domingo, 25 de agosto de 2019

Intentando encontrarle un sentido (y I)

The (sometime) atheist opinion of the Bible as nonhistoricial is no better than the (typical) fundamentalist opinion. The reality is that the authors of the books that became the Bible did not know they were producing books that would later be considered scripture, and they probably had no intention of producing scripture. The Gospel writers - anonymous Greek speaking Christians living thrirty-five to sixty-five years after the traditional date for Jesus's date - were simply writing down episodes that they had heard from the life of Jesus. Some of these episodes may be historically accurate, others may not be. But the authors did not write thinking they were providing the sacred scriptures for the Christian tradition. They were simply writing books about Jesus.

Did Jesus Exist? The historical Argument for Jesus of Nazareth. Bart D. Ehrman

La consideración de la Biblia como ahistórica por (algunos) ateos no es mucho mejor que la (típica) opinión de los fundamentalistas. La realidad es que los autores de los libros que acabarían componiendo la Biblia no sabían que estaban creando libros que más tarde se considerarían sagrados y probablemente no tenían esa intención. Los evangelistas -cristianos anónimos de habla griega que vivieron entre treintaycinco y sesentaycinco años tras la fecha tradicional de la muerte de Jesús-, estaban simplemente escribiendo los episodios de la vida de Jesús que habían oído. Algunos de estos episodios pueden ser históricamente ciertos, otros no. Pero estos autores no los escribieron pensando que estaban creando las sagradas escrituras de la tradición cristiana. Simplemente estaban escribiendo libros sobre Jesús.


Supongo que no les sorprenderá saber que soy ateo. No desde que tengo uso de razón, sino como resolución del conflicto al que me llevó mi doble educación. En mi adolescencia, se oponían dentro de mí el haber asistido a un colegio religioso -de curas, que se decía entonces- contra la indiferencia, cuando no rechazo, hacia la religión, imbuida por mi pertenencia a una familia de izquierdas. De   la izquierda de verdad, la que consideraba la religión organizada como una lacra a extinguir. Así, durante varios años me perdí por los laberintos de la fe, confiando en encontrar una señal que me convenciera de la existencia de ese ser divino al modo cristiano, omnipotente y omniscente, todo amor y compasión. No tuve ninguna revelación, de manera que durante los ochenta fui virando al agnosticismo, para desembocar en el ateísmo a principios de los noventa. Conclusión que me sirvió para encontrar cierta paz espiritual, ya que con ella se terminaron mis comeduras de tarro religiosas.

Como secuela de mi combate con la fe -si quisiéramos decirlo así-, me quedó una fascinación por el hecho religioso, tanto en sus manifestaciones artísticas como en su historia y evolución. De ahí que mi biblioteca esté repleta de libros de un estudioso estadounidense, Bart D. Ehrman, experto en el cristianismo primitivo, que abarca de los siglos I al IV. Su enfoque analítico, producto de una evolución espiritual similar a la mía, se base en aplicar una metodología de trabajo estrictamente histórica. Los evangelios, por ejemplo, se consideran como un texto similar a tantos otros de la antigüedad, producto de un momento y una ideología determinada, que es esencial identificar y clasificar con precisión. Sólo así se podrá entenderlos y valorarlos en su justa medida. Es necesario, por tanto, analizarlos de manera crítica para determinar qué es histórico en ellos, discerniéndolo de deformaciones y manipulaciones, ya sean interesadas o producto de errores, introducidas copia tras copia de los manuscritos originales.


El último libro que he leído se aparta un poco de este afán objetivo para tratar de una corriente reciente -al menos en su repercusión- de los estudios bíblicos: la miticista (Mithicism, en su acepción inglesa). En pocas palabras, estos estudiosos propugnan la idea de que Jesús de Nazaret jamás existió, de manera que lo que conocemos de ese personaje no es más que una ficción creada a principios del siglo I. Como mucho, si detrás del nombre de Cristo se oculta una persona - o personas- real, los hechos históricos han sido tan distorsionados que es imposible averiguar un solo dato fiable, ni establecer una relación causa-efecto, de influencia y transición, entre ese posible Jesús real y el mítico descrito en los evangelios. A tanto llegan en sus posiciones, que para algunos ni siguiera es posible determinar la época aproximada en la que vivió y supuestamente murió, puesto que algunos miticicistas remontan las semillas del mito Cristo al siglo II a.C, en tiempos de la revuelta macabea contra los soberanos seleúcidas.

¿Tiene sentido la propuesta miticicista? El principal argumento de sus proponentes -de enjundia, eso sí- es que los evangelios, los primeros relatos completos de la vida y muerte de Jesús no aparecen en la forma que los conocemos hasta, como mínimo, 40 años tras la crucifición, en el 70 d.C. Fecha que, además, sólo aplica el caso de Marcos, ya que Lucas y Mateo serían de hacia el año 80, mientras que Juan, como muy pronto, es del 90 d.C, sesenta años posterior. Hubo, por tanto, tiempo más que suficiente para acumular mitos, rumores y bulos, además de distorsionar, por mera transmisión oral, cualquier hecho verdaderamente histórico que se hubiese podido conservar.

La multiplicidad de contradicciones y errores que contienen los evangelios se debería a la existencia de diferentes tradiciones, cada una con un origen e historia diferente, hasta ser puestas por escrito por personas que no eran ya testigos presenciales, a pesar de las advocaciones que han recibido, tampoco conocieron a esos posibles testigos y, para empeorarlo, ni siquiera eran habitantes de la Palestina del siglo I d.C. Los discípulos y personas cercanas a Jesús, por lo que sabemos, eran campesinos y pescadores iletrados que hablaban en Arameo, mientras que los redactores de los evangelios son personas de una cierta cultura, -sabían leer y escribir, lo que les colocaba en la élite, aunque fuera en sus escalones inferiores-, que hablan en el griego de la Koiné y que claramente no conocen la geografía palestina, ni los avatares de su historia a principios del siglo I d.C.

Lo anterior es completamente cierto -Ehrman lo ha contado una y otra vez, en casi esos mismos términos-, pero su uso como argumento por parte de los miticicistas demuestra un desconocimiento completo, salvo excepciones, de los problemas y carencias de las fuentes de la antigüedad. Excepto en casos muy contados, como las de César, Polibio o Amiano Marcelino, apenas tenemos relatos de testigos contemporáneos a los hechos o cercanos a los mismos, es decir, de la generación posterior. La mayoría de las historias, anales y biografías que se han conservado fueron escritas generaciones después, incluso siglos.

Es cierto que tenemos constancia de que algunos de estos historiadores, como Diodoro de Sicilia, manejaron fuentes más cercanas a los hechos, pero no sabemos hasta que punto las modificaron, práctica común en los historiadores de la antigüedad. Para empeorarlo, incluso cuando tenemos varios relatos y podemos compararlos, nos topamos con contradicciones insalvables. Por ejemplo, el el modo y circunstancias en que el emperador Claudio fue asesinado es distinto en Dion Casio, Suetonio y Tácito. Se hace imposible, por tanto, ir más allá de una árida secuencia de acontecimientos, mientras que  los detalles concretos deben dejarse a un lado, puesto que pueden ser simplemente un embellecimiento literario. O un acto consciente de propaganda.

Por supuesto, en algunos casos se puede recurrir a las pruebas arqueológicas, en particular las inscripciones que citen personajes mencionados por las fuentes. En este caso, los miticicistas señalan que no tenemos ninguna contemporánea referente a Jesús, ni siguiera alguna en todo el siglo I. Esta ausencia, señala Ehrman, es normal. Jesús no era más que un desconocido predicador de una región periférica del Imperio, quien apenas llegó a reunir unas pocas decenas de seguidores. En cuanto representó un mínimo peligro, fue ejecutado de manera sumaria. Para Pilatos, el gobernador de Judea, su caso debió de ser uno más, entre otros muchos, al que apenas dedicó un par de minutos. Nada urgente por lo que molestar a sus superiores, ni por lo que dejar un registro en piedra. Para que se hagan una idea de la parquedad de nuestros conocimientos, del propio Pilatos, cuya existencia y periodo de gobierno están fuera de toda duda, sólo existe una inscripción que lo mencione, y además de forma fragmentaria.

Desde un punto de vista arqueológico, por tanto, la invisibilidad del Jesús histórico era previsible. ¿Y en las fuentes históricas? ¿Tenemos algo más concreto fuera de los evangelios? Casi nada, aparte de un silencio atronador, que los miticicistas utilizan como prueba de su inexistencia,.  Un argumento que, en opinión de Ehrman es inválido, puesto que la vida y muerte de Jesús debió pasar desapercibida en el contexto del imperio. Para los historiadores romanos sólo tenían importancia las intrigas políticas en Roma, los combates fronterizos contra los bárbaros e imperios limítrofes, junto con las rebeliones que obligasen a movilizar las legiones. Requisitos que no se cumplen en el caso de Jesús y que explican el silencio casi completo de nuestras fuentes.

Casi completo, subrayo, porque sí existen menciones de pasada, que los miticicistas, como pueden suponer, rechazan de plano como falsedades y manipulaciones, aunque sean muy diferentes entre sí y obedezcan a motivos muy dispares. Un primer grupo, el más tardío, son del año 100, cuando por primera vez las autoridades romanas descubren que existe un grupo religioso llamado los cristianos. Plinio, Suetonio y Tácito hablan de ellos de forma despectiva -odiosa superstición, fanáticos- y de su líder Cristo, siendo la mención más completa la semblanza de Tácito que cita su ejecución en Palestina en tiempos de Pilatos. En mi opinión, estas menciones son un tanto irrelevantes, es decir, no prueban la existencia de Jesús, ni es necesario, como hacen los miticicistas, perder el tiempo en encontrar indicios de que hayan sido interpoladas en los textos originales. Los tres historiadores romanos, enfrentados al problema cristiano, están simplemente repitiendo lo que los miembros de esa secta contaban de su fundador. No sirven, por tanto, para corroborar su existencia. Sólo que los cristianos así lo creían, cosa que sabemos ya por vía de los evangelios.

Más interesante es el caso de Flavio Josefo, historiador de origen judío, líder de la rebelión del año 66 d.C, que terminó con la destrucción de Jerusalem. En su obra "Antigüedades de los judíos", que narra la historia de su pueblo desde la creación hasta el estallido de la rebelión, lo cita no una, sino dos veces. La primera de pasada, señalando como, en ausencia del gobernador romano, el Sanhedrin aprovecha para eliminar a una serie de enemigos políticos: entre ellos Santiago, el hermano de Jesús, quien es mencionado también en la Biblia. La segunda es directa y se conoce como la Confesión Flavia, un texto sobre el que han corrido ríos de tinta. En primer lugar, porque se tiene la certeza absoluta de que fue modificado en la Edad Media por los propios cristianos. Si no, no se entiende como un judío piadoso como Flavio puede afirmar que Jesús era el Mesias, cuando su propia ejecución lo descartaba como tal. Queda la duda de cuál fue la extensión de las interpolaciones, si total o parcial, aunque parece que de alguna manera si que se nombraba a Jesús, y no de manera laudatoria. Interesante es que Josefo señale un detalle que a los cristianos posteriores, defensores de la virginidad de la virgen, les resultaría muy turbador: Jesús tenía hermanos.

El testimonio más cercano, del año cincuenta, procede de entornos cristianos, en concreto de las cartas de Pablo. No está exento de problemas, ya que este apóstol mostraba un desinterés desconcertante sobre su propio fundador. Aparte de su resurrección y de algún punto doctrinal, Pablo no cita ninguna de las anécdotas y parábolas de los evangelios, lo que ha sido utilizado por los miticicistas para insinuar que él fue el primer y auténtico creador del mito. Es cierto que la posición de Pablo dentro del primer cristianismo es un tanto anómala, ya que no perteneció al grupo de los discípulos y se unió a ellos tras haber sido su perseguidor. Luego se esforzó por propagar su propia versión de las creencias cristianas  mientras trataba, por todos los medios, de evitar intromisiones externas en las comunidades que había fundado entre los gentiles. Esa ausencia de datos sobre Jesús en el testimonio Pablo apuntaría a su inexistencia, como pretenden los miticicistas, sino fuera porque, aquí y allá, se cuelan referencias reveladoras. En especial la de su viaje a Jerusalem para entrevistarse con los apóstoles. No todos, sólo con Pedro y Santiago, el hermano del señor. Si, ese Santiago del que hablaba Josefo.

Reparen de nuevo en que Pablo cita un detalle que a los cristianos posteriores les enfurecería. Tanto, que han propuesto lecturas distintas, por las cuales ese calificativo de hermano se disocie del nombre de Santiago. Argumentos que, de manera paradójica, han sido recogidos por los miticicistas, para los que ese hermano sería un calificativo extensible a Pedro y, por extensión, a toda la comunidad de creyentes.  No obstante, en mi opinión, con este texto - y algún otro más-, Pablo demuestra saber más sobre Cristo de lo que nos cuenta, sólo que no le interesa compartirlo. Su objetivo era propagar su versión propia del cristianismo, en lo que tuvo éxito completo. Tanto, que el cristianismo actual es de raigambre paulina, no petrina o jacobina.

Además, los datos de Pablo, de ser ciertos, son los únicos de primera mano. Quienes se los suministraron no pudieron ser otros que Pedro y Santiago, quienes sí fueron testigos de la vida y obra de Jesús. Lástima que Pablo no quisiese contarnos más.


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