viernes, 10 de abril de 2020

Esperando a que tiren la bomba (y XVI)


















Continuando con Resan (La travesía, 1987) de Peter Watkins, hay un elemento que es común a ella y al resto de películas de los años 80 que trataron este tema. Al igual que en The Day After (El día después, 1983, Nicholas Meyer) o Threads (Hilos, 1984, Mick Jackson), un elemento esencial de la denuncia del horror nuclear es dejar al descubierto las mentiras de la propaganda gubernamental. A pesar de lo bien y a conciencia que se planifiquen las medidas de protección civil, éstas quedarían hechas añicos por la escala inimaginable del intercambio de cabezas nucleares entre las dos supepotencias. A pesar de las declaraciones tranquilizadoras de los gobiernos, cualquier conflicto nuclear sería generalizado, con el resultado de cientos de millones de muertos, cuando no miles. Un retorno a la situación anterior sería cuestión de décadas, en el mejor de los casos, sin quepa excluir la posibilidad de un retroceso de la humanidad a un estado preindustrial, sin posibilidad de salida de ese pozo.

La forma en que Watkins realiza este desmontaje de la propaganda gubernamental bes muy sencilla y efectiva. Le basta con sacar a luz los procedimientos diseñados para esos casos de emergencia, tal y cómo han sido aprobados por las autoridades al cargo, para compararlas con lo que podría ocurrir en el caso de una posible guerra nuclear. Uno de los ejemplos que utiliza es el de la población de Útica, en el estado de Nueva York, donde vive una de las familias a las que entrevista. Esa ciudad se halla próxima a una base del ejército de los EE.UU, supuesto objetivo primario de un ataque nuclear de la URSS. En caso de incremento de la tensión entre las superpotencias, los habitantes de Utica serían evacuados de inmediato a otra población cercana, Ilión, lo bastante alejada como reducir al mínimo los efectos de una explosión nuclear sobre la base militar atacada.

¿Sería así? Como suele ocurrir en realidad, los efectos de una crisis no pueden ser analizados por separado de su contexto. Un caso aislado no permite apreciar la medida real de una situación en que se multipliquen, de forma incontrolada, casos similares. Eso es, precisamente, lo que ocurriría en caso de guerra nuclear. El atacante -la URSS, en este caso-, no se conformaría con atacar objetivos aislados, sino que lanzaría un bombardeo masivo sobre el enemigo, los EE.UU. La razón estriba en un cínico cálculo de probabilidades: un ataque rápido y repentino, con todo el arsenal atómico disponible, podría destruir -o dañar de manera irreparable- la capacidad de respuesta del oponente. Se podría alcanzar una victoria definitiva a un coste asumible en vidas humanas, siempre que la suerte acompañase.

Por supuesto, la doctrina MAD (Mutual Assured Destruction o Destrucción Mutua Asegurada) se basaba en reducir esos porcentajes de éxito al mínimo, de manera que cualquier triunfo en un conflicto nuclear terminase siendo una victoria pírrica. Sin embargo, no es esto lo que nos interesa aquí, mucho menos a Watkins, sino mostrar como esas medidas tranquilizadoras ser revelan inútiles en un caso real. Su única utilidad real es adormecer a la población con una falsa confianza en su supervivencia. Como se puede ver en las imágenes que abren esta entrada, si contabilizamos los posibles objetivos primarios y secundarios en el noreste de los EE.UU, el mapa acabará cubierto por ellos. No se trata de lugares aislados, separados de los centros de población, sino que forman un entramado que se imbrica con ellos y que abarca esa región por entero.

la carga media en los arsenales atómicos de ese tiempo era de 1 megatón, pero hay que recordar que cada misil podía llevar varias cabezas nucleares, casa una con diferentes objetivos  Si cada uno de ellos fuera alcanzado por una bomba nuclear de tipo medio, es fácil apreciar que el plan de evacuación se derrumbaría al instante. Las áreas afectadas primero por las explosiones, luego por la lluvia radioactiva, se extenderían por todo el noreste norteamericano, hasta cubrirlo por entero, alcanzando esas localidades que se suponen seguras. Unas poblaciones que estarían abarrotadas, rebosantes, por una población de refugiados de las ciudades más amenazadas. Con sus recursos, instalaciones y servicios llevadas al punto de ruptura sólo con esos movimientos de población. Inservibles en cuanto empezasen a caer las bombas.

Unas medidas de evacuación que, por otra parte, ya habrían sembrado el caos por esas ciudades de acogida. Producto de una paradoja insoluble de la propaganda gubernamental: aunque la normativa estaba ya trazada, nunca se había informado de ella a quienes tendrían que implementarla. Si  esas medidas de emergencia fueran conocida de forma generalizada, en todo su detalle, la tranquilidad pretendida con ellas se perdería. De esa manera, como se ilustra con las recreaciones que Watkins incluye en el documental, personas que no saben qué deben hacer se enfrentarían a personas que han sido arrancadas de sus hogares con apenas lo puesto, sabedoras únicamente de que su destino es incierto. No tardaría en cundir el pánico, reinar el caos. Al final, serían el ejército y la policía quienes tendría que restablecer el orden. 

Con su violencia y arbitrariedad habitual, exacerbada por esa situación de crisis.

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