martes, 28 de septiembre de 2010

100 AS (XXXb): Three Little Pigs (1933) Walt Disney


 Desgraciadamente, el domingo pasado me fue imposible cumplir con la cita semanal con la lista de mejores cortos animados que recopilara el festival de Annecy, así que aprovecharemos hoy para subsanar otra falta. Por otra parte, los que hayan seguido estas anotaciones sabrán que de vez en cuando añado algún corto tipo "b", sin otra razón especial que el hecho de que las "recopilaciones" de los cortos que corren por ahí, no han podido encontrar todos los que figuran en la lista de Annecy y han añadido algunos "de igual calidad" como dicen en los anuncios.

Esto en sí no es malo, por supuesto, ya que toda lista es incompleta y siempre se quedan fuera, por falta de espacio, magníficos cortos, con lo que la mezcla de varias fuentes sirve para obtener una mejor visión del tema tratado, especialmente cuando se trata de una forma tan injustamente olvidada y menospreciada como la animación.

En este caso se trata de un corto que tiene un valor especial, por muy diferentes razones que no tienen que ver con su calidad, de la que ya hablaremos. La primera es que este corto es de los pocos que figuran en la retina de varias generaciones de espectadores, hasta el punto de haberse superado a sí mismo y haberse convertido en mito, siendo conocido y reconocido, a pesar de no haber sido nunca visto, como ocurre por ejemplo en literatura con Treasure Island o The Strange Case of Dr Jeckyll and Mr. Hide, en un claro ejemplo de la victoria absoluta de Disney sobre todos sus rivales y de como consiguió que durante décadas Disney y animación fueran sinónimos.

Por otra parte, en una vuelta inesperada del destino, éste corto es el padre de una larga dinastía de cortos que lo adaptan de forma ironica y que fueron realizados por los mejores animadores del momento. Tal es el caso de Tex Avery y su Blitz Wolf



o de Friz Freleng y sus Three Little Bops




dos cortos, entre muchos, divertidos e imaginativos a más no poder, y que basan parte de su gracia en poner patas arriba el esquema propuesto por Disney, especialmente su sensiblería y ñoñeria, aún no tan patente e insoportable por aquellos fechas.

Por supuesto, aquellos que hayan leído estas notas, sabrán que no soy especialmente fan de la Disney, no tanto de su producción en sí, sino de su deriva hacía productos cada vez más blandos, impersonales e inócuos, así como del daño que su victoria en los 30 le causó a la animación, puesto que esa igualdad entre Disney y animación, dogma de fe durante decenios, llevó a los young turks  de Cahiers de Cinéma a despreciar en bloque a la animación y calificarla como no cine, cuando en los 30, los teóricos de la modernidad y la vanguardia, la consideraban como una de las formas más prometedoras.

No obstante, dejando aparte estas consideraciones (y el odio que tiene la Disney actual hacia su pasado, que le lleva a editar sus cortos clásicas con tiradas mínimas y sin restaurar en absoluto) hay que decir que Three Little Pigs, sólo por la calidad de su animación es una obra más que notable. Ha envejecido mal, como toda la Disney, y frente a la Warner su humor nos parece forzado y su estilo anticuado, pero aún así, como digo es un ejemplo de animación casi perfecta, con una magnífica sincronización entre movimiento y música, además de detalles completamente inesperados, como el que he querido recoger arriba, en el que el lobo disfrazado de cordero, mira al público como queriendo comprobar si vamos a avisar a los cerditos refugiados en la casa de ladrillo.

Y como siempre, les dejo con el corto, para que lo disfruten.


lunes, 27 de septiembre de 2010

FdI Cuento XII: Año 186 a.C. Roma

Lunes, nueva cita con Forjadores de Imperios. Esta vez nos trasladamos a Roma y el tema es uno de los affaires más desconcertantes de su historia, un suceso que suponemos de extrema importancia, ya que todos los historiadores antiguos lo comentaron en amplitud, pero cuyas causas y auténtica repercusión se nos escapan, debido a esa tendencia de los clásicos, los muy antipáticos, a contarnos los elementos más  novelescos en vez de lo que realmente nos interesaría .

Así que sin más dilación...

Año 186 a.C. Roma.


Ataraxia. No sentir. No padecer. Qué todo lo que acontece pase sobre ti al igual que el agua lo hace sobre la piel. Sin dañarte. Sin afectarte. Sin cambiarte. Qué placer y sufrimiento sean iguales. Qué muerte y vida sean indistinguibles.

Para los griegos ésa es la máxima felicidad. La única alcanzable por el hombre. Así me lo contaron sus filósofos cuando visitábamos Atenas en compañía de Flaminio, tras nuestra victoria en Cinoscéfalos. Me reí entonces de ellos. ¿Qué podían enseñarnos unos vencidos a nosotros?. Precisamente a nosotros, a los que el destino había reservado el dominio del mundo.

Ahora, en el retiro de mi villa de Etruria, no anhelo nada más que ese estado. A veces creo haberlo alcanzado.

Ha dejado de llover, pero aún se escucha el gotear del agua en el impluvium. Salgo al pórtico y desde allí contemplo las colinas que rodean mi villa, cubiertas de trigo aún verde. El viento agita las espigas. Las ondas recorren tumultuosas las colinas. Cierro los ojos e hincho mis pulmones. Mi mente esta vacía, en paz. Vuelvo a abrir los ojos. El viento ha rasgado las nubes. Parches de luz, brillantes, inmaculados, corren sobre los campos. Tan pronto me ciega la luz del sol, limpia y renovada, como me cubren las sombras, refrescantes y acogedoras. Una bandada de alondras cruza sobre mi cabeza, piando. Las sigo con la mirada mientras ascienden en círculos hacia un claro. Azul. Gris. Blanco. Como nunca antes los había experimentado. Como nunca después los veré.

Es sólo un instante. La realidad ha vuelto. Con ella, el dolor y el remordimiento.

Tras las colinas no habita nadie. En millas a la redonda sólo se encuentran ruinas, casas abandonadas, campos sin cultivar. Todos mis vecinos han abandonado la comarca. Sus tierras han sido expropiadas o han tenido que malvenderlas. Las deudas han acabado con ellos.

Si se sigue el camino que lleva a la ciudad se encuentra a los nuevos dueños. Sus tierras, las pocas que aún se cultivan en la región, rebosan de productos, sus precios son baratos. Todo ese éxito se lo deben a ejércitos de esclavos que fertilizan las tierras con su sudor, con su sangre, con sus cuerpos.

Si se viaja por la comarca no pasa mucho tiempo sin que uno se tope con caravanas de hombres. Son nuevos esclavos conducidos a las plantaciones, para substituir a aquéllos que han muerto de agotamiento o de hambre. Un poco más lejos, las caravanas son muy distintas. Se trata de familias enteras de campesinos que han sido arrojados de sus campos. Se dirigen a Roma, donde esperan encontrar, de un modo u otro, el término de sus miserias.

Puedo cerrar los ojos. Puedo abolir el mundo. Puedo circunscribirme a mis colinas, mis trigales, mis nubes, pero no puedo abolir el pasado y mi responsabilidad.

Siempre está ahí, esperándome.



Cuando llegué a la villa del cónsul, en lo alto de la colina del Aventino, un siervo me estaba ya esperando. Su señor, me dijo, aún no había terminado de vestirse, pero no tardaría en recibirme. Mientras, podía esperar en el Atrio. Hubiera debido sentarme, pero sabía que si lo hacía, no tardaría en quedarme dormido. Me habían hecho despertarme pasada la primera vigilia y no había podido pegar ojo desde entonces. Toda la noche la había pasado recorriendo la ciudad y eso, unido al frío que estaba haciendo ese invierno, había terminado por dejarme extenuado. La cabeza me dolía y tenía que esforzarme en mantener los ojos abiertos. Si no fuera por el informe que debía entregar al cónsul, me habría retirado a mi villa inmediatamente.

- ¡Salve Pretor! – el cónsul estaba a mi lado, no le había oído llegar – ¿Qué tal la noche? Algo movida por lo que me han contado. – sacudió la cabeza y me miró preocupado –  A juzgar por tu aspecto no exageraban.
- Horrible. No hemos parado un momento.
- Pasa adentro y tómate algo caliente. ¡Evandro! Que enciendan el brasero en ese triclinium y que preparen vino caliente y algo de comer. ¡Deprisa!
- No debería molestarse. Realmente sólo tengo ganas de dormir. Preferiría darle el informe y retirarme cuanto antes.
- Todos quisiéramos poder hacer eso. Sin embargo hay algunos asuntos de importancia que tengo que discutir contigo.

Sentado en una de las literas, con una manta sobre los hombros, saboreaba el vino tibio a pequeños sorbos, sintiendo como su calor penetraba en mi interior y se extendía a todos mis miembros, embotándolos. Un escalofrío recorrió mi espalda. El cónsul Póstumo me sonrió con indulgencia.

- Debo estar haciéndome viejo. – dije, sonriendo con tristeza – Antes era capaz de estar en campaña durante meses enteros, riéndome del frío y el calor, alimentándome de cualquier cosa. Qué buenos tiempos… – suspiré – ¿Se acuerda de cómo nos miraban los griegos? Nunca habían visto armas y corazas como las nuestras. No podían contener su curiosidad y no hacían más que acercarse, hombres y mujeres, para tocarlas y comprobar que éramos reales.
- Sí que me acuerdo, Marco. Me acuerdo también de nuestro general, Flaminio, intentando explicarles en su medio griego, medio latín, que éramos aliados suyos y que veníamos a liberarles de Filipo.
- Nunca olvidaré su cara cuando se dio cuenta que llevaba media hora hablándoles y que no se habían enterado de nada, que solamente asentían por pura cortesía. – Ambos rompimos a reír. Nuestras risas sonaban extrañamente jóvenes y bulliciosas. El criado que nos atendía se volvió extrañado. No era normal aquella alegría en su señor – Desde ese día no volvió a separarse del intérprete. Le llevaba incluso en medio de las batallas.
- ¡El otro pobre temblaba como una hoja! Tenía tanto miedo de ser alcanzado que era incapaz de pronunciar una sola palabra, por mucho que Flaminio le amenazase. Buenos tiempos aquellos, sí. Muy buenos tiempos… –  una nube pasó ante los ojos del cónsul – Lástima que pasaran. Todos estamos envejeciendo. Demasiado rápido. Demasiado pronto. Y esta ciudad cambia cada día más deprisa. No sé a donde iremos a parar.

Ambos permanecimos en silencio, evitando cruzar nuestras miradas. Yo había extendido las piernas hasta casi rozar el brasero y sentía como su calor ascendía por ellas y las iba adormeciendo. Di una cabezada y sacudí la cabeza para despejarme. Si no hacía algo pronto, me iba a quedar dormido. Quizás debía dar comienzo a mi informe. Estuve a punto de hacerlo, pero la expresión de ensimismamiento y preocupación que había en el rostro del cónsul me disuadió. Momentos antes me había hablado de importantes novedades que tenía que tratar conmigo. Qué empezase él.

- Basta de perder el tiempo –  Al fin se había decidido a hablar – No nos sobra. Los dos pretores debéis encargaros de continuar con los interrogatorios. Mi colega Marcio y yo partimos mañana de viaje, él a Campania y yo a Etruria.
- ¿Fuera de Roma? ¿Qué es lo que ha ocurrido?
- Nos hemos llevado una buena sorpresa con los primeros interrogatorios. Los dirigentes de esa odiosa secta de las Bacanales, junto con la mayor parte de sus fieles, no se encuentran aquí en Roma, sino en las dos regiones que te he dicho. Parece ser que su implantación en la ciudad era bastante reciente.
- Es bastante preocupante. Etruria es fiel, pero hay ciertos elementos que verían con gusto recobrar su independencia. En cuanto a Campania... no hace tanto que estaban en el bando de Aníbal.
- Cierto. Si no nos damos prisa, nos arriesgamos a una guerra con nuestros socios itálicos. No podía haber estallado en peor momento. Las tribus de los Alpes están en ebullición y hemos concentrado nuestras mejores tropas allí. Podríamos vernos entre dos fuegos... Temo que hayamos cometido un error emitiendo el senadoconsulto contra las bacanales.
- Pero algo había que hacer. No podíamos permitir que ese cáncer siguiera extendiéndose por la ciudad. Había que pararlo antes de que fuera demasiado tarde.
- Es verdad, pero temo que sólo hayamos conseguido ponerles sobre aviso y que decidan adelantar sus planes – el cónsul quedó pensativo durante unos instantes – ¿Ha habido algún disturbio en la ciudad?
- Ninguno. Los ediles de la plebe han informado que no se han celebrado reuniones de la secta esta noche. Tampoco se han producido incendios, aunque se había advertido del peligro. Los guardias destacados en templos y edificios públicos, o bien no han señalado nada anormal, o se ha tratado siempre de falsas alarmas.
- Es una buena noticia. Sin embargo, cada minuto cada minuto cuenta. Temo el instante en que la noticia de lo que está ocurriendo aquí llegue a oídos de los dirigentes de la secta. Hablaré con el cónsul Marcio para adelantar nuestra marcha al mediodía. Quizás aún podamos tomarles por sorpresa. Aunque si algún implicado ha conseguido huir de la ciudad... A estas horas nos llevaría ya bastante ventaja.
- Eso es casi imposible. Los triunviros apostaron guardias en todas las puertas. Se ha detenido a todo aquel que ha intentado franquearlas. Patrullas adicionales han recorrido el perímetro de las murallas, tanto por el adarve como por el exterior. Cualquiera que hubiese intentado saltarlas hubiera sido descubierto.
- Sin embargo, alguien pudo haberse dado a la fuga, antes de que esas medidas fueran completamente operativas.
- Es muy improbable. Todas las personas que figuran en la delación de Hispala y Fenecio fueron arrestadas por los ediles curules antes de que se presentara la propuesta del senadoconsulto en la asamblea popular. Si alguien ha conseguido huir, será un miembro de segunda fila. No puede transmitir más que noticias confusas. De cualquier manera es imposible que alguien haya conseguido romper el cerco. Totalmente imposible... –  me interrumpí.
- Dudas ¿no es cierto? – el cónsul esbozó una media sonrisa.
- No, no es eso. Lo único es que... Nadie podía imaginarse que esa superstición estuviera tan extendida. Eso ha jugado en contra nuestra. La confusión ha sido espantosa. Tenías que haberlo visto. Los guardias de las puertas apenas podían contener la muchedumbre que quería abandonar la ciudad. Estaban desbordados. Por esa razón los triunviros tuvieron que despertarnos.
- ¿Cómo se ha solucionado todo?
- En algunos puestos ha habido que duplicar las guardias e incluso triplicarlas, para evitar que la situación se nos fuese de las manos. La tropa se ha puesto muy nerviosa y algunos comandantes estuvieron a punto de perder la cabeza. Hubo incluso patrullas que se atacaron entre sí, creyendo hacer frente a bandas armadas. No he hecho más que ir y venir de un puesto a otro, tranquilizando a comandantes y soldados. Así he pasado la noche. Apenas he tenido tiempo de obrar las detenciones ni de seguir los interrogatorios. En medio de tanta confusión... Sí, es cierto, podría haberse escapado alguien, pero en todo caso, la responsabilidad es mía.
- Tranquilízate. Nadie va a pediros cuentas. Sé perfectamente lo que ha ocurrido esta noche. Los ediles curules me han informado de que las cárceles están llenas y que las pesquisas han tenido que ser suspendidas por puro agotamiento de los interrogadores. Una de las tareas a vuestro cargo mientras estemos fuera consiste en reanudar los interrogatorios y comunicarnos cualquier dato de importancia que en ellos aparezca. – algo pareció acudir a la mente del cónsul – Se me olvidaba... ¿Quieres echar un vistazo a la lista de detenidos? Acompáñame.

En su escritorio se amontonaban varios rollos de papiro. Tomé uno de ellos y lo desenrollé. La lista de nombres era interminable.

- ¡Es increíble! ¿Cuántos nombres hay aquí?
- No lo sabemos con exactitud. Cuatro, cinco mil. Quién sabe. La cifra puede aumentar a medida que interroguemos a cada uno de ellos.

Estudié la lista con mayor atención. Junto a cada nombre figuraba su profesión y posición. Muchos nombres no me decían nada. Meretrices, esclavos, libertos, extranjeros, posaderos, artesanos, campesinos. Todo el populacho que atestaba Roma, venido de las cuatro esquinas del mundo, estaba allí representado. De vez en cuando, la lectura de un nombre me helaba la sangre. Senadores y caballeros, hombres que habían conducido ejércitos y desempeñado cargos importantes en la república, personas con las que había coincidido en el foro y me habían invitado a sus villas y haciendas.

- ¿Qué significa esto? – me volví hacia el cónsul y golpeé el papiro con la mano – ¿Qué hacen esos nombres aquí?  Conozco a algunas de estas personas. Son personas respetables.
- La podredumbre y la traición pueden surgir en cualquier parte. – la voz del cónsul era fría y tranquila – Es nuestra misión combatirlas allí donde aparecen.
- ¡Pero es absurdo! – estaba fuera de mí – Comprendo que extranjeros y esclavos sean fieles de esta secta. Roma y sus valores no representan nada para ellos, les son totalmente ajenos. Es lógico que deseen nuestra caída. Pero pensar lo mismo de patricios y senadores...
- ¿Por qué no? El poder es muy apetecible. Si lo consiguen de esa manera...
- Pero no puede ser. Mira este nombre. – extendí el papiro frente al rostro del cónsul, pero este se giró y se volvió hacia la mesa – ¡Haz el favor de mirarlo! Tú y yo le conocemos. Estuvo con nosotros en Grecia, cuando Flaminio. Tienes que recordarlo. Tomó también parte en la campaña contra Antíoco, junto a los Escipiones. Era uno de sus colaboradores más estrechos.
- Sí, lo recuerdo ¿Y?
- ¿Cómo que y? ¿Qué pretendes que crea? ¿Qué ese hombre que tanto ha hecho por la República ahora es un traidor? Eso es intragable. Un hombre como éste no se escapa de su casa por la noche, como un bandido, para prosternarse ante personas a las que sus criados apartarían a bastonazos si se cruzasen en su camino. Un romano como éste no puede haber participado en los asesinatos, violaciones y fraudes que se ha probado que cometía esa secta. Un padre de familia no puede haberse humillado hasta el punto de... hasta el punto de... realizar esos actos repugnantes, propios de bestias, que constituían los ritos de esos depravados.

La excitación me hizo interrumpirme. El cónsul me había dejado hablar, mientras fingía estudiar uno de los rollos. Tras unos instantes de silencio, comenzó a hablar sin retirar sus ojos del papiro.

- ¿No sabes el porqué de estos nombres? ¿Al final no te han puesto al corriente? Necios. Les dije que correríamos un riesgo inútil si te dejábamos al margen, que tú te pondrías de nuestro lado. En fin, mejor que lo sepas ahora de mis propios labios y no cuando todo haya acabado o en mitad de los interrogatorios.

Sus ojos se clavaron en mí. Aparté los míos acobardado.


- Existe un orden natural de las cosas. Fue creado con el mundo y perecerá con él. Nuestro deber es conservarlo. Toda idea nueva es innecesaria. La duda no tiene lugar en nuestra sociedad. Aquéllos que la propaguen deben ser eliminados. Sólo así continuaremos siendo fuertes. Sólo así los pueblos se inclinarán ante nosotros.

Unos aplausos interrumpieron a Catón. Las miradas de todos se dirigieron hacia Póstumo.

- Muy bellas palabras. Realmente bellas, pero completamente inútiles. Sueñas, mientras el mundo real sigue su camino. Sólo tienes que pensar en nuestros jóvenes. Pregúntales qué es lo que prefieren. Sí la sobriedad de sus mayores o el lujo de los griegos.
- Aún son ingenuos e inexpertos. Cuando maduren cambiarán. Comprenderán entonces en que consiste la grandeza de Roma. Se darán cuenta de que son las armas y la virtud las que nos han entregado el mundo.
- Puede, pero puede también que para entonces nos hayan enterrado a todos. Por ahora está muy claro lo que les gusta. La suave y cómoda túnica griega. Los juegos de ideas de los filosofastros griegos. Trata de hablarles de deber o sacrificio. Os dejarán por el primer actorzuelo venido de Grecia.
- Por eso mismo hay que reaccionar, antes de que su deslumbramiento se convierta en ceguera. Esa es nuestra responsabilidad como mayores suyos. Hay que recordarles cómo hemos llegado a ser los amos del mundo. Es importante que sepan que un romano sólo debe aprender dos cosas: el oficio de las armas y el respeto a la república. La mujer está para darnos hijos, que ocupen nuestro lugar cuando seamos viejos. Ningún otro saber es necesario.
- Sigues soñando. ¿Tienes alguna idea sobre cómo conseguir eso que dices?
- Nosotros somos nobles. Gobernar la república es nuestro oficio. La tribuna, nuestro lugar natural. Ocupémoslo.
- Creo que ya hay quienes la ocupan y dudo que el partido de los Escipiones vaya a ponerse a nuestro lado. Ellos han importado precisamente las costumbres que tanto aborrecemos. Ellos han invitado a los actores y a los filósofos que seducen a nuestra juventud. Incluso han llegado a aprender griego, cuando tendrían que ser los vencidos quienes aprendieran latín.
- Da igual. Es hora de salir a la palestra y enfrentarse a los enemigos de la verdadera Roma. Sean quienes sean.
- No me hagas reír. Su prestigio es enorme. El pueblo no te hará ni caso cuando te dirijas a él. Enseguida se volverá hacia sus ídolos, los Escipiones.
- Nosotros también tenemos nuestro prestigio. Nuestras glorias hablarán por ellas mismas.
- ¿Así lo crees? Tu única hazaña ha sido esperar a ver si Antíoco se decidía o no a cruzar las Termópilas. Los Escipiones nos han conquistado el mundo. Publio aplastó a Aníbal en la propia Cartago. Flaminio arrebató Grecia a Filipo. Antíoco no volvió a salir de Siria desde que Lucio desbarató su ejército. ¿Pretendes competir con eso?
- No queda otro remedio que deshacerse de ellos.
- ¿No daría mejor resultado pedirles por favor que se apartasen?
- No es una broma. Esos hombres tan poderosos no son perfectos. Ni los mismos dioses lo son, así que menos unos mortales. Esos Escipiones han participado en muchas campañas y todos sabemos como se administra el botín conseguido en ellas. Ése es su punto débil. Ataquémosles ahí. La sospecha de haber defraudado a la república les perderá.
- Te aplastarán antes de que puedas moverte. Tienen demasiados amigos.
- Tienen muchos más enemigos. Y aparecerán aún más en cuanto les ataquemos. Su propia soberbia cegará a los Escipiones. Se opondrán a cualquier investigación, incluso si son inocentes. No vacilarán en violentar las leyes de la república para defenderse.
- Entiendo, los que han salvado a la República no pueden tolerar ser juzgados por ella, como si fueran un ciudadano cualquiera.
- Exacto. En ese instante, nosotros apareceremos como los salvadores de la República. Todas las personas moderadas, todos los que se han visto postergados en su carrera por culpa de los Escipiones, todos los que han tenido que ceder ante ellos, se unirán a nuestro partido.
- Existe un riesgo. Las votaciones. La plebe les idolatra y les cree sus defensores frente a los pudientes. A nosotros nos ven como justamente lo contrario. Ese factor puede perjudicarnos mucho.
- La plebe no importa. No cuenta. Siempre sigue al más fuerte o al que la adula más. Son borregos. Sus mentes son lentas y torpes. Está en su naturaleza. Deben ser guiados y esa misión nos corresponde a nosotros, a los auténticos romanos.
- Pero habrá que tomar alguna medida de precaución.
- Bastará con debilitarlos. ¿Quién me había contado lo de las Bacanales? Una superstición como ésa puede ser muy útil a la hora de eliminar algunos elementos incómodos. Sobre todo si sus miembros se reúnen en secreto por la noche a realizar extraños rituales. Unos cuantos rumores bastarán.


El cónsul apoyó su mano sobre mi hombro.

- Era necesario.
- Pero estoy seguro de que muchas de esas personas no tienen nada que ver con la secta.
- Entonces, ¿por qué figuran en la lista? Ningún nombre está aquí por casualidad. Todos proceden de las confesiones de otros miembros. Además todavía tienen la oportunidad de salvarse. Si demuestran que no participado en los crímenes de la secta, sus vidas serán respetadas.
- Qué magnánimos. En vez matarlos, les permitís pudrirse en la cárcel. No es justo. Por muy repugnante que sea su culto, esas personas no han cometido ningún crimen contra la República.  ¿No os dais cuenta de la barbaridad que cometéis?  Ni vosotros mismos sabéis que parte de esos crímenes es una fabricación y cual no.
- ¿Seguro que no es un crimen? ¿Acaso no adoran a dioses que no son los oficiales? ¿Acaso no practican la inmoralidad en lugares públicos? Sólo eso basta para que nuestras leyes les condenen. Personas de ese tipo, que han abjurado de lo que sus antepasados les legaron, no tienen cabida en nuestra ciudad – el cónsul se interrumpió y sacudió la cabeza, como intentando espantar alguna idea. Le vi sonreírse con amargura antes de continuar hablándome. Su tono era el de un padre que riñe a un niño – Justicia.  ¿A qué llamas tú justicia? No me hagas reír. Tú eres un soldado, al igual que yo. Respóndeme. ¿Es justo hacer la guerra a pueblos que no nos han molestado? Lo hemos hecho. ¿Qué excusas hemos alegado para justificarlo?  Los agravios más débiles y tenues, ¿Nos ha importado? No. Nuestras consciencias se han mantenido calladas. Todo nos ha estado permitido.
- ¡Pero ahora no estamos en guerra y ésta es nuestra propia gente!
- Necio. Te puedo asegurar que si no aplicásemos esta purga ahora, mañana estaríamos asediados en el Capitolio. Tú, como yo, has presenciado el comportamiento de los Escipiones. Sus triunfos les han ensoberbecido. Pasean por Roma como si fueran sus dueños y señores. Adulan a la plebe y le conceden todos sus caprichos. Envían embajadas a los reyes y tratan con ellos de igual a igual, saltándose la autoridad del senado y los cónsules. No transcurrirá mucho tiempo hasta que a alguno de ellos se le pase por la cabeza proclamarse dictador o incluso rey.
- Imposible. Vivimos en una República. Hay unas leyes y una legalidad. Nadie puede colocarse por encima de ellas, ni vosotros ni los Escipiones.
- Deja de hablar como un niño. Ya has visto en cuanto estiman la legalidad los Escipiones. Cuando los tribunos de la plebe acusaron a Lucio de malversación, Publio rasgó en publico los rollos donde se habían consignado las cuentas de la campaña. La plebe, esa misma plebe que ahora defiendes, le vitoreo a rabiar. Las gentes honestas tuvimos que callarnos y tragar esa insolencia. Compara eso con el modo en que hemos actuado en este asunto. Las pruebas que teníamos han sido presentadas a la asamblea del pueblo y hemos solicitado su permiso, antes de poner en vigor el senadoconsulto. Ni uno sólo de los pasos que ordena la ley ha sido olvidado. Es el mandato del pueblo el que estamos siguiendo y no nuestro capricho.
- ¡Pero las pruebas habían sido manipuladas! ¡Nos habéis convertido en cómplices de vuestro delito!
- ¿Por qué te ofendes? ¿Has olvidado ya la verdadera naturaleza de nuestra república? No es el pueblo quién manda, sino nosotros, tú y yo, los que poseemos las tierras y las riquezas. No intentes eludir ahora tu responsabilidad. Nosotros, tú también, tenemos el deber y la carga de decidir lo que es mejor para el pueblo, de valorar lo que realmente le conviene. Somos sus guías. La misión del pueblo se reduce a someterse ante nuestra sabiduría y darnos su aprobación. Nada más se le pide, excepto que deje la tarea de gobernar a quienes verdaderamente tienen la experiencia y el conocimiento.

No respondí esta vez. El cónsul se detuvo también unos instantes, pero luego prosiguió. Se había inclinado hasta rozar mi cabeza con la suya y seguía hablando, esta vez con voz queda y baja, como si intentase tranquilizar a un niño que hubiera tenido un berrinche.

- Créeme. Era necesario actuar. El mundo que conocimos siendo jóvenes se está desmoronando. No podemos quedarnos sentados y aparentar que nada ocurre. Si no reaccionamos, nuestra muerte es segura. Tienes que darte cuenta. Hay personas de la plebe que se están haciendo muy ricas con los despojos de las guerras. Pronto querrán tener poder y tendremos que darles parte del nuestro, para poder continuar gobernando. Cuando eso ocurra, ¿Crees que los que nada tienen se quedarán callados? No. Exigirán sus derechos y si no se atienden sus demandas, recurrirán a las armas. ¿Crees que los pudientes se dejarán despojar? No. A la violencia responderán con la represión.  ¿Necesito describirte el resultado? Creo que lo hemos visto en muchas ciudades griegas. Tras haberse exterminado entre sí, pobres y ricos aceptarán que sea uno solo quien les robe y le oprima, en vez de muchos. Debemos conjurar ese peligro. La única forma posible, escúchame bien, la única forma posible consiste en resucitar las viejas costumbres romanas, en exaltar la pobreza y la templanza. Nadie tiene envidiar nada de su vecino. Todos tienen que anteponer el bienestar público al suyo propio. Si para ello hay que cortar algunos brotes helenizados, el precio me parece aceptable. Recapacita. Medítalo bien. No es por nuestro bien que hemos tomado esta amarga decisión, es por el bien de Roma.

Asentí.

El pasado sigue vivo.

Aún presencio el asalto de aquella casa. Un prisionero había confesado, tras varias horas de tortura, que aquel era el escondite de uno de los sacerdotes de Dionisio. Cuando llamamos a la puerta, nadie vino a abrirnos. Tuvimos que forzar la entrada. La casa estaba completamente a obscuras. Registramos las habitaciones con el mayor cuidado, temiendo alguna emboscada, pero no encontramos a nadie. El silencio nos oprimía. Fue sólo al llegar a la puerta de las termas, cuando comenzamos a entrever lo que había ocurrido.

Dos niños yacían sobre el umbral. Parecían dormir plácidamente. Alguien les había arropado con cariño tras administrarles un veneno. Al entrar, la luz vacilante de nuestras antorchas descubrió la figura una mujer sentada en un rincón. Nos miraba con ojos muy abiertos. Hilillos de sangre recorrían sus muslos hasta un gran charco que se había formado a sus pies. Un hombre estaba a su lado, tirado en el suelo. Parecía intentar levantarse. Cuando le dimos la vuelta, comprobamos que la espada con la que se había atravesado el vientre era lo que le mantenía en esa posición.

El miedo les había hecho suicidarse.


Notas: La conspiración de las bacanales es uno de los asuntos más obscuros de la historia romana. El rigor con el que actuaron los cónsules coincide con el narrado en el cuento. Nunca se ha dado una explicación clara y consistente de porque se atacó con esa violencia al culto de Dionisio (para mayor confusión, varios años más tarde se permitió de nuevo). El conflicto entre tradicionalistas y filohelenistas es real y teñiría durante muchos años la política romana. Los personajes (cónsules, pretores, Catón) que aparecen son reales, aunque sus conversaciones y pensamientos son inventados.

jueves, 23 de septiembre de 2010

The person you love most


 En una entrada anterior, ya había señalado a Shiki como la serie de la temporada verano/otoño y como una de las mejores de este año (que tampoco es que haya ido muy sobrado por cierto). Como ya dije entonces, constituye un soplo de aire fresco por muchas razones, no siendo las menores el pulso con el que está narrada y el hecho de contar con una amplio elenco de personajes perfectamente caracterizados, de muy diferentes edades, y sin ninguna concesión a la moda moe/kawai que está astragando el anime.

Muy importante es que esta ultimísima vuelta de tuerca al tema del vampirismo es extramadamente original por volver a los orígenes del mito y tratar el tema con inesperado realismo, mostrando la lenta destrucción de una comunidad rural ante la llegada de esos vampiros, sin caer en el gore ni el efectismo, sino mediante una lenta progresión en la que el espectador va descubriendo la realidad de los acontecimientos al mismo tiempo que los protagonistas, de forma que se torna realmente inquietante y turbadora.

Sin embargo, lo que más me fascina de esta nueva mirada al mito, tan alejada de Twillights y demás, es como tiene su foco de atención en dos facetas del tema vampírico, poco tratadas, pero que a mí me fascinan y que considero centrales.

Por una parte, como en ese mito está presente una de las realidades más devastadoras de nuestra experiencia humana, simplemente el hecho de que las víctimas de crueldades tienden a transformarse ellas mismas en torturadoras, una vez desaparecido ese agente externo que las destruía y aniquiliba. Una ley que se cumple tanto en la geopolítica, con tantos pueblos oprimidos que una vez alcanzada la libertad se convierten en la peor pesadilla de sus minorías intersas, o en el ámbito familiar, con la tendencia de aquellas personas que han sido sometidas de niños a abusos y malos tratos a devenir matratadores y abusones cuando llegan a adultos. Justo lo que representa a la perfección los vampiros, donde aquel que ha sido mordido se convertirá tras su muerte en una nueva bestia sin corazón, cuyo único deseo es el de alimentarse de otros seres humanos, como él mismo fue.

Por otra parte, y aún menos representado en el cine, está el hecho de que el vampiro conserva el recuerdo de todo lo que fue siendo humano, incluido sus vínculos sentimentales, lo cual le lleva, muy frecuentemente, a atacar a las personas que más amó en vida. Una trampa mortal para su víctima, si su deseo fue correspondido, ya que esa persona se hallará completamente desarmada e indefensa frente a su asesino, incapaz de concebir o aceptar la horrible transformación que se muestra ante sus ojos, puesto que en su fuero interno seguirá pensando que, pase lo que pase, al final recobrará a aquel que enterró, a esa persona que amó, y no un monstruo decidido a causar su muerte.

Como ocurre en la escena a la que pertenecen las capturas que encabezan la entrada, donde una madre se reencuentra con su hija fallecida y no puede por menos que acogerla en su seno.

martes, 21 de septiembre de 2010

Pioneers


Durante estas semanas pasadas (y algunas más de las que vienen) he estado revisando la integral de los cortos supervivientes de Méliès, una supervivivencia que en el caso de este pionero se ha debido más que nada al azar, ya que el propio autor quemó su producción entera en la década de los años 10 del siglo XX, tras la quiebra de su compañía, en un tiempo en que su manera de hacer cine ya no gozaba del favor del público y por tanto nadie estaba interesado en conservar aquellas antiguallas.

Durante esta revisión, no siempre fácil, he encontrado que la mejor definición de Méliès es la que viene en la separata que acompaña la integral, según la cual el cineasta francés era un hombre del siglo XIX que utilizaba un invento del XX. El sentido en que hay que entender esta frase es que Méliès era un hombre de teatro decimonónico y su intención al hacer cine era capturar las representaciones del teatro de varieadades de su tiempo de forma que fueran reproducibles en cualquier tiempo y lugar.

Se podría hablar de teatro filmado, ese término tan, tan peyorativo, pero sería un absoluto reduccionismo y una infjusticia para Méliès. Es necesario ver estos filmes del pionero francés en la pantalla de un cine para darse cuenta de que lo que está haciendo hacer desaparecer la pantalla de proyección para que se abra en un imaginado escenario de un teatro. Esto explica el estatismo de su cámara, la lejanía de los actores y su renuncia incluso en sus últimos filmes, a guiar la mirada o utilizar el montaje para destacar elementos, de forma que se mantenga en todo instante el punto de vista de un espectador teatral, sentado en el patio de butacas, que explora con su mirada lo que está sucediendo encima del escenario.

Esa fidelidad por el punto de vista del espectador teatral, lleva a que excepto en muy contadas ocasiones, nada de lo que se ve en los filmes de Mélies sea real, todo es decorado, cartón piedra, llegando al extremo de que los propios objetos que se utilizan en la representación son planos, utilizándose el dibujo para dar una ilusión de tridimensionalidad. Es esta falsedad, tan contraria a las formulaciones cinéfilas de la Nouvelle Vague, tan preocupadas por que el mundo real se colase en la imagen captada, pero que era completamente natural para el espectador de 1900, la que constituye el mayor atractivo de Méliès para el espectador contemporáneo. Su forma de hacer cine, lo que busca capturar y mostrar está tan alejada de nuestras constumbres, llega a ser tan viejo que deja de parece anticuado y se vuelve fascinante, como muestra que una y otra vez se realicen videos musicales a su manera.

Sin embargo, no es ese Méliès de los viajes a la luna del que quería hablar. Lo que quería resaltar aquí es el Méliès ilusionista, o como esa faceta suya de mago teatral es uno de los grandes rasgos de su cine. Como es sabido, el inventó uno de los trucos básicos de la cinematografía hasta ayer mismo, consistente en parar el rodaje, substituir un elemento por otro y continuar rodando, de forma que parezca haberse obrado una transformación mágica. Un truco que parece muy simple, pero que no lo es en absoluto y que Méliès es capaz de realizar una y otra vez sin que parezca viejo ni usado.

Un secreto que no es otro de su experiencia como ilusionista, puesto que sabe cuando realizar el cambiazo para que el espectador no se dé cuenta, simplemente cuando el objeto está en movimiento para que cualquier modificación de la postura sea indectable, pero sobre todo dirigiendo nuestra atención como lo hacen los magos, centrándolo en un punto, de manera que todo lo que ocurra a nuestro alrededor se torne invisible y seamos incapaces de descubrir esa parada en el rodaje.

Como queda de manifiesto en esta magnifica secuencia.




lunes, 20 de septiembre de 2010

FdI XI: Año 331 a.C. Gaugamelas

Como todos los lunes, un nuevo cuento de Forjadores de Imperios, y como ocurre con los impares, volvemos con Alejandro y sus campañas, esta vez en uno de esos momentos que cambiaron la historia, aunque para sus protagonistas no fuera otra cosa que un día más en una eternidad de sufrimientos, de la cual sólo podía escaparse con la muerte

Así que sin más dilación.

Año 331 a.C. Gaugamelas.

El sol se pone. Desde el este, las tinieblas avanzan. En la lejanía, hacia donde está el enemigo, apenas visible durante el día, comienzan a encenderse los fuegos de campamento. Siento que un escalofrío me recorre la espalda. Cubren todo el horizonte. Sólo ahora me doy cuenta de la enormidad de su número. No tenemos salvación. Ni siquiera necesitarán armas para aniquilarnos.

Me doy la vuelta para no contemplar ese espectáculo. Miro como el sol desaparece entre las nubes que cubren el horizonte. La belleza que observo me hace olvidar nuestro destino. Breve alivio. Frente a mí, recortada contra el cielo, se alzan las ruinas de la ciudad que atravesamos para llegar aquí. Su masa negra, el perfil dislocado de torres y murallas, parecen cortarnos la retirada, como si ella fuera a ocuparse de rematar a los pocos de los nuestros que sobrevivan a mañana.

Cuando descendíamos por el río, ése que llaman Tigris, el aspecto de la ciudad nos sorprendió. No teníamos noticia de que hubiese una en estas regiones y, por un momento, temimos que los guías nos hubieran llevado a una emboscada. No había otro paso que el custodiado por aquella fortaleza de sombrías murallas, sobre las cuales parecía vislumbrarse el reflejo de cascos y armaduras. Seguramente sus habitantes nos observaban, al igual que nosotros hacíamos. Sólo que ellos podían evaluar nuestro número y fuerza, mientras que nosotros no podíamos prever nada. El temor se apoderó del ejército. Si Alejandro pretendía forzar el paso, muchos habrían de morir antes de conseguir abrir brecha.

Los exploradores disiparon nuestros temores. El recinto amurallado se hallaba derrocado en varios puntos, las puertas no existían y no se había encontrado señales de seres humanos. Liberado de sus temores, el ejército se precipitó dentro de la ciudad como si está hubiera sucumbido a su ataque y no se hallase ya vencida y derrotada desde tiempo inmemorial.

La euforia duró sólo un momento. Nos topamos con un segundo recinto amurallado, aún más alto que el primero, sobre el cual parecía no haber transcurrido el tiempo. Dos seres monstruosos, mezcla de serpiente, león, toro y hombre, custodiaban el umbral, fijando sus pupilas opacas sobre nosotros, retándonos a entrar y afrontar su ira.

No sé como me encontré avanzando hacia la puerta, solo, mientras el ejército permanecía tras de mí, expectante, cruzando apuestas sobre sí caería fulminado o no por el poder de aquellas bestias. Titubeé al llegar a la línea que la sombra de las murallas trazaba sobre el suelo. Levanté la cabeza hacia las estatuas, pero éstas no me miraban. Su vista se dirigía  a algún punto desconocido, situado detrás de mí. Yo era demasiado insignificante para atraer su atención. Lentamente, me puse de nuevo en marcha y  traspasé la línea de sombra, adentrándome en el obscuro túnel que se abría tras la puerta.

Cerré los ojos para acostumbrarme a la obscuridad. Cuando los abrí, un inmenso gentío me rodeaba. Esculpidos en las paredes, una interminable procesión se dirigía portando ofrendas al trono de un soberano. Éste no reparaba en el espectáculo que se desarrollaba a sus pies, sino que su mirada se perdía en el infinito, hacia el mismo punto al cual la dirigían los monstruos que custodiaban su palacio. Acaricié suavemente la piedra. No acababa de creer lo que mis ojos estaban viendo. Recorrí la pared examinando los atuendos de aquellos hombres que se prosternaban en adoración ante su soberano. No pude reconocer su procedencia. No eran persas, ni egipcios, ni lidios, ni frigios, ni ninguno de los pueblos que habíamos sometido acompañando a nuestro rey. ¿Tan lejos se extendía el imperio de aquel soberano? ¿Tan lejos habríamos de seguir la ambición de nuestro rey?

Mas adelante, el mismo soberano derrocaba con su lanza el recinto amurallado de una ciudad enemiga, mientras sus soldados se lanzaban en tromba contra las murallas, inundando las almenas de flechas y lanzas. Los enemigos, alcanzados por ellas, se despeñaban de las murallas en racimos, quedando amontonados a sus pies, donde lobos y cuervos se alimentaban de sus carroñas. Algunos preferían entregarse, pero de nada les servía, porque los verdugos aplastaban sus miembros o los retorcían con tenazas, para luego desollarles vivos y arrancarles los ojos. Finalmente, en bandejas finamente labradas, oficiales y generales presentaban esos despojos como ofrendas a su soberano. Nadie se libraba de la matanza, ni mujeres, ni niños, ni ancianos. Entre las pilas de cadáveres y las torres construidas con las cabezas de los vencidos, el vencedor se paseaba satisfecho, mirando complacido la obra por la que el mundo habría de recordarle, mientras sus súbditos se prosternaban a su paso, la cabeza hundida en la tierra, temerosos de incurrir en su ira.

El corredor se abría en un patio y éste conducía a otro corredor que desembocaba en otro patio, cada vez más amplios, cada vez más largos, circundados por murallas y relieves aún más imponentes, hasta que al fin me encontré ante una alta torre escalonada. Gran parte de su decoración se había desprendido y crujía bajo mis pies al acercarme a su base. Sin embargo, aún brillaba multicolor y cegadora, iluminada por la fresca luz de la mañana. Miré a mí alrededor. En las paredes ya no había representaciones de hombres, sólo de monstruos y quimeras, que se retorcían presas de quién sabe qué paroxismos o luchaban entrelazados, destrozándose mutuamente. Tales eran los dioses a los que adoraba esa gente olvidada. Sólo en el primer piso de la torre, al cual no se podía ya acceder, puesto que la escalinata se había derrumbado, se elevaba la estatua de un hombre. Era el soberano de aquel pueblo, que sonreía complacido al verse rodeado por sus iguales.

En pequeños grupos, todo el ejército siguió mis pasos. No había nada real que temer, pero los soldados se mantenían alerta, poniéndose en guardia ante cualquier ruido, como si aquellos hombres, aquellos monstruos que poblaban las paredes, fueran a cobrar vida y enfrentarse a nosotros. Sin embargo, permanecían inmóviles, indiferentes a nuestra zozobra, perdidos en su pasado. Sólo sus miradas parecían seguirnos, a medida que nos dispersábamos por el palacio, como si prepararan alguna trampa y nos atrajeran a ella. Poco a poco, abandonamos todas nuestras precauciones. Olvidados de nosotros mismos, hipnotizados, sin hablarnos y casi vernos los unos a los otros, vagábamos por el palacio, similares a los seres imaginarios que cubrían las paredes.

El sol ya se ha puesto. El terror ha invadido el ejército. Nadie puede conciliar el sueño. Tras de nosotros aguarda la ciudad vacía, habitada por demonios y espíritus que nos prometen una eternidad de tormentos. Ante nosotros, espera el inmenso ejército enemigo, en cuyo campamento se afilan las espadas que habrán de cortar nuestra carne mañana. Quizás, a pesar de todo, lleguemos a vencer, pero sólo será porque no tenemos salida alguna.

Notas: La batalla de Gaugamelas, en la que Alejandro derrotó definitivamente a los persas tuvo lugar cerca de la ciudad de Nínive, capital del reino Asirio y que llevaba por aquél entonces tres siglos destruida. La descripción de la ciudad se aproxima a lo que vio Jenofonte cien años antes de la batalla y, por supuesto, a lo que se conserva en el museo Británico.

domingo, 19 de septiembre de 2010

100 AS (XXXa): La joie de vivre (1932) Anthony Gross/Hector Hoppin


En esta revisión de la lista de los mejores 100 cortos de animación, compilada hace unos años por el festival de Annecy, le ha llegado el turno a La Joie de Vivre, realizado por Anthony Gross y Hector Hoppin en 1932 con música de Tibor Harsani.

Si hubiera que definir a este corto sería con la etiqueta inclasificable. Onírico en toda su duración con una trama mínima que apenas sirve enalzar unas escenas completamente dispares y una evidente calidad pictórica fuertemente influida por la pintura vangüardista de la época, casi se podría decir que  es prácticamente imposible encontrar un corto de  características parecidas... y mucho menos una edición decente del mismo.

Esa singularidad se extiende también a sus creadores. Gross era un pintor inglés nacido a principios del siglo XX, cuya formación se realizó al mismo tiempo que la explosión de las vanguardias europeas, mientras que Hoppin era un millonario estadounidense con amplia experiencia fotográfica. Ninguno de los dos era experto en esa nueva forma, la animación que por aquella época comenzaba a cristalizaren lo que sería el estilo Disney, y ambos se habían formado en medios artísticos que hoy considerarían la animación como un arte menor. Como en tantos otros casos, su desconocimiento de lo habitual en ese medio y su  lejanía de las artes en las que eran especialistas, les llevaría a crear un corto completamente fuera de lo común y aún hoy sorprendente.


Quizás más sorprendente hoy que entonces, puesto que aquel era el tiempo de las vangüardias, cuando no se podía concebir el arte sin experimentación, sin la obligación de dar un paso adelante, de explorar los caminos aún abiertos, cualquier forma nueva, fuera popular o culta, hasta exprimir todas sus posibilidades. Por eso no debería ser extraño que un pintor pensase en resolver de una vez por todas el problema del movimiento en la pintura (como estaba intentando en ese mismo tiempo Oskar Fischinger) y que buscase a un fotógrafo para alcanzar ese objetivo.

¿El resultado? Una desbordante fantasía, donde una y otra vez, de forma gozosa y celebratoria, se nos muestran las obsesiones y las conquistas del arte de ese principios de siglo, la liberación de cualquier necesidad temática o narrativa, la pasión por la máquina y la libertad, el amor por la línea, la forma y el color (aunque esté rodado en blanco y negro) sin otra justificación que no fuera su propia belleza formal y las consecuencias derivadas de ésta. Pero sobre todo, una inmensa ansía de libertad, de gozar la vida como indica el título, cuyo ímpetu es capaz de poner patas arriba todas las normas, todos los obstáculos puestos en su camino por este mundo en el que vivimos.

Sólo hay un pero que ponerle a este corto, el hecho de que al estar tan estrechamente ligado con la vanguardia artística de su tiempo y tener un acabado esencialmente pictórico, exige la utilización del color y no el blanco y negro. De hecho, algunas secciones parecen casi haber sido pintadas con los colores vivos de un Matisse, borrados por la fotografía en blanco y negro, un defecto que debieron percibir sus propios creadores, ya que sus siguientes obras se realizarían en color.

Como siempre, les dejo con él para que lo disfruten, aunque en esta ocasión la copia es de bastante mala calidad y mi comentario no le hace ninguna justicia (nunca lo hace, pero en esta ocasión menos)

sábado, 18 de septiembre de 2010

Cheap and fast


Tengo que confesar que una de mis mayores decepciones, en este mi camino de (re)descubrimiento de la historia de la animación, ha sido la revisión de los cortos de la productora de Walter Lantz, uno de los estudios de la época clásica de la animación USA.

Decepción simplemente porque en mi infancia, el Pájaro Loco (Woody Woodpecker) era uno de mis ídolos y llegué a tener incluso cómics de ese personaje y sus compañeros de estudio. De hecho, de esos cortos tengo el recuerdo de haberlos visto y disfrutado, como digo, de niño, mientras que mi auténtica fijación por la Warner sólo se remonta a mis tiempos universitarios, lo que debería servir de indicio sobre el público al que iban destinados los cortos de las diferentes productoras contemporáneas y las intenciones de sus creadores.

Sin embargo, mi problema con Lantz no estriba en que sus productos sean más infantiles o no. El auténtico pero, como ocurre también con los Terrytoons, es que Lantz no tenía ninguna pretensión artística, su objetivo era sacar corto tras corto, barato y rápido, con los que hacer dinero, continuado luego con las reposiciones continuas en la naciente televisión y todo lo que le pudiera apartar de ese camino era un estorbo que debía ser eliminado. Así lo demuestra el hecho de que para él, trabajaron autñenticos maestros de la animación, como Shamus Culhane, uno de los grandes de la Disney, Tex Avery, del que poco más se puede decir o  Michael Maltese, el guionista favorito de Chuck Avery, pero los cortos en los colaboraron apenas llegan a distinguirse de la habitual producción genérica de la productora y de hecho, sólo notamos la huella de esos creadores, cuando nos señalan que trabajaron en ellos.

Como puede esperarse, esas personalidades apenas duraron en el estudio. Los métodos de trabajo de Lantz tenían que espantarles necesariamente. Poco a poco, a su lado sólo quedaron las personalidades grises, dispuestas a plegarse a los caprichos y decisiones del jefe, que sólo se preocupaba, por así decirlo, de que el trabajo se realizara rápido y barato, sin importarle copiar las genialidades de otros estudios, repetir una y otra vez la misma fórmula, reducir la comicidad al garrotazo y tententieso, sin ritmo ni tensión alguna,, o crear personajes que sólo eran etiquetas, desprovistos de cualquier personalidad, hasta llegar renunciar a  todo intento por mantener un mínimo de calidad, como puede observarse en las dos capturas del principio, donde se ha reutilizado el acetato de los dos sobrinos de Woody, provocando que su tamaño sea incongruente... agravado por el hecho de que ambas escenas se suceden la una a la otra.

Queda el misterio de porqué estos cortos se convirtieron en favoritos del público, hasta el extremo de dar lugar a su propia serie de televisión y ser recordados por cariño por varias generaciones, dentro y fuera de los EEUU. No tan extraño, sin embargo, si pensamos en el dominio casi absoluto de Hanna Barbera de 1960 a 1980, a pesar de repetir una y otra vez el mismo producto, o de la basura, eso sí en 3D, con que se llenan ahora nuestras televisiones.

Pero no quiero dejarles con mal sabor de boca, primero les pego aquí uno de los pocos cortos de Woody Woodpecker que valen la pena, Niagara Fools, con guión de Dick Kinney, el que creó los poco habituales cortos de Goofy para la Disney, y cuyo toque irónico es perfectamente visible



Y por otra parte, aquí está The Gallopin' Gaucho, uno de los enormes cortos que Walt Disney y Ub Iwerks crearon a finales de los años 20, con un Mickey que nunca habrán visto (no viene a cuento, pero lo acabo de ver, tras finalizar la penitencia de Lantz, y me ha alegrado y arreglado el día)

viernes, 17 de septiembre de 2010

Serenity


Siempre que realizo un viaje de trabajo me gusta reservar una tarde para dedicarla a una visita cultural por la ciudad de destino, si el tiempo atmosférico lo permite. En mi reciente viaje a Dublín, a pesar de lo cansado que estaba, procuré visitar tranquilamente la National Gallery, que había descuidado en mi anterior visita a Irlanda, porque francamente, de un país que fue una semicolonia inglesa durante siglos no podía esperarse que hubiera reunido una colección de arte notable, ni siquiera aceptable.
Craso error, craso error.

Aunque pequeñita y como todas las colecciones nacionales, repleta de artistas locales desconocidos fuera de las fronteras, este museo se las ha arreglado para hacerse con un puñado de obras maestras que le permiten dar una imagen más que completa de la evolucíón de la pintura europea en los últimos siglos. Entre los grandes nombres con los que se puede uno topar en sus salas, están Velázquez, Murillo, Zurbarán, Ribera, Goya, Picasso, Juan Gris, Tiziano, Veronés, Caravagio, los caravagistas holandeses, Hals, Rembrandt, Hobbema, Ruysdael, Poussin, Claudio de Lorena, Sofonisba Anguiosola, Guido Reni, Domenichino, Bassano, Monet, Gainsgoborugh, Van Gogh, Berthe Morrissot, Cranach y un larguísimo etcétera.

Y Vermeer. Uno de sus mejores cuadros, de mis favoritos, Dama escribiendo una carta con su criada, de los que me podría quedar horas mirándolo, o al menos así era capaz de hacerlo cuando era joven. Una pintura, en definitiva, que me ha impresionado aún más porque no esperaba encontrarmela y de la que les invito a pinchar en la imagen que encabeza la entrada para verla en toda su gloria.

Por supuesto,a estas alturas no voy a descubrir a nadie la importancia de Vermeer, es más podría quedar como aquéllos que intentan demostrar lo cultos que son invocando a los nombres famosos, como si fueran desconocidos para todos, excepto por ellos; pero no me voy a quedar con las ganas de comentar un par de detalles, ésos de los que me hacen volverme a enamorar de los cuadros de este pintor holandes, siempre que me los encuentro por el mundo (y me he dado en pensar en el Mauritshuis  de la Haya y sus dos Vermeer, La joven de la perla, cartel de una exposición del Prado de 1985 y que preside la pared de mi despacho, y la Vista de Delft, ese cuadro que sirvió de motivo para uno de los grandes pasajes de À la Recherche...)

El caso es que Vermeer es uno de los pintores que mejor ha descrito las telas en la pintura, como puede observarse en este cuadro, por partida triple. Sentimos que el visillo que cubre la ventana es ligero y suave, que si abriese la hoja, el aire lo haría oscila y arremolinarse. Apreciamos como el tapete de cubre la tela es delgado y fino, permitiendo que se escriba sobre él, pero lo bastante rígido y pesado como para caer hasta el suelo en una perfecta línea recta. Por último los cortinajes del primer plano se aprecian tupidos y pesados, difíciles de manejar, tan rígidos que a pesar de su peso conservan sus dobleces y arrugas, y que si corrieran hurtarían toda la luz a la escena.

Un lugar común que se suele decir últimamente de Vermeer es que usaba extensivamente la cámara obscura, como si eso bastase para dar cuenta de su hiperrealismo y en cierta manera, le convirtiese en un pintor más fácil y más barato. Sin embargo, sabemos que era un pintor poco prolífico, con tendencia al perfeccionismo, y que si pudo pintar los cuadros que nos han llegado, fue porque no dependía de un mercado que le comprase sus obras, sino que sus ingresos los obtenía de traficar con la obra de otros pintores. Además, ese hiperrealismo que parece haberse convertido en su segunda naturaleza y que se suele atribuir a la cámara obscura es una ilusión, puesto que como bien puede observarse en el cuadro, la pintura del fondo nos es otra cosa que un boceto, lo cual, por cierto, transmite perfectamente la idea de estar en la penumbra; mientras que el diseño baldosas del suelo, parece casi un manchón descuidado de acuarela.

Más aún, si uno se fija en las mangas de los dos personajes, un prodigo por sus tonalidades de blanco, dignas de un Zurbarán, podrá observar que están aplicadas en planos casi monócromos, como si esas mangas fueran poliedros sólidos y  no las dobleces de una tela, en un efecto inesperado e irreal que debería  haber fascinado a los cubistas.

Una serie de desviaciones de la realidad que debería hacer que nos planteamos en que consiste la fortísima impresion de inmediatez, de visto con nuestros propios ojos, que nos transmiten las pinturas de Vermeer. Un efecto que se deba a una cuidadosísima escenificación y planificación del cuadro. Simplemente, el artista holandés siempre nos presenta situaciones en las que los personajes están inmóviles, inmersos en sus actividades (posando, pesando unas monedas, escribiendo una carta, como es el caso)  y por tanto el espectador no espera que se produzca movimiento alguno. Transmitiendo de rebote una inusual sensación de serenidad y eternidad que pocos pintores han llegado a reproducir o alcanzar.

Y es que, en ese siglo XVII, con el barroco, se alcanzó la cumbre de la pintura figurativa, ése aquél con el que soñaban los pintores del cuatrocento. Así que tras ellos, tras Velázquez, tras Rembrandt, tras Vermeer, ya no quedaba nada más por hacer, era tiempo por tanto, de buscar otros caminos para la pintura.

Pero eso es otra historia y debe ser contada en otra ocasión


lunes, 13 de septiembre de 2010

FdI Cuento X: Año 129 a.C. Pérgamo

 Otro lunes, otro cuento de Forjadores de Imperios, esta vez se trata de una de las campañas peor conocidas y documentadas de la historia romana (algo que en cuanto se rasca un poco no es nada raro) y asímismo más duras y menos gloriosas...

Año 129 a.C. Pérgamo

Un griterío se levanta en la retaguardia. Quedamos paralizados un instante. Antes de que podamos reaccionar, aparecen los primeros fugitivos, los rostros desencajados, atropellándose en su huida, tropezando y volviendo a incorporarse. Salto del caballo, desenvaino el gladio y me interpongo en su camino. Les insulto, les agarro y zarandeo, les golpeo con el plano de la hoja. La mayoría retroceden y vuelven por donde habían venido. Yo soy ahora el peligro, la retaguardia les parece segura en comparación. Sólo unos pocos continúan corriendo, ciegos a todo lo que no sea su propio terror, aullando y gritando. No tengo más remedio que atravesarlos. Si el pánico se extiende por nuestras filas, nos arrastrará y disolverá. No seremos más que un rebaño indefenso que espera el cuchillo del carnicero.

La primera crisis ha pasado, pero el griterío aumenta. Si arrollan la retaguardia y llegan a los bagajes no tendremos salvación. La angostura del desfiladero nos impide desplegarnos y reagruparnos para la defensa. Reúno un grupo de legionarios y corro hacia la cola de la columna, sin aliento, esperando ver aparecer a los infantes enemigos en cualquier momento. Cuando llegamos, todo ha terminado. El camino está cubierto de cadáveres, la mayor parte nuestros. Los hay que se apoyan en sus brazos, como si intentasen levantarse, o que yacen acurrucados, como niños que se hubieran quedado dormidos en sus cunas. Otros se mantienen aferrados a sus armas, con expresión fiera, combatiendo a enemigos inexistentes, o permanecen tumbados, cara al cielo, con los ojos abiertos, sonriendo plácidamente, como si la muerte sólo fuese una fantasía más.

El único signo de vida que se presenta ante nuestros ojos es un caballo destripado que patea al aire, relinchando desgarradoramente. Sus chillidos se  clavan en nuestros oídos, algunos se los tapan para no oírlo, pero es inútil, nada puede detener su sonido estridente y acerado. Un soldado corre hacia él y lo termina. El silencio que sobreviene es mucho peor. Nada puede ya distraernos de la visión atroz del campo de batalla.

Vagamos entre los cuerpos sin guardar ninguna precaución, como si el enemigo no hubiera estado aquí mismo hace unos instantes y pudiera volver en cualquier momento a rematar su tarea. Si nos preguntasen, no sabríamos decir qué es lo que buscamos. Mi mirada se cruza con la de un soldado moribundo que aferra aún entre sus manos el astil de la lanza que lo ha atravesado. Pertenece a las compañías disciplinarias. Como siempre, ellos nos han salvado. Me inclino hacia él, le retiro el caso y le aflojo las correas de la coraza para que pueda respirar mejor el tiempo que le queda. Con delicadeza, le enjugo el sudor que cubre su rostro y sus cabellos, mientras le acaricio dulcemente. Así unidos, permanecemos mirándonos fijamente el uno al otro, hasta que él expira. No hemos necesitado cambiar ni una sola palabra. Sus ojos, llenos de terror y angustia, me han dicho quién nos ha atacado.

Me incorporo y contemplo largamente las montañas que nos rodean, los frondosos bosques que las cubren, las nubes que surgen tras las cimas, se desgajan arrastradas por el viento y descienden al valle por el cual marchamos. Ni un signo de vida, ni un indicio del camino que han seguido para atacarnos o de la ruta que han tomado para irse. Luchamos contra fantasmas. Desearía conocer a su jefe, verle por una sola vez arremetiendo contra nuestras tropas. Cuentan que cuando él era niño, nuestras tropas quemaron su aldea y dieron muerte o vendieron como esclavos a toda su familia. Ha jurado matar romanos mientras le quede un solo aliento de vida y, desde entonces, nos combate implacablemente, sin cuartel, sin miedo, sin esperanza.

Un tribuno a caballo se nos acerca desde la vanguardia. El cónsul ordena que se reanude la marcha. Vuelvo a mi puesto en la columna. La tensión y el miedo han cedido y desaparecido. Los soldados que adelanto caminan con lentitud, despreocupados, como si ya no hubiera peligro y la refriega jamás hubiera tenido lugar. En nuestro interior, todos nos sentimos aliviados y satisfechos. No hemos caído esta vez, no formamos parte de aquéllos que han quedado tendidos en el camino.

Otro tribuno se aproxima. Hay que acelerar la marcha. Espolear a los soldados. Me niego a acatar esa orden. Más vale dejarlos en su ensueño y permitirles disfrutar de estos momentos de tranquilidad, por lo menos hasta que hagamos alto y montemos el campamento. Quién sabe cuando se producirá un nuevo ataque. Quién sabe cuantos quedaremos con vida mañana. Ya a caballo, yo mismo siento como me invade el sopor y mis miembros se relajan. Dejo que la montura siga por sí misma las curvas del camino, mientras aflojo las riendas y me balanceo en la silla.

La senda se estrecha cada vez más, retorciéndose para seguir las paredes del desfiladero, colgada de él. A un lado se abre un abismo, que se despeña hasta un riachuelo del cual sólo escuchamos el murmullo. Del otro lado, las rocas se elevan hasta el techo de nubes y aún más alto, como revelan los claros que aquí y allá se abren. Nosotros también ascendemos, acercándonos a la capa gris que se cierne sobre nosotros, hasta que, al girar un recodo, un golpe de viento empuja hacia nosotros un manto de niebla que nos traga inmediatamente.

La sensación de frío y humedad es instantánea. Aprieto la barbilla contra el pecho y envuelvo mi rostro con el manto, intentando protegerme. Apenas se ve a unos metros. Marchamos por pura inercia, la vista fija en la forma del hombre que nos precede, la mano siguiendo el contorno de las rocas que limitan el camino. Temo que los soldados o los animales se despisten y acaben despeñados en el abismo. Habría que dar la orden de alto, pero puede ser la última orden que demos. Huelo el miedo. Siento la inquietud de la tropa. La niebla centuplica sus temores, presienten amenazas en cada sombra, en cada eco, en cada pequeña variación de luz. Sólo desean salir de aquí cuanto antes, así que permito que continúe la marcha.

Tan repentino como el que nos había cubierto, un nuevo golpe de viento desgarra la nube que nos envuelve. La luz del sol nos ciega. Ante nuestra vista se extiende la meseta en la que culminan estas montañas. Detengo el caballo y me vuelvo. Los hombres emergen en pequeños grupos de la niebla. Sus rostros denotan la fatiga del día. Están extenuados. No pueden dar un paso más. Uno tras otro avanzan hasta encontrar un lugar libre y se dejan caer. Detrás de ellos, en algún punto ignoto bajo el mar de nubes, se halla el lugar dónde nos emboscaron, allí donde nuestros muertos comienzan a pudrirse.


El campamento ya está montado. La noche ha caído. Los tribunos os reunís a cenar. Algunas lucernas iluminan el interior de la tienda, pero no alcanzan a disipar las tinieblas que os rodean. Te cuesta distinguir las caras de aquéllos que están al otro lado de la mesa. La comida es mala, la bebida peor, pero ni esto, ni la obscuridad, nunca antes han sido capaces de impedir que la conversación prendiese. Hasta hoy, que os concentráis en engullir lentamente la comida, sin preocuparnos por lo que sucede fuera de vuestros platos. 
Para sacaros de esta apatía, el cónsul ha tenido la idea de sacrificar las últimas ánforas de vino de Campania que aún se guardaban. Las lenguas se desatan, es cierto, pero sólo para dar paso a la melancolía. Unos se recuestan sobre el respaldo de la silla, sostienen el cáliz con una mano y dejan balancearse la otra en el aire, la mirada perdida en las costuras de la tienda. Otros ponen el codo sobre la mesa, apoyan la frente en la mano y dejan que sus pensamientos se pierdan en contemplar el líquido que llena su cáliz, mientras con un dedo recorren incesantemente su borde. Uno tras otro, tomáis la palabra, mientras el resto escucha en silencio, sin preguntar ni interrumpir. En verdad, quizás nadie escuche ya, pues cada uno de esos monólogos interminables versa sobre el mismo tema, sobre todo lo que habéis dejado en casa, sobre las personas a las que amáis, sobre las personas que os aman. Qué lejano e irreal resulta todo ahora, cuando la inhumana realidad de la guerra lo ha suplantado por entero. Sin embargo, durante un breve y frágil momento, te sientes transportado al lugar al que perteneces, sólo para despertar bruscamente y verte rodeado por una multitud de rostros demacrados y embrutecidos, que a la débil luz de las lucernas asemejan sombras salidas del Hades. La punzada es insoportable. Vuelves a beber, vacías el cáliz y lo llenas de nuevo. Ansías emborracharte, hasta que tu mente esté completamente embotada, hasta que no puedas sentir.

Tu deseo se cumple. Como a ti, a todos les sucede lo mismo. Ya nadie puede pensar o recordar. El silencio vuelve, victorioso. Cada uno queda suspendido en una postura diferente, ridícula. Medio dormido, medio despierto, Tu vista se entretiene en recorrer  las vetas de la madera de la mesa, en examinar las sobras de la comida que se enfrían en tu plato, en seguir el oscilar de la llama de la lucerna que está frente a ti. Uno tras otro, ves como tus compañeros se retiran. Tú también encuentras finalmente las fuerzas para levantarte y dirigirte a tu tienda, sólo para derrumbarte allí como un muñeco sobre el lecho. El sueño sobreviene repentino, parece que te hubieran golpeado con un mazo, pero no dura, se disipa enseguida y, de un modo tan vertiginoso como aquél con el que te había absorbido, te vuelve a traer a este infierno del cual creías haber huido, del cual nunca podrás escapar.

El sueño se ha desvanecido. Sólo queda esperar el día, tendido sobre el catre, meditando, mientras las horas se deslizan lenta y dolorosamente, rodeado por los sonidos indefinidos de la noche. Eres consciente de que tus compañeros también velan y de que, al igual que tú, se revuelven en sus lechos, torturados por tus mismos demonios. Sabes, como ellos saben a su vez, que nunca te levantarás e irás a su lado a confesarles que tienes miedo. Sabes que si uno de ellos apareciese en tu tienda, fingirías estar dormido y, al día siguiente, tendrías buen cuidado en no pronunciar una sola palabra que recordase lo sucedido aquella noche. Procurarías mantenerte a distancia, para que así, el día en que una espada lo siegue o lo ensarte una lanza o lo atraviese una flecha, puedas cruzar por encima de su cadáver, impasible, indiferente, y salvar tu propia vida.

Esta guerra está acabando contigo, con todos tus compañeros, con todos vosotros. Lleváis ya tres años atascados aquí, escalando montañas, sofocándoos de calor en verano, tiritando de frío en invierno, sin haber combatido una sola batalla que merezca ese nombre. Simplemente, habéis sobrevivido a emboscada tras emboscada, sin ver apenas a vuestros enemigos, aparte de una repentina lluvia de flechas que se precipita sobre vuestras cabezas, procedente de ninguna parte, mientras las siluetas borrosas de unos jinetes cruzan entre vosotros, sembrando la muerte. A veces ni siquiera eso. Porque la guerra también se compone de pozos envenenados, de puentes derruidos, de graneros quemados. Y eso también causa bajas. Uno tras otro tus compañeros van muriendo. De hambre, de sed, de frío, de puro agotamiento. Los hay que desaparecen sin dejar huella, arrastrados por los ríos, despeñados en los abismos, enterrados por las tormentas de nieve. Otros son hechos prisioneros por vuestros enemigos y torturados sin piedad, para luego, como última crueldad, crucificar sus cadáveres en las encrucijadas por las que el ejército ha de transitar.

La impotencia os ha convertido en fieras. Caéis sobre las aldeas y os entregáis a la matanza, sin respetar a mujeres, ancianos o niños. Sus gritos, su desesperación sólo consiguen excitaros más, hasta tal punto de que, cuando ya se han acabado las personas, la emprendéis con los animales, hasta que casas y calles no son más que un sanguinolento amasijo de carne, por el cual camináis con mirada fría y absorta. ¿Es el fin de vuestra ira? No. Sólo la visión de la aldea en llamas consigue aplacaros. Entonces os dais cuenta. Vuestras manos están vacías. No habéis conseguido ningún botín. Ni riquezas, ni alimentos, ni esclavos. Esa no es ya vuestra misión. Ahora consiste en ser heraldos de la muerte, que sólo viven para darla y para recibirla. Fuera de eso, nada más os importa. Por eso rajáis los sacos de trigo guardados en los graneros, los esparcís sobre el suelo y bailáis sobre su contenido, triturándolo y amasándolo con el barro. Por eso mismo machacáis las joyas que encontráis y las arrojáis a los pozos, de donde nadie podrá rescatarlas.

Vosotros, los romanos, no sois los únicos que devastáis el país. Sobre los despojos de Pérgamo, que os ha sido entregado por su último rey como herencia, se han abalanzado tras su muerte todos los reinos vecinos. Capadocia. Bitinia. Ponto. Muchas veces, cuando os aproximáis a un poblado, encontráis que vuestra tarea ya ha sido completada y que existen niveles de crueldad a los que aún no habéis descendido. No es posible describir los horrores que descubrís. Vosotros mismos tenéis que huir de allí, asqueados y aterrorizados.

Vosotros, los Romanos, recorréis el mundo como si fuera de vuestra propiedad, os parangonáis a los mismos dioses, sin apercibiros de que ha sido la debilidad de vuestros contrarios, y no vuestra fortaleza, la que os ha permitido ascender a la posición que ocupáis. Si os hubieran sometido a la décima parte de las pruebas que este reino de Pérgamo ya ha sufrido, hubierais desaparecido. Nada quedaría de vuestra arrogancia. Sin embargo, este pueblo al que hacéis la guerra resiste año tras año, sin importarle el precio. Hay aldeas que arrasáis todos los veranos y a la primavera siguiente vuelven a estar en pie, las chimeneas humeantes, los campos cultivados. No es sólo eso, sino que junto a ellos luchan también sus esclavos, aceptando los mismos sufrimientos y penalidades de sus dueños, cuando ahora, por el contrario, les sería tan fácil escapar a su dominio y tomar cumplida venganza contra ellos. Así lo hicieron no hace mucho los esclavos de vuestras plantaciones en Sicilia, degollando a sus amos, destruyendo a vuestros ejércitos, sin esperanza de vencer, sólo por la mera satisfacción de morir matando, de perecer llevándose consigo a algún romano.

¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Os preguntáis. Y no encontráis respuesta. Y eso os aterroriza.



Heliópolis. La ciudad del sol. La ciudad soñada por los filósofos. Libre. Sin clases. Sin ricos ni pobres. Sin amos ni esclavos. Donde todos seremos iguales. Donde todos seremos felices. Así será Pérgamo cuando venzamos. Así lo ha prometido Aristónico.

¿Lo cumplirá? Nadie lo sabe, pero él es el único que se ha atrevido a hablar así. No importa. No perderemos nada siguiéndole. La esclavitud y la miseria ya la tenemos. Ocurra lo que ocurra, venzamos o perdamos, triunfemos o seamos engañados, volveremos a ser libres. Todos tenemos en nuestra mano el instrumento para serlo.


Cuando meditas sobre esta campaña, sabes que no es la resistencia de estas gentes, ni los horrores en los que tomáis parte, lo que está minando la moral de las legiones, lo que hace que aborrezcas tu oficio de soldado. Los nuevos reclutas podrían sentirse afectados. Es normal. Es nuevo para ellos.

Tú mismo lo sentiste la primera vez que una fila de hombres armados, con sus armas en ristre y aullando como bestias, se dirigió al encuentro de la formación en la que tú figurabas. Entonces debiste esperarles en ese mismo lugar, inmóvil, en silencio, sin permitir que tu miedo se trasluciera, sin poder lanzarte contra ellos ni huir de allí, hasta que los centuriones dieran la señal. Recuerdas que contemplabas alucinado como sus figuras se agrandaban y como sus rostros se hacían reconocibles. Deseabas ardientemente que ocurriera cualquier cosa, incluso que sus lanzas y espadas atravesasen tu escudo y tu coraza. Todo antes que aquella espera, todo antes que vivir tu muerte por adelantado.

De repente una orden. Viste tu pilum y el de todos tus compañeros cruzar el aire, lentamente, hasta las primeras filas de corredores. Se pararon en seco. Unos cuantos cayeron para no levantarse. Otros se desprendieron de sus escudos que se habían vuelto inservibles. Su vacilación sólo duró un instante. De nuevo estaban en marcha y podías percibir su odio, su deseo de matar, de matarte. Una segunda orden. Una nueva salva de lanzas surcó los aires. Esta vez no se detuvieron. Una tercera orden.  Sin saber como te encontraste corriendo al encuentro de los que os atacaban, temiste haber perdido los nervios, haber imaginado la señal, pero a tú lado corrían también tus compañeros y sus gritos se mezclaban con los tuyos, con los del enemigo.

Recuerdas también al primer hombre que mataste, su expresión de sorpresa e incredulidad al sentir la hoja de tu gladio en su interior, el violento temblor que te invadió, las náuseas, el temor a no poder retirar la hoja y quedar indefenso. Después, nada más, ningún recuerdo claro, hasta el momento en que te viste sentado tras la batalla, descansando, uno más entre los vencedores, uno más entre los supervivientes. Todos habéis pasado por esto. Todos habéis aprendido a no ver, a no sentir, a ejecutar lo que se os ordena sin cuestionároslo, a volver a las tiendas sin ningún recuerdo, el pensamiento ocupado en el sueño reparador que os aguarda, en la partida de cartas con los compañeros, en la ánfora de vino que compartiréis.

Esta vez también tendría que haber sucedido así, como ocurrió en el pasado, como habrá de acontecer en el futuro, sino fuera por que tú y todos los tribunos y todos los centuriones y hasta el mismo cónsul que os manda, sois conscientes de que esta gente a la que extermináis, estas aldeas y poblados que entregáis a las llamas, no son vuestros enemigos. Al menos no lo eran hace cuatro años cuando, al abrir el testamento del rey Átalo, se descubrió que legaba su reino al pueblo y al senado romano. Él os admiraba, su pueblo también, pero no tuvo que pasar mucho tiempo para que todo cambiase. Bastó la llegada del primer gobernador y de vuestros cobradores de impuestos, sedientos de oro y riquezas, dispuestos a colmar sus arcas en el corto espacio de su mandato.

Hasta ese instante, Pérgamo había sido vuestro aliado más fiel entre todos los griegos, casi el único. Primero contra Filipo, el rey de Macedonia que quiso vetaros el acceso a Grecia. Luego contra Antíoco el Grande, gobernante del Imperio Seleúcida, quien, tras la derrota de Filipo, quiso llevarse una buena tajada de los despojos. Por último contra Perseo, el último de los reyes macedonios, que quiso devolver su antiguo esplendor al reino de Alejandro. En ninguna de esas ocasiones os falló Pérgamo. Ni siquiera cuando el resto de vuestros aliados vacilaban en su lealtad y trataban secretamente con vuestros enemigos, como hizo Rodas. Ahora ha llegado el momento de satisfacer vuestra deuda y todo el mundo puede comprobar como recompensáis la lealtad. Mediante el exterminio. No os importa actuar así a la vista de todos. Al fin y al cabo sois los nuevos amos del mundo. Nadie osará levantar una sola palabra de censura o interponerse en vuestro camino, bien sea por debilidad o por miedo a seguir el mismo camino. Es preferible mantenerse en vuestra estela, alimentándose con los despojos que rechazáis, y aplaudir vuestras decisiones como si emanasen de los mismos dioses. En medio de ese coro universal de aduladores, que apilan sobre vosotros elogio tras elogio hasta casi sofocaros, sólo la tenue voz de vuestras conciencias se atreve aún a decir la verdad. Enfrentadas a ella todas las demás callan.

Vuestras manos están teñidas en sangre. Vuestros corazones convertidos en piedra. Los que no muráis en estos campos, tendréis que volver a vuestros hogares y allí aprender de nuevo cómo se ama a una mujer, cómo se educa a un hijo, como se le enseña la diferencia entre lo que es justo y lo injusto. ¿Podréis lograrlo? Esta campaña os ha enseñado que todas las leyes que les inculquéis, por muy sagradas y antiguas que sean, no son más que palabras vacías que pueden ignorarse si la necesidad así lo dicta. Callaréis ese punto. No os atreveréis a confesarles que en este mundo sólo reina el sálvese quien pueda, el muérete tú y quede vivo yo, que la única ley que no es una ilusión es el capricho y voluntad del más fuerte. Sin excepciones. Sin paliativos.

Envejeceréis mientras ellos crecen. Llegará el día en que manos extrañas impondrán sobre sus hombros la coraza y depositarán en sus manos el gladio. Entonces os despediréis de él, antes de su marcha a una guerra que ha estallado en un país remoto, de nombre impronunciable, sin saber si volveréis a verlo vivo. De vuestra boca sólo saldrán palabras que le recuerden la gloria de Roma y el espíritu de abnegación y sacrificio que debe acompañar a cada uno de sus hijos. Así lo muestra el ejemplo de tantos ciudadanos que ofrendaron su vida por la salvación de la república en tiempos pretéritos. Contra los reyes etruscos, contra galos y sammitas, contra Aníbal y Pirro. En aquellos tiempos pretéritos, cuando se luchaba por la supervivencia, puede ser que aquellas palabras tuvieran algún sentido. Ya no es así, sobre todo cuando te exigen que pierdas un hijo y el motivo es que no se interrumpa el flujo de riquezas que llega a las arcas de senadores y patricios, para que éstos puedan malgastarlo en excentricidades y francachelas.



La luz del sol se filtra a través de las costuras de la tienda. El día ha vuelto. Despierto con el pie al criado que duerme acurrucado al pie de mi lecho. Medio dormido, me trae la coraza y el gladio y me ayuda a ceñírmelos. Cuando salgo de la tienda, los soldados comienzan a formar frente al pretorio. Me dirijo al ara y me colocó junto al resto de los tribunos. Malas caras. El vino de anoche nos ha sentado mal a todos. Los arúspices también han llegado ya y observan como unos sirvientes les acercan la víctima del sacrificio, que se resiste y gime lastimera. Sólo falta el Cónsul.

Cuando éste abandona su tienda, acompañado de los legados, le veo sonreír satisfecho y conversar distendido con los que le rodean. Tiene motivos para esa confianza. Acaba de aplastar la rebelión de los esclavos de Sicilia y ahora espera hacer lo mismo aquí en Pérgamo, derrotando de una vez por todas a Aristónico antes de que llegue el otoño. Los veteranos no compartimos su optimismo. Su antecesor albergaba las mismas ilusiones y el enemigo todavía pasea en triunfo su cabeza cortada a la cabeza de sus tropas, como prueba evidente de que los romanos no son invencibles. Nuestro general es ajeno a estos temores. Aquel desastre es cosa del pasado, el destino apropiado para un inútil que no se merecía el mando, mientras que él es el hombre enviado para conseguir la victoria.

Investido por esa creencia, pasa revista a las tropas, tratando de imbuirlas de su fe en la victoria. Al reparar en mí, me toma del brazo y me saca de la formación, para mostrarme como ejemplo ante el campamento y felicitarme por el combate de ayer, cuando la retaguardia se salvó gracias a mi resolución. Me pasa el brazo por los hombros y me mantiene a su lado, mientras comienza a arengarnos. Nos promete todo tipo de honores y recompensas para cuando la campaña termine. La riqueza entera del Asia, que ni hombres ni dioses han podido jamás contar, será entonces nuestra, bastará con extender el brazo y tomarla. Dejo de escucharle. Demasiadas veces he visto quien se llevaba el botín, como para prestar ahora atención a sus palabras. Qué se desgañite y malgaste sus fuerzas cuanto quiera, yo tengo que reservar las mías para la marcha que nos espera.

Una vez terminado el discurso, sube al podio donde está el ara y da orden al celebrante para que se proceda al sacrificio de la víctima y a la lectura de sus entrañas. Los ayudantes degüellan el animal y dejan que se desangre, antes de extenderlo sobre el ara. Con un hábil movimiento, el arúspice la abre en dos, pero cuando va a extraer las entrañas, vemos como su cuchillo se detiene y su expresión se turba. Lleno de terror, levanta la cabeza y mira al cónsul con ojos aterrorizados. Éste titubea un instante, pero enseguida manda que se traiga otra víctima inmediatamente. Cuando se da cuenta de que los sirvientes no se han marchado aún, le invade la ira y comienza a insultarlos y a golpearlos.

La inquietud, el pánico, se extiende por la formación. Sin embargo, sólo unos pocos, los que estábamos formados junto al ara, sabemos la verdad de lo que ha ocurrido. De nuevo la víctima no tiene corazón. Los dioses se ríen de nosotros y nos ocultan nuestro futuro. Estamos solos, abandonados a nuestra suerte y a nuestro criterio.


Volvemos a Pérgamo. La moral de las tropas es tan baja tras los últimos combates que el Cónsul decidió hace unos días interrumpir la campaña, antes que arriesgarse a un motín o a una batalla. Unos días de descanso, piensa, bastarán para aquietar los ánimos mas soliviantados y nutrir nuestras filas, desangradas por tantas emboscadas, con nuevos reemplazos.

Franqueamos un repecho y la ciudad se aparece ante nuestra vista, encaramada en lo alto de una montaña, bella como pocas ciudades lo son, ni siquiera Roma. Desde la llanura que la circunda, casa tras casa, templo tras templo, stoa tras stoa, teatro tras teatro, trepan hasta la cima, hasta el puñado de edificios que la coronan, la biblioteca, el templo de Atenea, el ara de Zeus, pintados de rojo y azul  brillante, a los cuales es casi imposible mirar directamente a la luz del mediodía. Abajo, en la llanura, rodeado por los trigales, se alza el Asclepion, donde enfermos provenientes de las cuatro esquinas del mundo venían a rogar por su curación, confiando en que el dios se les apareciese en sueños y les revelase la vía de su salvación.



No hemos subido a la ciudad. La guerra ha expulsado a la mayoría de sus habitantes y no encontraríamos quien nos cobijara o nos diese alimento. Vale más convertir el Asclepion en un cuartel. Su recinto es fácil de defender, al contrario que el dédalo de callejuelas de la ciudad alta, y los dormitorios destinados a los peregrinos podrían dar alojamiento a un ejercito tres veces mayor que el nuestro. Los almacenes están llenos y las fuentes abundan en el recinto. No nos faltará de nada, ni nadie nos impedirá tomar lo que necesitemos, esté bien o mal lo que hagamos. Sólo los ojos ciegos de las estatuas de los dioses observan nuestras acciones, pero a ellas, encerradas en su belleza, nada de lo que ocurra entre los hombres les importa.

La tarde envejece, mientras una multitud de soldados sucios y malolientes avanza por la vía sacra hacia la entrada del templo. Una vez dentro se reparten por las estancias, bajo los pórticos, por las habitaciones de los sacerdotes, buscando un lugar donde pasar la noche. Quizás alguno sueñe está noche con el remedio a los males que le aquejan, pero dudo que el dios recorra está noche su santuario devastado. Si lo hace, no seré yo el afortunado que reciba su visita. Quizás por eso permanezco de pie, separado de mis compañeros, bajo una de las columnatas de la vía sacra, sin atreverme a franquear el umbral del santuario. Contemplo fascinado la acrópolis de Pérgamo, sobre la que inciden los rayos del sol poniente, convirtiéndola en una aparición de oro viejo.

Me he quedado sólo. En la puerta permanecen dos centinelas que me contemplan con extrañeza, pero no se atreven a dirigirme la palabra. Mi rango los intimida. Si quiero estar ahí, piensan, que esté ahí. Mientras no se me ocurra requisarles para algún capricho, les dará igual lo que haga. Ellos sólo aspiran a pasar la guardia sin complicaciones, lo más rápido posible. Disimuladamente, procurando que no me fije en ellos, se apoyan sobre el pilum o el escudo. El agotamiento les vence, pero en cuanto ven que me muevo, se yerguen y adoptan una actitud de alerta. Debería recriminarles su negligencia, nuestras vidas dependen de su vigilancia, pero yo también estoy extenuado y, aún estando de pie, tengo que esforzarme para que mis ojos no se cierren.

Comienzo andar. Los dos centinelas me siguen un trecho con la mirada, pero enseguida se desentienden. Tengo deseos de subir hasta lo más alto de la acrópolis. Acelero el paso, hasta que me encuentro casi corriendo. No podré mantener este ritmo mucho tiempo, pero algo en mi interior me impide refrenarme, algo vago y desconocido que tira de mí, anulando mi voluntad y mi consciencia.

En mi ascensión, atravieso calles columnadas, ya en penumbra, a cuyos lados resaltan los huecos negros de las puertas que llevaban a las tiendas. No queda nada en ellas, todas han sido saqueadas, por nosotros, por nuestros aliados, por los propios habitantes de la ciudad. Ráfagas de viento helado soplan de vez en cuando por las calles y me detienen en mi carrera. Es el único sonido que se escucha en ellas, aparte del rumor de mis pasos sobre el empedrado. Ni una voz humana resuena en toda la ciudad, ni una luz se descubre en las ventanas. El silencio y la obscuridad encogen mi corazón. Hace tres años, cuando nuestras tropas llegaron aquí escoltando al gobernador que iba a tomar posesión de la provincia, no se podía dar un paso por estas mismas calles. Artesanos, vendedores, simples curiosos, salían a nuestro encuentro para ofrecerte sus productos o simplemente para tocar tus ropas, tu armadura, tus armas, que nunca antes habían visto y que les llenaban de extrañeza. Su risa y su alegría colmaban las calles. Ahora sólo queda desolación y vacío, creados por nosotros, los visitantes a los que acogieron con hospitalidad.

Echo a correr de nuevo. Quiero que el ritmo agitado de mi respiración ahogue el silencio que retumba en mis oídos, pero el zumbido continúa y se hace más fuerte que mi voz, más fuerte que cualquiera de mis gritos.

He llegado a la puerta de la gran biblioteca. Sus batientes están abiertas. Nadie custodia su contenido. Adentro ya no queda nada. La primera orden de nuestro gobernador fue transferir todos sus rollos a Roma. Penetro en su interior. El suelo está cubierto de jirones de papiro y pergamino. Recojo uno del suelo y me esfuerzo en descifrarlo a luz de los últimos rayos de sol.


El ansiado rumor de tus pasos
y el dulce mirar de tus ojos,
me conmueven más
que el desfile de los carros de guerra
o la formación de infantes
vistiendo su armadura completa

y al reverso, lo contrario

no es apto para la guerra el hombre
que no soporta la visión de la matanza
y no combate al enemigo cuerpo a cuerpo.
Ahí está la gloria, nada más bello
puede alabarse en un joven

La gloria. La gloria de los cuerpos. Así nos han enseñado, a buscar y a preferir la belleza. Luego nos han convencido de que armaduras y escudos, coraje y valor, la aumentaban aún más, que nada había más hermoso que un guerrero. Ficciones de poetas que jamás han pisado un campo de batalla. Yo he visto esos cuerpos jóvenes. Mutilados, destrozados, retorciéndose en su agonía, agitándose en sus últimos espasmos.

¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Dónde estoy? Ya es noche cerrada. La luna se halla en su cenit y su brillo ilumina la ciudad entera. Frente a mí, se alza una escalinata flanqueada por dos plataformas que avanzan a mi encuentro. En sus muros luchan dioses y titanes. Uno de ellos ha sido derribado por un mastín que le muerde la nuca sin compasión, tratando de partirle el cuello, pero el gigante, en un último esfuerzo, le salta los ojos con sus manos. Atenea agarra a otro titán de los cabellos y, de un tirón, le obliga a arrodillarse y a presentar el cuello. La espada brilla un momento en lo alto, presta a decapitarlo, y el gigante la contempla impotente, sin llegar a creer que su vida ha llegado a su fin. Un carro de guerra se abalanza sobre los cuerpos de los combatientes caídos, aplastando cabezas, tronchando miembros con sus ruedas. Los caballos que lo arrastran, consumidos por el frenesí de la matanza, levantan los cascos y piafan. De sus bocas penden espumarajos. Horror y desesperación me rodean.

Si esto pasa en los cielos, ¿qué es lo que no podrá ocurrir en la tierra?

Nota: Si bien la anécdota es inventada, el trasfondo es real. El reino de Pérgamo fue entregado por su rey en herencia a los romanos, pero se produjo una violenta rebelión, que duró tres años y costó la vida al cónsul encargado de la represión. A partir de un momento dado, los rebeldes liberaron a los esclavos y proclamaron la ciudad de Sol, en la que todas las diferencias sociales quedarían abolidas. Mientras Roma luchaba en Pérgamo, debía hacer frente también a la rebelión de esclavos en Sicilia y a los sucesos narrados en el cuento.

Los poemas que aparecen son respectivamente de Safo y Alcman, poetas griegos antiguos.