lunes, 5 de agosto de 2019

En busca de Bergman (XXXV): Farö-Document 1979














































Ya les he comentado en otras ocasiones que el talento de Bergman es demasiado grande para dejarse contener en una estrecha clasificación. No es ya que necesite verterse en el teatro, fertilizando así ambas artes, o que de película en película modifique su estilo y sus ambiciones, desconcertando a muchos de sus seguidores. Es que se atreve con género que suelen considerarse prohibidos, o como poco menores, para un cineasta de vocación narrativa: En concreto, el género documental. Se colocaría así en el mismo plano que otros directores anfibios, que no le han hecho ascos a compaginar la ficción con la representación de la realidad. Por ejemplo, Louis Malle, cuya obra documental ha quedado en un injusto olvido, pero que es tan valiosa como sus películas normales.

Como sabrán, en los años sesenta Bergman se sintió subyugado por la isla de Faro, cuyo paisaje empezó a ser una constante en sus obras, viniera o no a cuento. Con el tiempo, se convirtió en su retiro definitivo, al ser una región aislada por partida doble, una isla minúscula, accesible sólo por transbordador, cercana a una isla mayor, Gotland, en medio del mar Báltico. Esa fascinación se reflejó en un breve documental de apenas una hora, Farodokument (Documental sobre Faro, 1969), que giraba sobre los problemas demográficos que afectaban a esa isla. En especial el envejecimiento progresivo de su población, que llevaba esa comunidad a la desaparición, agravado por la huida de los jóvenes a la Suecia continental y las dificultades para mantener un modo de vida basado en la agricultura y la pesca.

Diez años más tarde, Bergman volvió a realizar otro documental sobre la misma isla, el Farö-Document 1979 que les comento en esta entrada. De mucha mayor duración, hora y tres cuartos, el mayor interés de Bergman es constatar qué cambios se han producido durante la década de 1970 y si se han cumplido las negras predicciones del documental anterior. Un análisis que, como es obvio, tiene como eje central el reencuentro con las personas que habían aparecido en la obra anterior, para evaluar como les ha afectado el paso del tiempo. A ellos y a sus ilusiones.

Lo primero que llama la atención es que pocos de los entrevistados de entonces vuelven a mostrarse ante la cámara de Bergman. Aparte de los adolescentes de un autobús escolar y la orgullosa dueña de una granja, casi ninguno más comparece, siendo llamativa la ausencia de las fuerzas vivas de antaño, tan celosas por la conservación de las costumbres de antaño. Este silencio no es accidental, consecuencia del modo en que Bergman construye esta nueva entrega. Siempre que alguien había figurado en la primera parte, el director tenía especial cuidado en que viéramos primero, o casi enseguida, una referencia a las imágenes capturadas entonces, además de procurar que los entrevistados hicieran hincapié en cómo se habían modificado sus vidas. ¿A qué se debe entonces esa falta de continuidad?

La respuesta puede hallarse en las capturas que abren la entrada, en que el director se recueentra con los jóvenes, ya crecidos, del un autobús escolar. Diez años antes, la mayoría de ellos ansiaba escapar de Faro, ya que no veían ninguna oportunidad en esa tierra, ni laboral, ni de realización personal, ni de diversión. Diez años después, la vida les ha fastidiado a todos, esparciéndoles por Suecia al mismo tiempo que quebraba sus sueños. Muchos han acabado embarrancando en la orilla contraria a la que ansiaban, como el joven que afirmaba no poder vivir lejos del mar, pero ha acabado conduciendo convoyes de metro en Estocolmo. Sin embargo, aparte de ese sentimiento de fracaso -o de amoldamiento resignado-, poco más se puede concluir en común. Las cosas no se han decantado ni de un lado ni del otro.

Eso mismo se puede decir de Faro. No ha acabado siendo un geriátrico, ya que aún queda bastante gente, y además joven, que sigue viviendo de la pesca, de la ganadería y de la agricultura. Unas actividades que Bergman rueda con detenimiento primoroso, como si fuera la última persona que fuera a presenciarlas, su cámara el único medio de preservarlas para tiempos futuros. Sin embargo, el turismo es una presencia creciente, casi aplastante, que amenaza con convertir la isla en un inmenso balneario, habitado sólo en los meses de verano. Tendencia que se alía con el descuido y negligencia de las autoridades suecas, poco inclinadas a proteger y apoyar a las gentes de ese lugar, Faro, dejado de la mano de dios.

Queda, por tanto, un regusto amargo. Aunque veamos gente joven, aunque se sigan practicando las labores agrícolas de antaño, aunque incluso se continúe construyendo al estilo tradicional, con paja u madera, ese modo de vida no deja de ser un anacronismo, una excepción en un presente donde todo al final tiene más de fachada que de substancia, más de parque temático que de lugar trabajado. Bergman podrá negarlo, afirmar que Faro sigue adelante,  tal y como lo ha hecho desde tiempo inmemorial, refractaria al progreso y a las influencias externas, pero sus propias imágenes lo niegan. Hay una clara melancolía en ellas, la de quien contempla costumbres ancestrales por última vez y es consciente de ello. Presentimiento compartido por las mismas gentes que hablan ante su cámara, agobiadas por la vejez, el trabajo constante, la indiferencia de quienes les gobiernas.

Quizás por ello Bergman no rodó un Farodokument 1989 o un 1999, a pesar de prometerlo. Porque para entonces sí que se habían cumplido sus peores predicciones.

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