Hace unos meses les comenté el film de animación Les Hirondelles de Kaboul (Las golondrinas de Kabul, 2019, Éléa Gobbé-Mévellec y Zabou Breitman), película ambientada en tiempos del régimen talibán en Afganistán. A pesar de que me pareció una obra magnífica, pasó sin pena ni gloria por la cartelera, destino del que ya me quejé bastante en la entrada correspondiente. Mejor suerte corrió, unos años antes, otra película sobre el mismo periodo histórico:The Breadwinner (El pan de la guerra, 2017), dirigida por Nora Twoney. Esta diferencia en apreciación no tiene que ver sus calidades respectivas -ambas son obras muy notables-, sino más bien con la nacionalidad de la producción y el público al que va dirigida. The Breadwinner es un film hablado en inglés, accesible directamente al público anglosajón, mientras que Les Hirondelles de Kaboul es francesa. Tampoco hay que olvider que Twoney fue codirectora, junto con Tomm Moore, de una película de gran fama: The Secret of Kells (El secreto de Kells, 2009), lo que hizo que esta nueva obra se esperase con mayor anticipación.
¿De qué trata The Breadwinner? Su narración transcurre al final del régimen talibán, justo antes del ataque de los EE.UU que lo derribó en 2001. Este hecho, sin embargo, es anecdótico en la trama y sólo surge de forma secundaria al final de la cinta, como catalizador dramático. El tema principal, al igual que Les Hirondelles de Kaboul, es el fanatismo integrista de los talibanes, que construyeron una dictadura teocrática sobre un país devastado tras más de dos décadas de guerra ininterrumpida. Una opresión que afectaba en especial a las mujeres, como ocurre con las tres protagonistas: una madre y sus dos hijas, que tras que su marido es detenido por los talibanes, se ven reducidas al nivel de parias. Sin poder salir a la calle, ya que no tienen un hombre que las acompañe, no pueden comprar comida, encontrar un trabajo o comunicarse con sus familiares. La única solución que encuentran es que la hija menor, todavía impúber, se corte el pelo y finja ser un niño.
El relato, no obstante, no se limita a ilustrar la maldad de los talibanes. Su régimen autoritario, cruel con todos los afganos, pero en especial con las mujeres, es más una amenaza constante, una tormenta que amenaza descargar, con toda su violencia, sobre las mujeres protagonistas. La película no es, por tanto, un rosario de atrocidades que acabe por desensibilizar al espectador, aunque éstas aparezcan a intervalos regulares. Esto estallidos de violencia suelen ocurrir fuera de plano y en ellos es tan importante la víctima como la constatación de que ese régimen despiados corrompe todo lo que toca. Convirtiendo, por ejemplo, a jóvenes casi niños en torturadores consumados, sólo porque así se lo dictan ideales sacrosantos y se les da acceso a un poder omnímodo. Les resulta, por tanto, casi imposible resistir la tentación de usarlo.
La historia, en realidad, es una de resistencia contra la obsesión destructiva talibán. Supervivencia personal y de los seres queridos, buscando por todos los medios esos resquicios que permitan escurrirse a la vigilancia y la represión de los fanáticos. Vivir un día más, volver a casa con comida, burlar a la autoridad, se convierte en una victoria, no menos resonante por muy callada y clandestina que sea. Combate que no sólo se restringe a los aspectos físicos, sino que se extiende al plano intelectual. Frente a la apisonadora ideológica talibán, empeñada en purificar el Islam y los musulmanes, eliminado todo lo tradicional que no responde a un ideal imaginado y falso, la protagonista, hija de un profesor, lucha a su manera, humilde e imperfecta, por reivindicar otro Afganistán: uno más tolerante, sabio y culto, en donde se cultivase la ciencia y las artes. En forma del cuento que narra a su hermano pequeño, tejido a lo largo de todo el metraje, contrapunto y refugio al horror en el que se halla sumida.
Realismo y fantasía se van alternando así durante toda la película, transiciones que serían muy arriesgadas en una película de imagen real, donde sonarían a falsas. En animación, sin embargo, resultan naturales, la idealización intrínseca a todo dibujo, a pesar del realismo con que se quiera plasmar, como es el caso, reduce el salto entre lo real y lo soñado, los torna vasos comunicantes. Así, una vez cruzado el umbral es sencillo -y lícito- entregarse a las florituras estéticas. Entre ellas, la capacidad de la animación para hacer visible los conceptos abstractos o resumier complejos procesos históricos en un par de símbolos. Sin perder, en el proceso, nada de su impacto emocional.
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