sábado, 4 de abril de 2020

Esperando a que tiren la bomba (y XV)






































Continuando con Resan (La travesía, 1987), el mastodóntico documental sobre la Guerra Fría dirigido por Peter Watkins, supongo que recordarán que uno de sus ejes era la ocultación, por parte de los medios de comunicación, de la gravedad de la amenaza que pesaba sobre la humanidad. Como pueden imaginarse, Wtakins no lo muestra de una manera teórica, sino mediante ejemplos que ilustren esa cobertura distorsionada e interesada de una realidad aterradora e innegable. En concreto, siguiendo el relato mediático de una visita oficial de Ronald Reagan, presidente de los EEUU en el último tramo de la Guerra Fría, al Canadá, donde se entrevistó con el premier canadiense, Brian Mulroney. Para tratar muchos temas, como el acuciante de la lluvia ácida generada por la industria americana, que por aquel entonces estaba arrasando los bosques canadienses, pero también para estrechar la alianza y cooperación de ambos países frente al supuesto enemigo común: la Unión Soviética.

Lo primero que Watkins señala es la superficialidad de la cobertura mediática. De los temas políticos en la agenda, la televisión canadiense apenas hace alguna referencia de pasada a la lluvia ácida, a pesar de la gravedad que sus efectos sobre el Canadá, mientras que la tensión entre los dos bloques es objeto de un silencio estentóreo. La mayor parte del tiempo informativo se dedica a naderías: comentarios jocosos por parte de los presentadores, largas escenas de llegada de personalidades a aeropuertos y salas de reuniones, saludos de políticos a espacios vacíos, fuera de guardaespaldas, policías y funcionarios gubernamentales, galas oficiales donde todo son sonrisas y agasajos. Incluso las ruedas de prensa no pasan de ser otro espectáculo más, una representación donde todos forman parte de la compañía teatral. Donde se evita, por parte de políticos y periodistas, cualquier pregunta incómoda que pueda hacer descarrilar una conclusión positiva. De hecho, como bien subraya Watkins, incluso aquéllas medidas positivas que se anuncian a bombo y platillo pronto se revelan hueras. Como la comisión para el análisis y la prevención de la lluvia ácida, en seguida extraviada en el laberinto burocrático de todo estado occidental. Impotente hasta para emitir un dictamen final inequívoco.

Para Watkins, la responsabilidad no recae tanto en los políticos como en los periodistas. Ya sea por interés o por dejadez, todos se prestan a jugar del modo en que se les dicta desde sus redacciones, a menudo meras subordinadas del poder económico y político. ¿Exagerado? Ni mucho menos, recuerden como la crisis del periodismo en las últimas décadas, cada vez con menos tiradas e ingresos, les ha hecho depender de sus anunciantes o acabar participados por grandes multinacionales. Como resultado, grandes millonarios y empresas han terminado blindados frente a cualquier crítica, cuando no exaltados de manera rastrera por plumas a sueldo -rellenen aquí con los nombres que prefieran-. En el caso que nos ocupa, la servidumbre de los medios ante el poder político queda desvelada de forma innegable. Como bien nos señala Watkins, la CBC, televisión pública del Canadá, se negó a colaborar con el cineasta alegando que «su actividad en ese momento no tienen relación alguna con el objetivo del documental».

Esa falta de objetividad queda aún más de manifiesto en la cobertura de las manifestaciones. La necesidad de espectáculo, lacra de la cultura televisiva moderna, obliga a que las cámaras se centren en las manifestaciones violentas, dejando de lado a las pacíficas. Incluso aunque aquéllas apenas cuenten con unas pocas decenas de participantes. Esas cámaras, por otra parte, adoptan el punto de vista de la policía, sin ir nunca al encuentro de los manifestantes. De por sí, esto ya supone una condenación implícita, al mostrar las protestas como algo extraño y amenazante, peligroso y descontrolado. Esa fijación en observar desde un único lado, incluso, es asimilable a la colaboración con la policía, al ofrecerles más información fílmica con la que identificar a los revoltosos. No hay que olvidar que, como bien señala Watkins -véanse las capturas que abren la entrada-, las fuerzas del orden están también rodando las manifestaciones, muchas veces codo con codo con los reporteros.

Esa unilateralidad en la cobertura conlleva una grave quiebra de los códigos deontológicos periodísticos. Sólo se está dando una versión, la gubernamental, presentándola con una envoltura de normalidad y tranquilidad que la justifica. De lo que puedan alegar los manifestantes, nada. Nunca escuchamos sus reivindaciones ni, mucho menos, se intenta analizarlas. No se comparan con la postura del gobierno ni se intenta esclarecer quién podría tener razón. Incluso aunque se emprendiera esa tarea, una falsa equidistancia podría dejar la cuestión sin resolver, indecisión timorata que sólo beneficia al más poderoso. A aquél que siempre tienen un micrófono dispuesto a escucharle o puede pagárselos.

La televisión, los medios de comunicación en general, devienen así máquinas de propagar consignas. Algo escandaloso en los ochenta, pero que se ha transformado en lo normal, en estos nuestros tiempos de Fake News continuas e impunes.

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