Año 129 a.C. Pérgamo
Un griterío se levanta en la retaguardia. Quedamos paralizados un instante. Antes de que podamos reaccionar, aparecen los primeros fugitivos, los rostros desencajados, atropellándose en su huida, tropezando y volviendo a incorporarse. Salto del caballo, desenvaino el gladio y me interpongo en su camino. Les insulto, les agarro y zarandeo, les golpeo con el plano de la hoja. La mayoría retroceden y vuelven por donde habían venido. Yo soy ahora el peligro, la retaguardia les parece segura en comparación. Sólo unos pocos continúan corriendo, ciegos a todo lo que no sea su propio terror, aullando y gritando. No tengo más remedio que atravesarlos. Si el pánico se extiende por nuestras filas, nos arrastrará y disolverá. No seremos más que un rebaño indefenso que espera el cuchillo del carnicero.
La primera crisis ha pasado, pero el griterío aumenta. Si arrollan la retaguardia y llegan a los bagajes no tendremos salvación. La angostura del desfiladero nos impide desplegarnos y reagruparnos para la defensa. Reúno un grupo de legionarios y corro hacia la cola de la columna, sin aliento, esperando ver aparecer a los infantes enemigos en cualquier momento. Cuando llegamos, todo ha terminado. El camino está cubierto de cadáveres, la mayor parte nuestros. Los hay que se apoyan en sus brazos, como si intentasen levantarse, o que yacen acurrucados, como niños que se hubieran quedado dormidos en sus cunas. Otros se mantienen aferrados a sus armas, con expresión fiera, combatiendo a enemigos inexistentes, o permanecen tumbados, cara al cielo, con los ojos abiertos, sonriendo plácidamente, como si la muerte sólo fuese una fantasía más.
El único signo de vida que se presenta ante nuestros ojos es un caballo destripado que patea al aire, relinchando desgarradoramente. Sus chillidos se clavan en nuestros oídos, algunos se los tapan para no oírlo, pero es inútil, nada puede detener su sonido estridente y acerado. Un soldado corre hacia él y lo termina. El silencio que sobreviene es mucho peor. Nada puede ya distraernos de la visión atroz del campo de batalla.
Vagamos entre los cuerpos sin guardar ninguna precaución, como si el enemigo no hubiera estado aquí mismo hace unos instantes y pudiera volver en cualquier momento a rematar su tarea. Si nos preguntasen, no sabríamos decir qué es lo que buscamos. Mi mirada se cruza con la de un soldado moribundo que aferra aún entre sus manos el astil de la lanza que lo ha atravesado. Pertenece a las compañías disciplinarias. Como siempre, ellos nos han salvado. Me inclino hacia él, le retiro el caso y le aflojo las correas de la coraza para que pueda respirar mejor el tiempo que le queda. Con delicadeza, le enjugo el sudor que cubre su rostro y sus cabellos, mientras le acaricio dulcemente. Así unidos, permanecemos mirándonos fijamente el uno al otro, hasta que él expira. No hemos necesitado cambiar ni una sola palabra. Sus ojos, llenos de terror y angustia, me han dicho quién nos ha atacado.
Me incorporo y contemplo largamente las montañas que nos rodean, los frondosos bosques que las cubren, las nubes que surgen tras las cimas, se desgajan arrastradas por el viento y descienden al valle por el cual marchamos. Ni un signo de vida, ni un indicio del camino que han seguido para atacarnos o de la ruta que han tomado para irse. Luchamos contra fantasmas. Desearía conocer a su jefe, verle por una sola vez arremetiendo contra nuestras tropas. Cuentan que cuando él era niño, nuestras tropas quemaron su aldea y dieron muerte o vendieron como esclavos a toda su familia. Ha jurado matar romanos mientras le quede un solo aliento de vida y, desde entonces, nos combate implacablemente, sin cuartel, sin miedo, sin esperanza.
Un tribuno a caballo se nos acerca desde la vanguardia. El cónsul ordena que se reanude la marcha. Vuelvo a mi puesto en la columna. La tensión y el miedo han cedido y desaparecido. Los soldados que adelanto caminan con lentitud, despreocupados, como si ya no hubiera peligro y la refriega jamás hubiera tenido lugar. En nuestro interior, todos nos sentimos aliviados y satisfechos. No hemos caído esta vez, no formamos parte de aquéllos que han quedado tendidos en el camino.
Otro tribuno se aproxima. Hay que acelerar la marcha. Espolear a los soldados. Me niego a acatar esa orden. Más vale dejarlos en su ensueño y permitirles disfrutar de estos momentos de tranquilidad, por lo menos hasta que hagamos alto y montemos el campamento. Quién sabe cuando se producirá un nuevo ataque. Quién sabe cuantos quedaremos con vida mañana. Ya a caballo, yo mismo siento como me invade el sopor y mis miembros se relajan. Dejo que la montura siga por sí misma las curvas del camino, mientras aflojo las riendas y me balanceo en la silla.
La senda se estrecha cada vez más, retorciéndose para seguir las paredes del desfiladero, colgada de él. A un lado se abre un abismo, que se despeña hasta un riachuelo del cual sólo escuchamos el murmullo. Del otro lado, las rocas se elevan hasta el techo de nubes y aún más alto, como revelan los claros que aquí y allá se abren. Nosotros también ascendemos, acercándonos a la capa gris que se cierne sobre nosotros, hasta que, al girar un recodo, un golpe de viento empuja hacia nosotros un manto de niebla que nos traga inmediatamente.
La sensación de frío y humedad es instantánea. Aprieto la barbilla contra el pecho y envuelvo mi rostro con el manto, intentando protegerme. Apenas se ve a unos metros. Marchamos por pura inercia, la vista fija en la forma del hombre que nos precede, la mano siguiendo el contorno de las rocas que limitan el camino. Temo que los soldados o los animales se despisten y acaben despeñados en el abismo. Habría que dar la orden de alto, pero puede ser la última orden que demos. Huelo el miedo. Siento la inquietud de la tropa. La niebla centuplica sus temores, presienten amenazas en cada sombra, en cada eco, en cada pequeña variación de luz. Sólo desean salir de aquí cuanto antes, así que permito que continúe la marcha.
Tan repentino como el que nos había cubierto, un nuevo golpe de viento desgarra la nube que nos envuelve. La luz del sol nos ciega. Ante nuestra vista se extiende la meseta en la que culminan estas montañas. Detengo el caballo y me vuelvo. Los hombres emergen en pequeños grupos de la niebla. Sus rostros denotan la fatiga del día. Están extenuados. No pueden dar un paso más. Uno tras otro avanzan hasta encontrar un lugar libre y se dejan caer. Detrás de ellos, en algún punto ignoto bajo el mar de nubes, se halla el lugar dónde nos emboscaron, allí donde nuestros muertos comienzan a pudrirse.
El campamento ya está montado. La noche ha caído. Los tribunos os reunís a cenar. Algunas lucernas iluminan el interior de la tienda, pero no alcanzan a disipar las tinieblas que os rodean. Te cuesta distinguir las caras de aquéllos que están al otro lado de la mesa. La comida es mala, la bebida peor, pero ni esto, ni la obscuridad, nunca antes han sido capaces de impedir que la conversación prendiese. Hasta hoy, que os concentráis en engullir lentamente la comida, sin preocuparnos por lo que sucede fuera de vuestros platos.
Para sacaros de esta apatía, el cónsul ha tenido la idea de sacrificar las últimas ánforas de vino de Campania que aún se guardaban. Las lenguas se desatan, es cierto, pero sólo para dar paso a la melancolía. Unos se recuestan sobre el respaldo de la silla, sostienen el cáliz con una mano y dejan balancearse la otra en el aire, la mirada perdida en las costuras de la tienda. Otros ponen el codo sobre la mesa, apoyan la frente en la mano y dejan que sus pensamientos se pierdan en contemplar el líquido que llena su cáliz, mientras con un dedo recorren incesantemente su borde. Uno tras otro, tomáis la palabra, mientras el resto escucha en silencio, sin preguntar ni interrumpir. En verdad, quizás nadie escuche ya, pues cada uno de esos monólogos interminables versa sobre el mismo tema, sobre todo lo que habéis dejado en casa, sobre las personas a las que amáis, sobre las personas que os aman. Qué lejano e irreal resulta todo ahora, cuando la inhumana realidad de la guerra lo ha suplantado por entero. Sin embargo, durante un breve y frágil momento, te sientes transportado al lugar al que perteneces, sólo para despertar bruscamente y verte rodeado por una multitud de rostros demacrados y embrutecidos, que a la débil luz de las lucernas asemejan sombras salidas del Hades. La punzada es insoportable. Vuelves a beber, vacías el cáliz y lo llenas de nuevo. Ansías emborracharte, hasta que tu mente esté completamente embotada, hasta que no puedas sentir.
Tu deseo se cumple. Como a ti, a todos les sucede lo mismo. Ya nadie puede pensar o recordar. El silencio vuelve, victorioso. Cada uno queda suspendido en una postura diferente, ridícula. Medio dormido, medio despierto, Tu vista se entretiene en recorrer las vetas de la madera de la mesa, en examinar las sobras de la comida que se enfrían en tu plato, en seguir el oscilar de la llama de la lucerna que está frente a ti. Uno tras otro, ves como tus compañeros se retiran. Tú también encuentras finalmente las fuerzas para levantarte y dirigirte a tu tienda, sólo para derrumbarte allí como un muñeco sobre el lecho. El sueño sobreviene repentino, parece que te hubieran golpeado con un mazo, pero no dura, se disipa enseguida y, de un modo tan vertiginoso como aquél con el que te había absorbido, te vuelve a traer a este infierno del cual creías haber huido, del cual nunca podrás escapar.
El sueño se ha desvanecido. Sólo queda esperar el día, tendido sobre el catre, meditando, mientras las horas se deslizan lenta y dolorosamente, rodeado por los sonidos indefinidos de la noche. Eres consciente de que tus compañeros también velan y de que, al igual que tú, se revuelven en sus lechos, torturados por tus mismos demonios. Sabes, como ellos saben a su vez, que nunca te levantarás e irás a su lado a confesarles que tienes miedo. Sabes que si uno de ellos apareciese en tu tienda, fingirías estar dormido y, al día siguiente, tendrías buen cuidado en no pronunciar una sola palabra que recordase lo sucedido aquella noche. Procurarías mantenerte a distancia, para que así, el día en que una espada lo siegue o lo ensarte una lanza o lo atraviese una flecha, puedas cruzar por encima de su cadáver, impasible, indiferente, y salvar tu propia vida.
Esta guerra está acabando contigo, con todos tus compañeros, con todos vosotros. Lleváis ya tres años atascados aquí, escalando montañas, sofocándoos de calor en verano, tiritando de frío en invierno, sin haber combatido una sola batalla que merezca ese nombre. Simplemente, habéis sobrevivido a emboscada tras emboscada, sin ver apenas a vuestros enemigos, aparte de una repentina lluvia de flechas que se precipita sobre vuestras cabezas, procedente de ninguna parte, mientras las siluetas borrosas de unos jinetes cruzan entre vosotros, sembrando la muerte. A veces ni siquiera eso. Porque la guerra también se compone de pozos envenenados, de puentes derruidos, de graneros quemados. Y eso también causa bajas. Uno tras otro tus compañeros van muriendo. De hambre, de sed, de frío, de puro agotamiento. Los hay que desaparecen sin dejar huella, arrastrados por los ríos, despeñados en los abismos, enterrados por las tormentas de nieve. Otros son hechos prisioneros por vuestros enemigos y torturados sin piedad, para luego, como última crueldad, crucificar sus cadáveres en las encrucijadas por las que el ejército ha de transitar.
La impotencia os ha convertido en fieras. Caéis sobre las aldeas y os entregáis a la matanza, sin respetar a mujeres, ancianos o niños. Sus gritos, su desesperación sólo consiguen excitaros más, hasta tal punto de que, cuando ya se han acabado las personas, la emprendéis con los animales, hasta que casas y calles no son más que un sanguinolento amasijo de carne, por el cual camináis con mirada fría y absorta. ¿Es el fin de vuestra ira? No. Sólo la visión de la aldea en llamas consigue aplacaros. Entonces os dais cuenta. Vuestras manos están vacías. No habéis conseguido ningún botín. Ni riquezas, ni alimentos, ni esclavos. Esa no es ya vuestra misión. Ahora consiste en ser heraldos de la muerte, que sólo viven para darla y para recibirla. Fuera de eso, nada más os importa. Por eso rajáis los sacos de trigo guardados en los graneros, los esparcís sobre el suelo y bailáis sobre su contenido, triturándolo y amasándolo con el barro. Por eso mismo machacáis las joyas que encontráis y las arrojáis a los pozos, de donde nadie podrá rescatarlas.
Vosotros, los romanos, no sois los únicos que devastáis el país. Sobre los despojos de Pérgamo, que os ha sido entregado por su último rey como herencia, se han abalanzado tras su muerte todos los reinos vecinos. Capadocia. Bitinia. Ponto. Muchas veces, cuando os aproximáis a un poblado, encontráis que vuestra tarea ya ha sido completada y que existen niveles de crueldad a los que aún no habéis descendido. No es posible describir los horrores que descubrís. Vosotros mismos tenéis que huir de allí, asqueados y aterrorizados.
Vosotros, los Romanos, recorréis el mundo como si fuera de vuestra propiedad, os parangonáis a los mismos dioses, sin apercibiros de que ha sido la debilidad de vuestros contrarios, y no vuestra fortaleza, la que os ha permitido ascender a la posición que ocupáis. Si os hubieran sometido a la décima parte de las pruebas que este reino de Pérgamo ya ha sufrido, hubierais desaparecido. Nada quedaría de vuestra arrogancia. Sin embargo, este pueblo al que hacéis la guerra resiste año tras año, sin importarle el precio. Hay aldeas que arrasáis todos los veranos y a la primavera siguiente vuelven a estar en pie, las chimeneas humeantes, los campos cultivados. No es sólo eso, sino que junto a ellos luchan también sus esclavos, aceptando los mismos sufrimientos y penalidades de sus dueños, cuando ahora, por el contrario, les sería tan fácil escapar a su dominio y tomar cumplida venganza contra ellos. Así lo hicieron no hace mucho los esclavos de vuestras plantaciones en Sicilia, degollando a sus amos, destruyendo a vuestros ejércitos, sin esperanza de vencer, sólo por la mera satisfacción de morir matando, de perecer llevándose consigo a algún romano.
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Os preguntáis. Y no encontráis respuesta. Y eso os aterroriza.
Heliópolis. La ciudad del sol. La ciudad soñada por los filósofos. Libre. Sin clases. Sin ricos ni pobres. Sin amos ni esclavos. Donde todos seremos iguales. Donde todos seremos felices. Así será Pérgamo cuando venzamos. Así lo ha prometido Aristónico.
¿Lo cumplirá? Nadie lo sabe, pero él es el único que se ha atrevido a hablar así. No importa. No perderemos nada siguiéndole. La esclavitud y la miseria ya la tenemos. Ocurra lo que ocurra, venzamos o perdamos, triunfemos o seamos engañados, volveremos a ser libres. Todos tenemos en nuestra mano el instrumento para serlo.
Cuando meditas sobre esta campaña, sabes que no es la resistencia de estas gentes, ni los horrores en los que tomáis parte, lo que está minando la moral de las legiones, lo que hace que aborrezcas tu oficio de soldado. Los nuevos reclutas podrían sentirse afectados. Es normal. Es nuevo para ellos.
Tú mismo lo sentiste la primera vez que una fila de hombres armados, con sus armas en ristre y aullando como bestias, se dirigió al encuentro de la formación en la que tú figurabas. Entonces debiste esperarles en ese mismo lugar, inmóvil, en silencio, sin permitir que tu miedo se trasluciera, sin poder lanzarte contra ellos ni huir de allí, hasta que los centuriones dieran la señal. Recuerdas que contemplabas alucinado como sus figuras se agrandaban y como sus rostros se hacían reconocibles. Deseabas ardientemente que ocurriera cualquier cosa, incluso que sus lanzas y espadas atravesasen tu escudo y tu coraza. Todo antes que aquella espera, todo antes que vivir tu muerte por adelantado.
De repente una orden. Viste tu pilum y el de todos tus compañeros cruzar el aire, lentamente, hasta las primeras filas de corredores. Se pararon en seco. Unos cuantos cayeron para no levantarse. Otros se desprendieron de sus escudos que se habían vuelto inservibles. Su vacilación sólo duró un instante. De nuevo estaban en marcha y podías percibir su odio, su deseo de matar, de matarte. Una segunda orden. Una nueva salva de lanzas surcó los aires. Esta vez no se detuvieron. Una tercera orden. Sin saber como te encontraste corriendo al encuentro de los que os atacaban, temiste haber perdido los nervios, haber imaginado la señal, pero a tú lado corrían también tus compañeros y sus gritos se mezclaban con los tuyos, con los del enemigo.
Recuerdas también al primer hombre que mataste, su expresión de sorpresa e incredulidad al sentir la hoja de tu gladio en su interior, el violento temblor que te invadió, las náuseas, el temor a no poder retirar la hoja y quedar indefenso. Después, nada más, ningún recuerdo claro, hasta el momento en que te viste sentado tras la batalla, descansando, uno más entre los vencedores, uno más entre los supervivientes. Todos habéis pasado por esto. Todos habéis aprendido a no ver, a no sentir, a ejecutar lo que se os ordena sin cuestionároslo, a volver a las tiendas sin ningún recuerdo, el pensamiento ocupado en el sueño reparador que os aguarda, en la partida de cartas con los compañeros, en la ánfora de vino que compartiréis.
Esta vez también tendría que haber sucedido así, como ocurrió en el pasado, como habrá de acontecer en el futuro, sino fuera por que tú y todos los tribunos y todos los centuriones y hasta el mismo cónsul que os manda, sois conscientes de que esta gente a la que extermináis, estas aldeas y poblados que entregáis a las llamas, no son vuestros enemigos. Al menos no lo eran hace cuatro años cuando, al abrir el testamento del rey Átalo, se descubrió que legaba su reino al pueblo y al senado romano. Él os admiraba, su pueblo también, pero no tuvo que pasar mucho tiempo para que todo cambiase. Bastó la llegada del primer gobernador y de vuestros cobradores de impuestos, sedientos de oro y riquezas, dispuestos a colmar sus arcas en el corto espacio de su mandato.
Hasta ese instante, Pérgamo había sido vuestro aliado más fiel entre todos los griegos, casi el único. Primero contra Filipo, el rey de Macedonia que quiso vetaros el acceso a Grecia. Luego contra Antíoco el Grande, gobernante del Imperio Seleúcida, quien, tras la derrota de Filipo, quiso llevarse una buena tajada de los despojos. Por último contra Perseo, el último de los reyes macedonios, que quiso devolver su antiguo esplendor al reino de Alejandro. En ninguna de esas ocasiones os falló Pérgamo. Ni siquiera cuando el resto de vuestros aliados vacilaban en su lealtad y trataban secretamente con vuestros enemigos, como hizo Rodas. Ahora ha llegado el momento de satisfacer vuestra deuda y todo el mundo puede comprobar como recompensáis la lealtad. Mediante el exterminio. No os importa actuar así a la vista de todos. Al fin y al cabo sois los nuevos amos del mundo. Nadie osará levantar una sola palabra de censura o interponerse en vuestro camino, bien sea por debilidad o por miedo a seguir el mismo camino. Es preferible mantenerse en vuestra estela, alimentándose con los despojos que rechazáis, y aplaudir vuestras decisiones como si emanasen de los mismos dioses. En medio de ese coro universal de aduladores, que apilan sobre vosotros elogio tras elogio hasta casi sofocaros, sólo la tenue voz de vuestras conciencias se atreve aún a decir la verdad. Enfrentadas a ella todas las demás callan.
Vuestras manos están teñidas en sangre. Vuestros corazones convertidos en piedra. Los que no muráis en estos campos, tendréis que volver a vuestros hogares y allí aprender de nuevo cómo se ama a una mujer, cómo se educa a un hijo, como se le enseña la diferencia entre lo que es justo y lo injusto. ¿Podréis lograrlo? Esta campaña os ha enseñado que todas las leyes que les inculquéis, por muy sagradas y antiguas que sean, no son más que palabras vacías que pueden ignorarse si la necesidad así lo dicta. Callaréis ese punto. No os atreveréis a confesarles que en este mundo sólo reina el sálvese quien pueda, el muérete tú y quede vivo yo, que la única ley que no es una ilusión es el capricho y voluntad del más fuerte. Sin excepciones. Sin paliativos.
Envejeceréis mientras ellos crecen. Llegará el día en que manos extrañas impondrán sobre sus hombros la coraza y depositarán en sus manos el gladio. Entonces os despediréis de él, antes de su marcha a una guerra que ha estallado en un país remoto, de nombre impronunciable, sin saber si volveréis a verlo vivo. De vuestra boca sólo saldrán palabras que le recuerden la gloria de Roma y el espíritu de abnegación y sacrificio que debe acompañar a cada uno de sus hijos. Así lo muestra el ejemplo de tantos ciudadanos que ofrendaron su vida por la salvación de la república en tiempos pretéritos. Contra los reyes etruscos, contra galos y sammitas, contra Aníbal y Pirro. En aquellos tiempos pretéritos, cuando se luchaba por la supervivencia, puede ser que aquellas palabras tuvieran algún sentido. Ya no es así, sobre todo cuando te exigen que pierdas un hijo y el motivo es que no se interrumpa el flujo de riquezas que llega a las arcas de senadores y patricios, para que éstos puedan malgastarlo en excentricidades y francachelas.
La luz del sol se filtra a través de las costuras de la tienda. El día ha vuelto. Despierto con el pie al criado que duerme acurrucado al pie de mi lecho. Medio dormido, me trae la coraza y el gladio y me ayuda a ceñírmelos. Cuando salgo de la tienda, los soldados comienzan a formar frente al pretorio. Me dirijo al ara y me colocó junto al resto de los tribunos. Malas caras. El vino de anoche nos ha sentado mal a todos. Los arúspices también han llegado ya y observan como unos sirvientes les acercan la víctima del sacrificio, que se resiste y gime lastimera. Sólo falta el Cónsul.
Cuando éste abandona su tienda, acompañado de los legados, le veo sonreír satisfecho y conversar distendido con los que le rodean. Tiene motivos para esa confianza. Acaba de aplastar la rebelión de los esclavos de Sicilia y ahora espera hacer lo mismo aquí en Pérgamo, derrotando de una vez por todas a Aristónico antes de que llegue el otoño. Los veteranos no compartimos su optimismo. Su antecesor albergaba las mismas ilusiones y el enemigo todavía pasea en triunfo su cabeza cortada a la cabeza de sus tropas, como prueba evidente de que los romanos no son invencibles. Nuestro general es ajeno a estos temores. Aquel desastre es cosa del pasado, el destino apropiado para un inútil que no se merecía el mando, mientras que él es el hombre enviado para conseguir la victoria.
Investido por esa creencia, pasa revista a las tropas, tratando de imbuirlas de su fe en la victoria. Al reparar en mí, me toma del brazo y me saca de la formación, para mostrarme como ejemplo ante el campamento y felicitarme por el combate de ayer, cuando la retaguardia se salvó gracias a mi resolución. Me pasa el brazo por los hombros y me mantiene a su lado, mientras comienza a arengarnos. Nos promete todo tipo de honores y recompensas para cuando la campaña termine. La riqueza entera del Asia, que ni hombres ni dioses han podido jamás contar, será entonces nuestra, bastará con extender el brazo y tomarla. Dejo de escucharle. Demasiadas veces he visto quien se llevaba el botín, como para prestar ahora atención a sus palabras. Qué se desgañite y malgaste sus fuerzas cuanto quiera, yo tengo que reservar las mías para la marcha que nos espera.
Una vez terminado el discurso, sube al podio donde está el ara y da orden al celebrante para que se proceda al sacrificio de la víctima y a la lectura de sus entrañas. Los ayudantes degüellan el animal y dejan que se desangre, antes de extenderlo sobre el ara. Con un hábil movimiento, el arúspice la abre en dos, pero cuando va a extraer las entrañas, vemos como su cuchillo se detiene y su expresión se turba. Lleno de terror, levanta la cabeza y mira al cónsul con ojos aterrorizados. Éste titubea un instante, pero enseguida manda que se traiga otra víctima inmediatamente. Cuando se da cuenta de que los sirvientes no se han marchado aún, le invade la ira y comienza a insultarlos y a golpearlos.
La inquietud, el pánico, se extiende por la formación. Sin embargo, sólo unos pocos, los que estábamos formados junto al ara, sabemos la verdad de lo que ha ocurrido. De nuevo la víctima no tiene corazón. Los dioses se ríen de nosotros y nos ocultan nuestro futuro. Estamos solos, abandonados a nuestra suerte y a nuestro criterio.
Volvemos a Pérgamo. La moral de las tropas es tan baja tras los últimos combates que el Cónsul decidió hace unos días interrumpir la campaña, antes que arriesgarse a un motín o a una batalla. Unos días de descanso, piensa, bastarán para aquietar los ánimos mas soliviantados y nutrir nuestras filas, desangradas por tantas emboscadas, con nuevos reemplazos.
Franqueamos un repecho y la ciudad se aparece ante nuestra vista, encaramada en lo alto de una montaña, bella como pocas ciudades lo son, ni siquiera Roma. Desde la llanura que la circunda, casa tras casa, templo tras templo, stoa tras stoa, teatro tras teatro, trepan hasta la cima, hasta el puñado de edificios que la coronan, la biblioteca, el templo de Atenea, el ara de Zeus, pintados de rojo y azul brillante, a los cuales es casi imposible mirar directamente a la luz del mediodía. Abajo, en la llanura, rodeado por los trigales, se alza el Asclepion, donde enfermos provenientes de las cuatro esquinas del mundo venían a rogar por su curación, confiando en que el dios se les apareciese en sueños y les revelase la vía de su salvación.
No hemos subido a la ciudad. La guerra ha expulsado a la mayoría de sus habitantes y no encontraríamos quien nos cobijara o nos diese alimento. Vale más convertir el Asclepion en un cuartel. Su recinto es fácil de defender, al contrario que el dédalo de callejuelas de la ciudad alta, y los dormitorios destinados a los peregrinos podrían dar alojamiento a un ejercito tres veces mayor que el nuestro. Los almacenes están llenos y las fuentes abundan en el recinto. No nos faltará de nada, ni nadie nos impedirá tomar lo que necesitemos, esté bien o mal lo que hagamos. Sólo los ojos ciegos de las estatuas de los dioses observan nuestras acciones, pero a ellas, encerradas en su belleza, nada de lo que ocurra entre los hombres les importa.
La tarde envejece, mientras una multitud de soldados sucios y malolientes avanza por la vía sacra hacia la entrada del templo. Una vez dentro se reparten por las estancias, bajo los pórticos, por las habitaciones de los sacerdotes, buscando un lugar donde pasar la noche. Quizás alguno sueñe está noche con el remedio a los males que le aquejan, pero dudo que el dios recorra está noche su santuario devastado. Si lo hace, no seré yo el afortunado que reciba su visita. Quizás por eso permanezco de pie, separado de mis compañeros, bajo una de las columnatas de la vía sacra, sin atreverme a franquear el umbral del santuario. Contemplo fascinado la acrópolis de Pérgamo, sobre la que inciden los rayos del sol poniente, convirtiéndola en una aparición de oro viejo.
Me he quedado sólo. En la puerta permanecen dos centinelas que me contemplan con extrañeza, pero no se atreven a dirigirme la palabra. Mi rango los intimida. Si quiero estar ahí, piensan, que esté ahí. Mientras no se me ocurra requisarles para algún capricho, les dará igual lo que haga. Ellos sólo aspiran a pasar la guardia sin complicaciones, lo más rápido posible. Disimuladamente, procurando que no me fije en ellos, se apoyan sobre el pilum o el escudo. El agotamiento les vence, pero en cuanto ven que me muevo, se yerguen y adoptan una actitud de alerta. Debería recriminarles su negligencia, nuestras vidas dependen de su vigilancia, pero yo también estoy extenuado y, aún estando de pie, tengo que esforzarme para que mis ojos no se cierren.
Comienzo andar. Los dos centinelas me siguen un trecho con la mirada, pero enseguida se desentienden. Tengo deseos de subir hasta lo más alto de la acrópolis. Acelero el paso, hasta que me encuentro casi corriendo. No podré mantener este ritmo mucho tiempo, pero algo en mi interior me impide refrenarme, algo vago y desconocido que tira de mí, anulando mi voluntad y mi consciencia.
En mi ascensión, atravieso calles columnadas, ya en penumbra, a cuyos lados resaltan los huecos negros de las puertas que llevaban a las tiendas. No queda nada en ellas, todas han sido saqueadas, por nosotros, por nuestros aliados, por los propios habitantes de la ciudad. Ráfagas de viento helado soplan de vez en cuando por las calles y me detienen en mi carrera. Es el único sonido que se escucha en ellas, aparte del rumor de mis pasos sobre el empedrado. Ni una voz humana resuena en toda la ciudad, ni una luz se descubre en las ventanas. El silencio y la obscuridad encogen mi corazón. Hace tres años, cuando nuestras tropas llegaron aquí escoltando al gobernador que iba a tomar posesión de la provincia, no se podía dar un paso por estas mismas calles. Artesanos, vendedores, simples curiosos, salían a nuestro encuentro para ofrecerte sus productos o simplemente para tocar tus ropas, tu armadura, tus armas, que nunca antes habían visto y que les llenaban de extrañeza. Su risa y su alegría colmaban las calles. Ahora sólo queda desolación y vacío, creados por nosotros, los visitantes a los que acogieron con hospitalidad.
Echo a correr de nuevo. Quiero que el ritmo agitado de mi respiración ahogue el silencio que retumba en mis oídos, pero el zumbido continúa y se hace más fuerte que mi voz, más fuerte que cualquiera de mis gritos.
He llegado a la puerta de la gran biblioteca. Sus batientes están abiertas. Nadie custodia su contenido. Adentro ya no queda nada. La primera orden de nuestro gobernador fue transferir todos sus rollos a Roma. Penetro en su interior. El suelo está cubierto de jirones de papiro y pergamino. Recojo uno del suelo y me esfuerzo en descifrarlo a luz de los últimos rayos de sol.
El ansiado rumor de tus pasos
y el dulce mirar de tus ojos,
me conmueven más
que el desfile de los carros de guerra
o la formación de infantes
vistiendo su armadura completa
y al reverso, lo contrario
no es apto para la guerra el hombre
que no soporta la visión de la matanza
y no combate al enemigo cuerpo a cuerpo.
Ahí está la gloria, nada más bello
puede alabarse en un joven
La gloria. La gloria de los cuerpos. Así nos han enseñado, a buscar y a preferir la belleza. Luego nos han convencido de que armaduras y escudos, coraje y valor, la aumentaban aún más, que nada había más hermoso que un guerrero. Ficciones de poetas que jamás han pisado un campo de batalla. Yo he visto esos cuerpos jóvenes. Mutilados, destrozados, retorciéndose en su agonía, agitándose en sus últimos espasmos.
¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Dónde estoy? Ya es noche cerrada. La luna se halla en su cenit y su brillo ilumina la ciudad entera. Frente a mí, se alza una escalinata flanqueada por dos plataformas que avanzan a mi encuentro. En sus muros luchan dioses y titanes. Uno de ellos ha sido derribado por un mastín que le muerde la nuca sin compasión, tratando de partirle el cuello, pero el gigante, en un último esfuerzo, le salta los ojos con sus manos. Atenea agarra a otro titán de los cabellos y, de un tirón, le obliga a arrodillarse y a presentar el cuello. La espada brilla un momento en lo alto, presta a decapitarlo, y el gigante la contempla impotente, sin llegar a creer que su vida ha llegado a su fin. Un carro de guerra se abalanza sobre los cuerpos de los combatientes caídos, aplastando cabezas, tronchando miembros con sus ruedas. Los caballos que lo arrastran, consumidos por el frenesí de la matanza, levantan los cascos y piafan. De sus bocas penden espumarajos. Horror y desesperación me rodean.
Si esto pasa en los cielos, ¿qué es lo que no podrá ocurrir en la tierra?
Nota: Si bien la anécdota es inventada, el trasfondo es real. El reino de Pérgamo fue entregado por su rey en herencia a los romanos, pero se produjo una violenta rebelión, que duró tres años y costó la vida al cónsul encargado de la represión. A partir de un momento dado, los rebeldes liberaron a los esclavos y proclamaron la ciudad de Sol, en la que todas las diferencias sociales quedarían abolidas. Mientras Roma luchaba en Pérgamo, debía hacer frente también a la rebelión de esclavos en Sicilia y a los sucesos narrados en el cuento.
Los poemas que aparecen son respectivamente de Safo y Alcman, poetas griegos antiguos.
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