sábado, 25 de abril de 2020

No os adentréis en los bosques























Les confieso que no vi Over the Garden Wall (Más allá del Jardín, 2014, Patrick McHale) en su debido momento. Miento: sí que vi un par de capítulos en el canal Boing. Separados los unos de los otros, desordenada su secuencia, y sin prestarles la atención debida, ya que tenía la televisión como mera compañía mientras me dedicaba a otras tareas. Dado que esta serie cuenta una historia completa de principio a fin, no me veía cualificado para juzgarla, casi ni siquiera para formarme una opinión. Ha sido sólo ahora cuando la he podido seguir con dedicación y continuidad, haciéndole la justicia que merece. Debo concluir que me he llevado una gran sorpresa: toda la fama y los elogios que se le dedicaban eran bien merecidos.

Su principal virtud es temática. Mejor dicho, de enfoque temático: quizás sea la única serie reciente que ha sabido recuperar la atmósfera de los cuentos de hadas clásicos, sin caer en la ironía postmoderna o la noñería disneyana. Si han leído esas narraciones, incluso en las versiones un tanto edulcoradas de Grimm o Perrault, sabrán que tienen una clara intencionalidad educativa. No en el sentido de enseñar a los infantes conductas y técnicas, sino en el de advertirles de los peligros y dificultades de la vida futura. No hay que adentrarse en los bosques, porque se corre el riesgo de extraviarse, sin contar que en ellos habitan seres que buscarán tu perdición y tu muerte.  Esos seres imaginarios -lobos, brujas, ogros-, son trasuntos de otro mucho más reales y cercanos: algunas personas con las que te vas a encontrar van a intentar engañarte y aprovecharse de ti. Para vencerles y llegar a buen puerto, sólo puedes contar con tu ingenio y tu inteligencia.

Dada la urgencia en avisar de esos peligros, su descripción debe ser necesariamente tétrica y sombria, incluso truculenta y descarnada. Nos hallamos en las antípodas de los modos de educación contemporáneos, donde se intenta escamotear a los niños -y cada vez más a los adultos-, cualquier imagen que pueda turbarles, romper la ilusión de que viven en el mejor de los mundos, donde todo está pensado para su felicidad y bienestar. Sin embargo, lo que estos narradores de antaño tenían muy presente -y hemos olvidado en nuestro mundo actual-  es que mamá no estará siempre con nosotros, que nuestra familia y nuestra comunidad nos faltarán un día no lejano, que nos hallaremos solos, en un lugar desconocido, abandonados a nuestros propios recursos. Es necesario, por tanto, conocer los peligros que nos acechan en el mundo real, para poder anticiparse a ellos.

El núcleo del cuento de hadas clásico no es, por consiguiente, la maravilla y el asombro, las hadas y la magia, sino el temor y la inquietud, los monstruos, dragones y trasgos. El mundo que nos rodea es peligroso, repleto de asechanzas, abundante en enemigos que pueden no parecerlo, una atmósfera amenazante que esta serie, como ninguna otra reciente, retrata a la perfección. Es cierto que tiene que plegarse a la exigencia de un final feliz, pero en gran parte de su recorrido se percibe esa sensación paralizante de estar perdido en medio de la nada, sin mapas, referencias o indicaciones. Extraviado hasta tal punto que cualquier camino es igual de seguro -o peligroso- y no queda otra solución que marchar adelante, a cualquier otro sitio que no sea éste. 

Un desasosiego que en ocasiones culmina en momentos aterradores. No porque nos enfrentemos al horror absoluto -o esa truculencia que se confunde con el auténtico terror- sino porque aquéllos lugares, aquéllas personas, que creíamos refugio, puerto seguro, revelan no serlo. Los caminos, nuestras elecciones, se descubren uno tras otro como callejones sin salida, fiascos que sólo dejan a su paso un sentimiento abrumador de derrota. Desánimo, abatimiento, rendición, que poco a poco van calando en los protagonistas, resignados a su destino inexorable, a su extravío sin remedio, a aceptar la muerte acogedora, el triunfo del mal que les circunda y que les acechaba desde el principio. Todopoderoso y eterno.

Desastre final que resulta aún más subrayado, por contraste, porque el mundo que habitan los personajes sí es un mundo de fantasía. No el de castillos, princesas y caballeros andantes al que nos habituado Disney, sino ese sueño decimonónico de la Belle Epoque al que las catástrofes del siglo XX elevaron al rango de ideal, de paraíso perdido, de Arcadia Felix. Un punto que al espectador hispano se le puede pasar por alto -en nuestro entorno esa mitificación nunca ha tenido lugar- pero que resuena con fuerza en el público anglosajón, quien sigue siendo educado en un ambiente cultural pleno en esas referencias. Piensen sólo en Mary Poppins (1965, Robert Stevenson) y tantas otras películas similares.

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