jueves, 25 de marzo de 2021

Solo una matanza sin sentido (II)

 Y de pronto vuelve a mi memoria aquéllo que he oído narrar desde que llegué a Laponia, aquéllo de lo que todos hablan en voz queda, como si fuera algo misteriosos (y sin duda lo es), aquéllo de lo que está prohibido hablar; vuelve a mi memoria aquéllo que he oído hablar desde que llegué a Laponia acerca de unos jóvenes soldados alemanes, unos Alpenjäger del general Dietl, que se ahorcan de los árboles en lo profundo de los bosques o que pasan días sentados a orillas de un lago contemplando el horizonte para después dispararse en la sien, o que, impelidos por una prodigiosa locura, casi una fantasía amorosa, deambulan por los bosques como animales salvajes y se arrojan a las aguas inmóviles de los lagos, o se echan a esperar la muerte sobre los lechos de líquenes al pie de los árboles agitados por el viente, y se dejan morir con dulzura en la soledad fría y abstracta del bosque.

Curzio Malaparte, Kaputt

En  la entrada anterior, les había esbozado la compleja trayectoria política y biográfica de Cuzio Malaparte, desde su militancia fascista de los años veinte a su comunismo de los años cincuenta. Sin embargo, no les había explicado aún de qué va su novela Kaputt, ni por qué ha supuesto una descubrimiento para mí. Digamos, de manera muy breve, que es la mejor novela sobre la Segunda Guerra Mundial que he leído, con el permiso de Los desnudos y los muertos de Norman Mailer. Aún más, lo que cuenta y el modo en que lo cuenta invalidan cualquier aproximación anterior, ya sea en literatura o en cine. Tras Kaputt, no es posible ver de la misma manera esos productos, en especial los hollywodenses, que de repente se tornan vacuos, vehículos de un patriotismo huero que fue, precisamente, una de las causas de esta segunda conflagración mundial.

Las razones de esta originalidad son múltiples. En primer lugar, Kaputt es producto de un hombre que ya estaba desengañado y que observa el conflicto sin muchas esperanzas. No se trata, por tanto, de un relato de descubrimiento, de toma de consciencia, sino de una constatación de hechos ya conocidos, como mucho sospechados. En segundo lugar, la posición de Malaparte no es la de un soldado de primera línea, sino la de quien en su condición de corresponsal, se mueve por la retaguardia y llega, como mucho a las inmediaciones del frente. No hay lugar, en su novela, para las heroicidades o las hazañas bélicas, pero sí para los efectos deletéreos de la guerra sobre la población civil o sus resultas  sobre quienes han dejado, temporalmente, de ser soldados: prisioneros, personal de retaguardia, militares de permiso o en retirada.

 

Los efectos de la guerra se muestran así más poderosos, más amplios y más perniciosos de lo que haría pensar una mera vista a las zonas de combate. El veneno de la matanza continua en el frente se derrama más allá de las lineas de frente. Al dedicarse amplios sectores de la población de un país a eliminar, por todos los medios, a los habitantes de otro, se crea una cadena de transmisión que permite su retorno hasta la sociedad que concibió esa guerra. La infecta en toda su amplitud, en todos sus sectores, en todos sus ámbitos. La guerra se convierte en su único objetivo, al que se subordina todo. La guerra en exclusiva,  no propiciar la victoria o evitar la derrota.  Se alimenta de si misma, se perpetúa, hace posible lo inimaginable, lo indecible, ya sea esto el exterminio de los judíos, a manos de cualquiera que así lo decida o encuentre oportunidad, o la autodestrucción individual, cuando los hombres, los soldados, se descubren cáscaras vacías, enfrentados a un universo que los ignora.

Esa descripción de un universo dislocado es uno de los puntos fuertes de la novela. Malaparte sabe pintar, con todo lujo de detalles, paisajes humanos antes acogedores y protectores, que ahora se han vuelto amenazantes y hostiles. No necesita mostrarnos grandes combates o matanzas, sino que le basta la presencia de un olor dulzón que penetra todo objeto, todo lugar;  la ausencia de los habitantes de una región que se supone cultivada, en espera de una cosecha que nunca tendrá lugar; la multitud de carroñas mecánicas -camiones, tanques, aviones- que siembra extensiones interminables de terreno, sumidas en un proceso de putrefacción que apenas se diferencia del biológico. Todo ello, efecto de esa contienda, pero también causa de su continuación.

Es sólo cuando el mundo ha sido puesto patas arriba -por aquéllos que se ufanan de ser los salvadores de la humanidad- cuando las mayores atrocidades pueden tener lugar. No las veremos con nuestros propios ojos -los de Malaparte- pero asistiremos a sus consecuencias o a los pasos previos a sus estallido, sin que nada podamos hacer. Impotencia que es debida tanto a la pequeñez de cada individuo, constreñido por los engranajes de una sociedad que amenaza con desgarrarle sino se engrana, como a los largos años de aclimatación, de aceptación, de esas condiciones impuestas, en especial en los sistemas totalitarios. Tras largos años de aprender a sobrevivir escondido, de evitar llamar la atención para no atraer la represión del estado, ya nadie sabe levantar la voz, decir que hasta ahí se ha llegado, que no es posible continuar así. O al menos que no cuenten contigo, sean cuales sean las consecuencias.

De ahí que, frente a los horrores que presencia -en Ucrania, en Finlandia, en los múltiples países ocupados - Malaparte sólo pueda levantar acta: de cómo la gente es consumida sin remedio, sin posibilidad de remisión o rescate, ya sea a manos de otros o debido a su derrumbamiento interior; de cómo, al final, los que sobreviven no son los mejores, sino los más crueles. No los más malvados, sino aquéllos cuya naturaleza entra en sintonía con esa locura inextinguible de la guerra, encontrando en ella su hogar, su origen y su destino. Su paraíso en medio de un infierno del que son los artífices.

Guerra que no terminará -¿cómo puede hacerlo?- una vez firmada la paz, sino que seguirá entre nosotros, envenándonos, determinándones. Nada podrá ya erradicar su recuerdo, nada podrá hacernos ya olvidar que este es nuestro mundo, aquel que tendremos que habitar para siempre. 

Su desaparición es sólo pasajera, no tardará en despertar.

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