Al hablarles de Genius Party, el ómnibus de cortos de animación producido en 2007 por el estudio 4ºC, les había señalado que su contenido era muy desigual. Pues bien, un año más tarde, en 2008, una segunda compilación, de nombre Genius Party Beyond, vino a invalidar el dicho que reza que «segundas partes nunca fueron buenas». La calidad de cada uno de los cinco cortos es altísima, e incluso los menos logrados no están muy lejos de la categoría de obra maestra. Si esto es así con los peores, pueden suponer los mejores son obras únicas en su género, de ésas que tendrían que tomarse como ejemplo y enseñarse en las escuelas de animación: por su complejidad, su dificultad, su audacia y su belleza.
Vayamos por partes.
Gala, de Mahiro Maeda, es un corto que me llegó desde que lo vi por primera vez. En particular, porque es una demostración en imágenes de una caracteristica esencial de la animación: su cercanía, casi hermandad, con la música. Al ser una forma donde la medición del tiempo es consustancial al proceso creativo, donde cada fotograma debe ser trabajado por separado, engarzado luego cuidadosamente con el que sigue, el trabajo del animador es parejo al del compositor. En ambos casos la nota/fotograma debe ser agrupada en conjuntos mayores que formen cadencias y secuencias, construyendo ritmos mayores que lo permitan avanzar y desarrollarse. Es lo que ocurre aquí, donde Maeda, sobre un poema sinfónico, Rítmica Ostinata, de Akira Ifukube, construye una fantasía de raigambre ecológica en la que se ilustran conceptos del shintoísmo. Una obra que va transitando, visual y musicalmente, de la calma al paroxismo, en una progresión creciente incontenible
Moondrive de Kazuto Nakazawa, es un divertimento visual con claras referencias al cómic underground. Gamberro y desaforado, sin otra lógica que su cadena de absurdos, brutalidades y transgresiones, no se consume en un mero afán de sacudir la audiencia. El estilo gráfico en el que está descrito es original, si sólo por apartarse de la plantilla única del anime, al tiempo que tiene la audacia de dejar a la vista que lo que se contempla es un dibujo, con los márgenes sin acabar y marcas señalando qué es lo debería fotografiarse. Sin contar que las brutalidades narradas lo son al estilo humorístico del cómic, subrayando su lado cómico y su imposibilidad real, al aplicar todo tipo de exageraciones, distorsiones y virgerías técnicas que impiden que el tono gire hacia lo trágico.
Wanwa' the Doggy, de Shinya Ohira, es una de las cumbres de la colección. Incluso me atrevería a decir de la animación mundial. En él se narra la imposibilidad, por parte de un niño de muy corta edad, para entender la enfermedad que aqueja a su madre. Una dolencia tan grave, que podría acabar con su vida. La genialidad es que el relato se construye con las imágenes inocentes -dulces, golosinas, helados, juguetes, parques, campos- que el niño podría tener en su cabeza, representadas en un estilo que remeda el de los dibujos infantiles. Se nos conduce así a una realidad paralela de ensueño donde se filtran, de modo paulatino e inevitable, los elementos que reflejan el desamparo, la impotencia y la incredulidad que amenazan al protagonista. En forma de demonios y ogros, pero sobre todo con la muerte del perro que le ha acompañado en toda esa travesía
Toujin Kit, de Tatsuyuki Tanaka, es un contradicción en sí misma. Se trata de una historia de ciencia ficción contemplativa, en la que el personaje protagonista no pronuncia una sola palabra durante todo el metraje. Ese silencio personal se extiende a todo el corto, en el que apenas se escuchan unas pocas frases, casi todas funcionales, de ninguna ayuda a la hora de entender lo que ocurre, y donde la música ha sido substituida por un complejo entramado de ruido ambiente: el zumbido de las bombillas, el gemido de los aparatos de ventilación, el traqueteo lejano de los trenes, todos los sonidos apagados, indefinibles, que nos hablan de una vida lejana, ajena a la nuestra. El corto transmite así una sensación opresiva, asfixiante, acentuada por una paleta desvaída y una lentitud deliberada en la narración, cuya conclusión es la descripción de un mundo donde la alegría y la belleza han sido desterradas. Se hallan bajo persecución por parte de las fuerzas de un estado ciego y sordo.
Dimension Bomb, de Koji Morimoto, es otro corto inclasificable, al tiempo que obra máxima de la animación. A pesar de haberlo visto ya muchas veces, sigo sin saber qué es lo que se quiere contar con él. De larga duración, unos veinte minutos, la narración, si es que esta existe, es una mera catarata de imágenes inconexas, en las que se vislumbran, aquí y allá, retazos de historias - la de una danzarina con ropajes que remiten algún grupo tribal de Asia Central, la de un personaje masculino que va sufriendo diversas crisis y derrotas- de las que se nos hurta su contexto y relación. Hay es cierto, una narración en off, pero esa voz es la de alguien que reacciona, con sorpresa o complicidad, ante hechos de los que desconocemos si son los que presenciamos. Con esa estructura, el corto de Morimoto tenía todos los ingredientes para derrumbarse sobre sí mismo por su propio peso, para quedar convertido en un ejercicio de estilo pretencioso. No es así, por suerte. Por algún motivo que se me escapa, todo acaba por encajar. Lo que vemos es tan fascinante, tan bello, tan maravilloso y tan perfecto, que cuando queremos darnos cuenta el corto ha terminado. En algún punto de su recorrido, justo a la vuelta de la esquina o muy, muy atrás, quedó la clave que nos permitiría descifrarlo. Nuestra atención no se mantuvo lo suficiente alerta para encontrarlo, nuestra inteligencia quizás no sea lo bastante aguda. Sólo queda dar la vuelta, retomar el camino, volver a intentarlo.
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