada por sus propios protagonistas, los que tuvieron que soportar todas las cargas, afrontar todas las penalidades, sufrir todos los sacrificios. Contada con sus propias palabras, sin interrupciones ni deformaciones, más allá de unas brevísimas introducciones que sirvan para que entendamos el lugar y el tiempo en que esa narración tuvo lugar. Testimonios que provienen de todos los segmentos de la sociedad, de aquellos que creyeron en esos ideales y decidieron la política a seguir, y aún siguen considerando justa y necesaria esa guerra. De los que se opusieron, por convicción propia o simplemente escepticismo, y vieron su resistencia quebrada y castigada, o tuvieron que sobrevivir en la semiclandestinidad, evitando ser arrastrados hacia la destrucción. De todos aquellos, por último, a los que les arrastró el torbellino y sobrevivieron lo mejor que pudieron, incapaces de luchar contra las fuerzas de la historia, incapaces en muchas ocasiones de despertar del sueño nefasto en que un país entero se vio sumergido.
Gente, en fin, como el testimonio que encabeza esta entrada. Un joven cuyo sueño era trabajar en la industria del cine, como guionista, y cuyos primeros pasos se dieron en plena guerra para ser interrumpidos por la orden de movilización que afortunadamente no le llevó a primera línea, aunque tal hubiera sido su destino si el desembarco en las islas metropolitanas se hubiera finalmente producido. Un breve tiempo de felicidad, el de su vocación frustrada, en el que que pudo darse cuenta de la mentira en la que vivía el país entero, aunque el tuviera que colaborar en construirla y difundirla, y donde, en proyecciones secretas como la que se narra, en la que se mostraban películas prohibidas, pudo comprobar que, en esa guerra, la justicia y la razón no estaban del lado de su país, puesto que ellos, y no otros, eran los prentendía sojuzgar el mundo.
Mintiendo y engañando, soguzgando y oprimiendo, primero, a su propia gente. Esa a la que decían proteger.
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