viernes, 26 de marzo de 2021

Religión - Tecnología


Hace unos días pude ver, en la Filmoteca Española, el documental Baraka, dirigido en 1991 por Ron Fricke. Como sabrán, es una película al estilo de Koyaanisqatsi (1982), firmada al alimón por Godfrey Reggio (concepto original), Philip Glass (música) y el propio Ron Fricke (fotografía). Tanto Baraka como Koyaanisqatsi aspiran a reflejar el estado actual de la civilización, pero sin  recurrir a una narración explícita. Sus únicos medios expresivos son las imágenes, el montaje y la música. Esta renuncia a la palabra ha provocado un efecto indeseable, contrario a las intenciones de sus creadores: lo que se elogia es la belleza plástica de sus imágenes, cuando lo importante es el mensaje político, una necesaria llamada de atención que debería provocar una toma de conciencia y la subsiguiente acción, ya sea ésta colectiva o individual.

En ese sentido, la aportación de Fricke a Koyaanisqatsi fue crucial. Sin él, esa película no hubiera conseguido llegar a ser la obra maestra que es, como es evidente para todo aquél que haya visto el copión original de Reggio. Ese borrador no pasaba de ejercicio de estudiante primerizo, bien intencionado pero plagado de torpezas y de obviedades. Partiendo de él, Fricke añadió notables hallazgos visuales -todo el concepto del "time-lapse"-, al tiempo que eliminaba rebabas e ingenuidades ideológicas. Sin embargo, a pesar de la centralidad de Fricke en Koyaanisqats, no volvió a colaborar con Reggio en las siguientes Qatsis, lo que quizás las torna menos redondas.

¿Por qué esa separación? Atreviéndome a especular, diría que la razón estriba en un defecto de Koyaanisqatsi: ser una película de mensaje ambiguo. Su intención principal es la denunciar ese mundo sacado del equilibrio al que hace referencia el título, alumbrado en nuestro presente por la invasión de la tecnología en todos los ambitos sociales y personales. Sin embargo, en sus secciones centrales adopta un carácter celebratorio de esa misma distorsión que señala. Al ritmo de la música de Glass, las secuencias de ciudades, presas de actividad frenética y enloquecida, asemejan las de un inmenso organismo vivo. Algo que nos supera a cada uno de nosotros, pero de lo que formamos parte indisociable y de lo que deberíamos alegrarnos.

Baraka, por el contrario, se esfuerza en conseguir que su intencionalidad política no sea difuminada por la belleza de su acabado visual. Su sección central se constituye así como una respuesta a Koyaanisqatsi, en la que se deja bien claro como nos hemos convertido en engranajes de una inmensa máquina. Todos somos prescindibles al primer atisbo de debilidad, substituibles en cualquier instante, sin que nuestro reemplazo tenga por qué ser humano. Estas ideas quedan expresadas en la larga secuencia que abre esta entrada, en la que se establece un parangón entre una granja de pollos y nuestras evoluciones en transporte público. En ambos casos, los seres vivos son procesados y clasificados sin consideración a sus derecho o su individualidad, reducidos a meros objetos, a simples piezas indistinguibles, destinadas a una producción que sólo cesará con su muerte.

Tras constatar que el mundo está desquiciado hasta ser irreparable, resta una pregunta: ¿existe un modelo alternativo? Fricke propone una, pero quizás no sea la que muchos esperábamos. Cuando rodó Baraka, el orden soviético estaba dando sus últimos estertores. De hecho, 1991 fue el año de la disolución de la URSS, la quiebra de la utopía comunista y el ascenso del neoliberalismo -o si lo prefieren, el hipercapitalismo triunfante- como único sistema posible. Quizás por ello, la mirada de Fricke soslaya y descarta la larga secuencia de movimientos revolucionarios que habían sido presencia constante en Occidente -y por ende, en el mundo- desde 1789. Va mucho más atrás, hacia los tiempos en que la religión era presencia constante y determinante en nuestras vidas, a cuando cualquier actividad se ponía en manos de la divinidad.

Esta intencionalidad es evidente desde el inicio de la película. Su primeras imágenes son un montaje de inmensas montañas nevadas -el Himalaya-, cielos estrellados y, sorprendentemente, unos monos que se bañan en una fuente termal del Japón. La conclusión que el espectador extrae es que estamos asistiendo al nacimiento del sentimiento religioso y que esa revelación es indisociable de la inteligencia. Creer en seres superiores, o en una trascendencia, es lo que nos hace humanos, lo que nos tornó racionales. Desde ese momento, en las secciones iniciales y finales del filme -contrapunto a la discordancia central- se enfatiza que el orden, la serenidad, el equilibrio sólo pueden alcanzarse mediante la creencia en un orden trascendente. 

No una religión en particular, sino cualquiera, ya sea esta animismo, judaísmo, cristianismo, islám, budismo o hinduismo. Todas nos valen porque lo importante es que cobremos conciencia de nuestra finitud e imperfección, de nuestra pequeñez frente a la naturaleza. Sólo así podremos, de nuevo, abrirnos a los demas, recuperar la relación con nuestros semejantes, reconciliarnos con la naturaleza. Conclusiones con las que puedo, como ateo, estar de acuerdo en parte, pero que no disminuyen mi rechazo hacia esa ceguera mental autoinfligida que supone toda religión organizada. No quiere decir que no sea capaz de entenderlo -incluso hubo un tiempo en que lo compartía- pero ya hace mucho que lo deje atrás, como viejo e inservible. 

Tampoco significa que considere Baraka como una mala película -o peligrosa-. Todo lo contrario, para mí está a la altura de Koyaanisqatsi, obra que supuso un antes y después en mi cinefilia.



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