Quería acabar el análisis de Resan (La travesía, 1987)m de Peter Watkinsm enumerando algunos problemas que presenta, más allá de los evidentes; su mastodóntica longitud, sus momentos de reiteración, sus caídas de ritmo.
El primero es que esta película nació con una fecha de caducidad muy clara. Completada apenas unos años antes de que terminase la Guerra Fría, la película perdío enseguida su urgencia, la pertinencia de su denuncia. Tras más de tres décadas desde su rodaje, se ha transformado en un artefacto histórico, interesante a la hora de conocer la historia reciente, pero desgajado de los problemas actuales, con los que no comparte afanes ni preocupaciones. Es cierto que, para todo el que vivió los tiempos de la guerra fría, es fácil resonar con esta cinta. Volvemos a recordar nuestros miedos, nuestro fatalismo, como era mi caso, convencido de no llegar a cumplir los veinte, puesto que mi vida se vería interrumpida por el apocalipsis nuclear. Sin embargo, no tengo nada seguro de qué podría encontrar de interés un joven de ahora, alguien de la misma edad que yo entonces, en un relato que debe parecerle historia antigua.
Un segundo problema no es privativo de la película de Watkins, sino común al género documental. Siempre me quedo con ganas de saber qué ocurrió con las personas con las que he compartido unas cuantas horas. ¿Qué fue, por ejemplo, del militar que abandonó su puesto, por convicción moral, por repulsa ante el peligro nuclear, en la base de submarinos americana de Bangor? ¿O de los activistas polinesios que aspiraban a la independencia de Tahiti? ¿O de los emigrantes árabes en Francia que soñaban con la laicidad en sus países, contra el dominio omnipresente de un Islám cada vez más integrista? ¿O los manifestantes que intentaban detener el tren blanco que transportaba, hasta los silos y submarinos, las cabezas nucleares recién construidad? Han pasado tantos años, el mundo ha cambiado tanto, que me temo que la mayoría de esas personas habrá desaparecido en el anonimato. Habrán visto quebradas sus convicciones, quizás hayan dado un giro de 180 grados a las mismas, como tanto maoísta militante se ha tornado rabioso converso neoliberal.
Otra objeción surge del propio posicionamiento político de Watkins. Ël intenta dar la voz a los movimientos pacifistas que luchaban contra la carrera de armamentos, tratando de equilibrar la balanza frente a la omnipresente propaganda institucional. Para ésta, la razón siempre estaba del lado de los gobiernos, mientras que las protestas eran minoritarias, cuando no violentas, propias de sectores sediciosos que pretendían socavar la sociedad. Es obvio que no era así y que el movimiento pacifista es, siempre será, una de las actividades más nobles a las que puede dedicarse un ser humano. Al menos en Occidente, porque Watkins no parece darse cuenta de que en la URSS, viciada cualquier acción por su atmósfera dictatorial, las asociaciones en pro de la paz estaban controladas por el gobierno. No puede explicarse de otra manera que los entrevistados de ese país se extiendan en apologías de sus fuerzas militares y de la invasión de Afganistán.
De más enjundia, no obstante, es una cuestión estético-política que terminó por convertirse en un rasgo característico del estilo de Watkins. Aunque él crea documentales, hay un serie de hechos que, por su propia naturaleza, no pueden ser documentados. Aún no han ocurrido, pertenecen al reíno de lo hipotético, pero cuando tuvieran lugar no tendría sentido el grabarlos, puesto que nos hallaríamos en el preámbulo del apocalipsis. No quedaría nadie a quién mostrárselos. Tal es el caso de la reacción de la población ante evacuaciones masivas o el aviso de bombardeo nuclear inminente. O qué ocurriría cuando el gobierno británico implantase las medidas de estado de sitio -las imágenes que cierran esta entrada- o qué se sentiría estando atrapado en un refugio nuclear tras una explosión atómica -las imágenes que la abren-. A oscuras, sumido en una atmósfera asfixiante, con las reservas de agua y provisiones descendiendo paulatina e irremediablemente.
Watkins toma la decisión de recrearlas, con la colaboración de las poblaciones locales, para que sintamos, aunque sea como remedo, en qué consistirá ese apocalipsis profetizado. ¿Es ésa una decisión legítima? Se le puede acusar, con razón, de tergiversación y manipulación. Dado su posicionamiento político esas recreaciones sirven de demostración de sus argumentos. Las evacuaciones desembocarán en el caos, puesto que el secreto en el que se mantienen las medidas, provocará que ni la población, ni los encargados de aplicarlas, sepan como cómo llevarlas a buen término. Las alarmas sólo provocarán pánico, exacerbado por la carencia de refugios para toda la población junto con la necesidad de sacrificar a unos para proteger a otros. Las medidas de estado de sitio servirían más bien para realizar una purga de izquierdistas, disidentes y contestatarios. En general, de todo aquél que no aclamase, sin discusión, las medidas de hierro de los gobiernos. Los refugios, por último, se revelarían ratoneras, tumbas futuras para los allí guarecidos, que no pasarían de ser muertos en vida.
Sin embargo, ¿andaba muy desencaminado en llegar a esas conclusiones? El apocalipsis nuclear no tuvo lugar, pero estamos ahora mismo presenciando una pandemia. Una amenaza vírica que ha llevado a tomar medidas inimaginables hasta hace unos días, de las que desconocemos por cuánto tiempo estarán en vigor. Un tiempo en el que el rasgo más común ha sido la confusión y la desorganización, la falta de preparación y de coraje para actuar a tiempo, carencias que sólo han servido para que el virus se propagase sin control, acrecentando el número de afectados, de muertos, así como la presión sobre nuestros sistemas sanitarios y nuestras economías.
Sin olvidar como incluso, en estos tiempos difíciles, la mezquindad humana se ha revelado en toda su amplitud. A pesar de los sufrimientos, presentes y futuros, de la población, a pesar de que nadie puede prever cómo será el nuevo mundo en el que nos tocará vivir a partir de ahora, hasta cuándo durara este estado de anormalidad, a qué tendremos que renunciar definitivamente, lo único que importa son las rencillas políticas y sacar la mejor tajada. Reafirmarse en los errores propios y denunciar los del contrario. Sostenella y no enmendalla.
Así que no, la recreaciones de Watkins no me parecen exageradas. Temo incluso que la realidad habría sido mucho peor. Como se decía entonces: &los más afortunados serán los muertos»
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