sábado, 31 de agosto de 2019

Intentando encontrarle un sentido (y III)

The Gospel writers, on the other hand, lived in other parts of the world, probably major cities scattered throughout the empire. Their language was Greek, not Aramaic. They never indicate that they interviewed eyewitnesses (I'll say more in this in a moment). They almost certainly did not go to Palestine to make enquiries among the people who knew Jesus during its lifetime -for example, trough interpreters-. They inherited their stories in Greek. These stories had been in circulation for years and decades before they themselves heard them. There had been stories, of course, during Jesus's lifetime, tales of his activities, sayings, and death. These would have been told in Aramaic, in Palestine. Some of these stories came to be translated into Greek and circulated in Christian communities in that form. Other stories were almost certainly constructed originally in Greek (as I will show in a later chapter). The unknown authors of these Gospels may well have been raised on theses stories as Christians from their youth. Or possibly they converted as adults and heard the stories as recent converts. When they wrote their accounts, they obviously put their own spin on the stories. But the vast majority of the stories themselves had been circulated by word of mouth for forty or fifty years, or more, before these authors put them together into their extended narratives.

Bart D. Ehrman, Jesus before the Gospels 

Los autores de los Evangelios, por otra parte, vivieron en zonas distintas del mundo, con toda probabilidad en grandes ciudades repartidas a lo largo del imperio. Su lengua era el Griego, no el Araméo. Nunca insinuaron que hubieran entrevistado a testigos oculares (más dentro de poco). Con casi completa certeza no viajaron a Palestina para investigar entre las personas que habían conocido a Jesús durante su vida - por ejemplo, mediante intérpretes-.  Las historias las recibieron ya en Griego. Unas historias que habían estado en circulación durante años y décadas antes de que ellos mismos las escuchasen. Hubo, por descontado, historias durante la vida de Jesús, relatos de sus hechos, dichos y muerte. Se habrían narrado en Arameo, en Palestina. Algunas de esas historias acabaron siendo traducidas al Griego y circularon en esa forma entre las comunidades cristianas. Otras se compusieron, con toda seguridad, ya en Griego (como mostraré en un capítulo posterior). Los autores anónimos de los Evangelios pueden haber crecido escuchando esas historias desde su niñez. O puede que se convirtieran de mayores y las escucharan como neófitos. Cuando escribieron sus narraciones, es obvio que añadieron su propio punto de vista. Pero la vasta mayoría de las historias habían circulado de boca en boca durante cuarenta, cincuenta o más años, antes de que estos autores las compilasen en narraciones extensas.

En una entrada anterior, les había comentado como los miticicistas -quienes niegan la existencia histórica de Cristo- basaban sus argumentos en un hecho indiscutible: la inmensa dificultad, casi insuperable, en determinar quién fue ese personaje en realidad y cuáles fueron sus ideas. Las múltiples contradicciones entre los evangelios, unidos a que sus redactores intentan hacer pasar sus propias ideas por las de Cristo, ocultan por completo la posible figura real de este personaje histórico. De hecho, cuando los estudiosos modernos, del siglo XVIII hasta ahora, han abordado la investigación, no han conseguido llegar a un consenso. Han surgido casi tantos Cristos como investigadores, trasuntos, esta vez, de las ideas políticas modernas de los estudiosos.

Ehrman, como tantos otros, acepta el reto de llegar al Cristo histórico y tengo que admitir que su reconstrucción me parece muy verosímil. El Jesús que describe no es el fundador de una nueva religión, creador de un corpus doctrinal y de conducta cerrado y definido. Es un profeta judío, como tantos otros de los muchos que surgieron en la Palestina del siglo I, ocupada por los romanos. En su caso, proponente de una visión apocalíptica de la historia, según la cual el reíno de Dios estaba pronto a instaurarse, no en un futuro más o menos lejano, o en un paraíso ultraterreno, sino en el aquí y ahora. Antes de que algunos de sus oyentes conociesen la muerte, el Mesias vendría a esta tierra, poniendo punto final a la enfermedad, la injusticia, el sufrimiento y la muerte. Debido esa proximidad, seguir a rajatabla la ley mosaica no importaba demasiado, puesto que el final de los tiempos ya había sido decidido y sus efectos eran visibles para todo el que quisiese ver.


Ese Jesús reconstruido es muy distinto del que la mayoría de nosotros conocemos, el que se enseña en las iglesias cristianas. Sin embargo, es preciso resaltar que ese último es también una reconstrucción, no precisamente objetiva. En el caso del Cristo oficial, su mensaje y obras son un compuesto de lo que cuentan los evangelios, en el que se ha tenido mucho cuidado en  borrar las contradicciones, además de ensamblar hechos dispares en un relato coherente.

Para que se hagan una idea de lo que permanece oculto. Mientras que los evangelios sinópticos, Mateo, Marcos y Lucas, colocan la fecha de la crucifixión en el viernes de Pascua, el evangelio de Juan la sitúa en el jueves. Es evidente que ambas fechas no pueden correctas, de manera que una de las dos versiones ha sido manipulada. En este caso, la de Juan, puesto que su propósito es asimilar a Jesús con el cordero pascual, que se comía la tarde/noche del jueves. La fecha de la muerte de Jesús debía coincidir con la del sacrificio del cordero, obligando a adelantar toda la cronología del martirio en un día.

Esta discrepancia -y otras muchas- deberían hacer dudar de la fiabilidad de los Evangelios. Sin embargo, muchas corrientes cristianas aún siguen aferradas al dogma de la literalidad de la Biblia. Tanto, que se ha llegado a fabular, para demostrarla, con una cadena de transmisión ininterrumpida de la tradición apostólica, en donde los testimonios oculares habría sido conservados sin apenas cambios, pasando de comunidad en comunidad, de generación en generación. Esta plasmación fidedigna sería consecuencia de que el Imperio Romano era una sociedad iletrada, donde la mayor parte de la información se conservaba en la memoria y se compartía siempre de forma oral. Memorizarla se conformó así como auténtico arte, en el que la reproducción literal, sin errores ni modificaciones, era un punto de orgullo, un deber para quienes almacenaban, en sus mentes, la memoria colectiva de toda una comunidad.

¿Es así? Ehrman - y yo con él- piensa que no. En primer lugar, basta con echar un vistazo a nuestra sociedad. Aunque vivimos en un tiempo en que la educación es casi universal, y la rememoración histórica otro tanto, si se nos ocurre preguntar sobre hechos de hace treinta/cuarenta años - la distancia que separa a los evangelistas de Jesús - a una generación que no los vivió, nos serán capaces de recordar más allá de unos pocos nombres y hechos. Los detalles, incluso los cruciales, se habrán desvanecido por completo o mezclados hasta ser irreconocibles - por ejemplo, ¿en qué día de la semana fue asesinado Kennedy o murió Franco? Incluso los que los han vivido pueden tener problemas para recordar cuándo se produjo qué, o en que secuencia. A menos que se llevé un diario detallado, cuya lectura es siempre fuente de sorpresas e incluso de incredulidad.

Además, hay que subrayar otro hecho incómodo que se suele dejar de lado: los escritores de los evangelios no eran judíos palestinos, pertenecían a otras tradiciones culturales. No estamos hablando por tanto de una transmisión intragrupal, sino de un diseminación realizada a gentes muy distintas de las que las experimentaron. En el camino de la información se levantan barreras culturales, sociales, mentales y lingüisticas, todas ellas de difícil tránsito. Así, por ejemplo, en los evangelios aparecen juegos de palabras que sólo tienen sentido en griego, pero no en Arameo, la lengua de Jesús; mientras que otras secciones son confusas, incluso incomprensibles, porque el escritor griego no entendió los giros de los hablantes originales.

Esto son detalles, podría decirse, que no afectan al argumento principal: en sociedades de cultura oral, la preservación fidedigna de las historias contadas es esencial. Más aún que en sociedades alfabetizadas, donde se siempre se puede confiar en lo escrito. Sin embargo, este argumento no se corresponde con la realidad. Ehrman señala que los estudios antropológicos en sociedades de cultura oral no demuestran un compromiso con la verdad, o al menos con una verdad a nuestro estilo. Cuando se narra una historia, esa narración es a su vez representación. No es un proceso mecánico, sino uno creativo, en el quien cuenta la historia modificará algunos elementos, eliminará otros y añadirá nuevos pasajes. Todo ello en función de lo que el narrador quiera transmitir, dependiendo de la la situación y del público. La tradición, por tanto, se hace y se deshace a medida que se transmite, sin que haya una versión original,  mucho menos una una fija y aprobada.

Y eso es precisamente lo que ocurre con los Evangelios. Partiendo de un inmenso corpus de historias, dichos y anécdotas de Jesús, semejante a la parte sumergida de un iceberg, los evangelistas realizaron un esfuerzo de selección y de adaptación, de reescritura y de reformulación. Porque cada uno procedía de una comunidad cristiana con problemas muy distintos, de manera que el Cristo en el que creían y del que esperaban una respuesta difería también de manera drástica, lo que se refleja en el resultado final.

Discrepancias y contradicciones, introducidas de manera natural, que luego la ortodoxia ha ido planchando y rebajando. Hasta crear un nuevo "Evangelio", que no se parece a los originales y que tampoco refleja al Cristo histórico.

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