miércoles, 14 de agosto de 2019

Caleidoscopios históricos (VI)

Este es el lugar de la tragedia: frente al mar bajo el cielo, en la tierra. Éste es el puerto de Alicante, el treinta de marzo de 1939. Las tragedias siempre suceden en un lugar determinado, en una fecha precisa, a una hora que no admite retraso.

El cielo está cubierto porque tiene vergüenza de lo que va a suceder. Dios es el responsable de las desgracias humanas, aunque en su indiferencia no lo quiera reconocer. Quiero dejar esto sentado de una vez, no volveré a mencionarlo porque no vale la pena.  Lo mismo da, para el hombre, que Dios exista o no; la pena es idéntica. ¿Qué mal le ha hecho al cielo haciéndose? ¿Para qué las tristezas son aquí más punzantes? ¿Por qué la tierras más secas o más fértiles que en otros lugares?

-No es cierto- rectifica. Pero es una tragedia y viviré para contarla. Lo que debo hacer es tomar notas desde ahora.

Max Aub. Campo de almendros.

Con Campo de Almendros se cierra El laberinto Mágico, el ciclo novelístico que Max Aub dedicó al via crucis, calvario y muerte de la Segunda República. Es la novela más larga de todas, casi el doble que la siguiente en extensión, Campo de Sangre, pero no puede ser de otra manera: el tema así lo exige. Se trata de narrar los últimos días de la República y los primeros del nuevo régimen dictatorial, descritos como si de un descenso a los infiernos se tratase. Primero, la tensa calma en la zona republicana antes de la debacle final, que aún parece increíble. Luego, la huida desesperada de toda aquél que se distinguió, aunque fuera en lo mínimo, hacia los puertos, huyendo de las tropas nacionales, en pos de los barcos que se supone habrían de evacuarlos. Una vez allí, en los puertos, la angustiosa espera por unos transportes, ya fueran mercantes, ya buques de guerra, que nunca llegan, en medio de una barahúnda de rumores, aprisionados, atenazados, por una multitud cada vez más nutrida, cada vez más exasperada. Al final, la desilusión, el derrumbe de todas las esperanzas de salvación, seguido por el transporte a campos de prisioneros, la clasificación en categorías, la saca, aleatoria y arbitraria, de los que van a ser fusilados de inmediato, olvidados en cárceles.

No es una lectura fácil. Tampoco debió serlo escribir esa novela. La amargura, el desaliento, la indignación, la consciencia de la injusticia que se estaba cometiendo son presentes en todas las páginas. Al igual que a todo lo largo de todo el ciclo, Aub ofrece una visión polifónica del conflicto, a través de sus muchos participantes en el bando republicano. Vemos así cuantos destinos han sido tronchados, cuantos personas de valía, los que necesitaba el país para progresar, van a ser extirpados  de su seno, por capricho, por mala suerte, por envidia, por venganza. Todos a merced de los arbitrios del vencedor, a quien puede la sed de revancha, la borrachera del triunfo, la insaciable codicia por el botín que ha caído en sus manos. Sentir colectivo, universal, que fuerza esa extensión inusual del relato, pero también privado y personal, cercano y reconocible. En medio de ese maelstrom humano, arrastrados por sus corrientes,  destrozados en las rocas que esconden, resurgen viejos conocidos. Los enamorados Vicente Dalmases y Asunción Meliá, en perenne búsqueda mutua en medio de la confusión. Templado y Cuartero, encallados sin posibilidad de escape en el último bastión republicano. Todos condenados sólo por haber pertenecido al bando perdedor.


No todos los personajes son virtuosos, ni podían serlo, porque a nadie justifica la desgracia, mucho menos ennoblece o santifica. Siguiendo con lo apuntado en el volumen anterior, Campo del Moro, Aub se despacha a gusto con todos esos ingenuos, cuando no ignorantes e irresponsables, que creyeron poder entenderse con la bestia fascista. Que ese monstruo tendría miramientos, consideración, escrúpulos, si los republicanos de orden que quedasen conseguían librarse de los comunistas. Así, hasta el último instante, el coronel Casado de la novela sigue creyendo -es lo último a que puede aferrarse- que Franco se avendrá a razones y consentirá en una evacuación, emitirá salvoconductos, porque «entre militares siempre habrá entendimiento», para al final huir de manera vergonzosa, sin mirar atrás y sin preocuparse por el destino de todos los que había dejado tirados en la estacada, fiados en su palabra. Porque para añadir insulto a la injuria, fueron muchos los que creyeron -si no, el único camino era el suicidio- que las promesas formuladas habrían de cumplirse.

Con Casado no se completa la nómina de los tontos útiles. Entre la vorágine, la turbamulta de personajes que se agolpan en Alicante, último puerto en caer ante los nacionales, está el cuerpo diplomático, que cree también que los fascistas habrán de respetar su inmunidad, doblarse ante sus proclamas de una zona internacional en el puerto, donde los republicanos puedan guarecerse hasta que lleguen los navíos. Algunos de esos embajadores no despertarían de su ensueño hasta que los Stukas se precipitasen sobre sus ciudades, unos meses más tarde. Tan ilusos como ellos, las últimas autoridades republicanas, elaborando lista tras otras de evacuables, cada vez más exiguas, a medida que las noticias de barcos en ruta iban decreciendo en número, hasta no quedar ninguno. Junto a ellos, la inmensa nómina de pícaros, aventureros y aprovechados, sin alineamiento político alguno, que confiaban que su labia, sus conexiones y su dinero, habrían de comprarles una salida, sin darse cuenta de que estaban tan atrapados como los demás.

Todos víctimas en definitiva. Expuestos a ser fusilados en cualquier momento, con razón o sin ella. Los primeros, las autoridades republicanas, militares y civiles, que habían negociado la entrega del puerto de Alicante. En especial las militares, puesto que los rebeldes no podían soportar la visión de quienes habían sido leales al gobierno legítimo hasta el último momento. Después de ellos cualquiera, a la más mínima, por hartura de los guardianes, por diversión, por confundirte con otro o, con más frecuencia porque alguien, venido de tu propio pueblo y con cuentas pendientes contigo te reconocía entre la multitud y te señalaba con el dedo. Hasta entonces, sólo quedaba esperar hasta que te llegase el turno, en campos de concentración cada vez más vacíos, sin atención sanitaria, sin condiciones de salubridad, sin comida suficiente, porque los rojos no merecían compasión alguna.

Así termina la novela, o mejor dicho, así concluye sin concluir. Veremos una última vez a los personajes -al menos a los que quedaron atrapados en Alicante y en ese campo de concentración de los Almendros-, pero su destino final se nos hurtará para siempre. Como el del resto de españoles, puesto que ninguno sabía si llegaría al día siguiente. Si le esperaba una bala, la cárcel, o morir de hambre o enfermedad en esa terrible postguerra.

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