Dos estremecimientos.
Lo que hay en la pantalla, aunque aparentemente tan cercano y real, tan cotidiano y confundible, son sólo sombras, espectros de personas largo tiempo muertas, tan olvidadas como los difuntos de hace milenios.
Tan muertos como los espectros andantes que, desde mi ventana, caminan por esta mi ciudad. Tan muertos como el reflejo que me devuelve el espejo.
Aún así parecen felices. Caminan, las sombras del pasado, las sombras del presenta, ajenas a su destino, cuidándose sólo de sus afanes coitidanos, preocupándose únicamente del círculo en el que han sido inscritos, satisfechos de esas nimiedas, como si quisieran ser una lección al mundo.
Pero no soy un turista en mi propia ciudad. Sé que detras del orden, de la armonía de las multitudes, se ocultan las tragedias y las miserias, y que por mucho que quiera engañarme, en todos los lugares será igual, en todos habrá disfraces de paraísos que ocultan destierros.
Tampoco soy un ignorante en historia, aquellas multitudes satisfechas que recorren el Berlín, preocupadas simplemente de pasear el domingo, de ir de Picnic, de bailar y reír, no durarán. El verano de Weimar está punto de terminar, el invierno de la crisis y el nazismo está cerca. Pronto, los grupos de paseantes, en busca del amor, serán substituidos por las columnas de soldados, cuya marcha hará retemblar las calles de toda Europa, portarán el odio y la destrucción por todo el continente, hasta que el reflujo la devuelva a Alemania, para convertirla en un inmenso campo de ruinas.
¿Qué diferencia hay entre ellos y nosotros? ¿Qué diferencia hay entre lo que veo desde mi ventana y lo que veo en la pantalla?
¿Qué puede surgir de esta mi tierra?
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