Traidores todos: los republicanos, los anarquistas, los socialistas; ni que decir tiene: los fascistas, los conservadores, los liberales; traidores todos, traidor, el mundo. Si el mundo es traidor, nadie lo es. Pero lo son: Casado, Besteiro, Mera, el padre de Lola, yo. Traidor yo a Asunción. Todos traidores. Unos por haberlo hecho con pleno conocimiento de causa, otros por haberse dejado arrastrar, traidores por cobardía, por dejadez, por imbéciles, por ciegos, por sordos, por callados. Traidores por desesperanza, indiferencia, saciedad, conveniencia; por vileza, por humildad -¿por humildad?-. Sí, por envidia, por celos, por amargor, ofuscación, prejuicios; por tontos, necios, ingeniosos; traidores por instinto, por distracción, por error, por sobra de imaginación, por incredulidad, por imprevisión, por ignorancia, por inexpertos, por salvajes, por dejarse llevar por la ocasión, por cálculo y falsos cálculos. Por dejar en el atolladero a los demás, por salvar el pellejo, por creerlo conveniente, por incomprensión, por confusos -traidores por aproximación-, por fútiles, por medianos, por mediocres, por la fama, la oportunidad, la importancia que les dará.
Max Aub, Campo del Moro.
Ya les había comentado que El laberinto Mágico, el ciclo novelístico de Max Aub sobre la Guerra Civil, no es realmente una crónica de ese conflicto, sino una descripción de la agonía de la Segunda República. Campo de Sangre tenía como gozne la batalla de Teruel, momento en que la guerra se volvió en contra del bando republicano, arrebatándola cualquier posibilidad la victoria final, dejando sólo abierto en qué condiciones, más o menos penosas, se decidiría la paz. Campo Francés, por su parte, se centraba en las penalidades de los exiliados en Francia tras la caída de Cataluña. En ese país, los refugiados no fueron acogidos como los correligionarios políticos que suponían ser, sino que fueron recluidos en campos de internamiento, considerados como extranjeros peligrosos, de los que se sospechaba la intención de minar el sistema político francés.
Campo del Moro, la quinta novela del ciclo, relata otra etapa de ese Via Crucis, la penúltima y quizás más dolorosa. En el último mes de la guerra, marzo de 1939, se desato una guerra civil dentro de la guerra civil, enfrentando a republicanos contra republicanos. Por un lado, el coronel Casado, parte de la jerarquía del PSOE, encabezado por Besteiro, además del apoyo crucial de las tropas anarquistas de Cipriano Mera. Por el otro, las unidades comunistas y el resto del partido socialista, comenzando por el propio presidente del gobierno, Juan Negrín. Los combates se centraron en Madrid, medio sitiada por los franquistas, que observan complacidos desde sus posiciones como la República se desmoronaba ella sola.
Sobre estos sucesos han corrido ríos de tinta. Por parte de los protagonistas, con fines exculpatorios, por parte de los historiadores, que no se ponen de acuerdo sobre quién podía estar menos equivocado. El principal escollo, a la hora de encontrar una explicación, es que el gobierno republicano se hallaba enfrentado a un dilema insoluble. Tras la caída de Cataluña -y la pérdida en la debacle de las últimas unidades de élite del Ejército Popular-, cualquier resistencia era imposible, inútil. Su único resultado sería una matanza -otra más-, que apenas retrasaría -¿unos días, unas semanas?- la ruptura del frente y la victoria final de las tropas nacionales. Lo único sensato, por tanto, era rendirse, sin embargo, las autoridades, los partidos, las organizaciones republicanas se hallaban atrapadas en una ratonera. Si no ganaban algo de tiempo, el justo para organizar una evacuación y hacer desaparecer en la clandestinidad a los más comprometidos, la mayoría serían fusilados en el acto por los vencedores. Como mucho, si tenían suerte, se pudrirían en la cárceles franquistas.
Era urgente retrasar lo inevitable. Lograr un armisticio con condiciones clementes, o al menos que facilitasen una evacuación, y para ello había que agitar el fantasma del Ejército Popular. Hacer creer a los franquistas que una nueva ofensiva sería dura y costosa, un derramamiento de sangre que a esas alturas, con la guerra ganada, ya no tenía sentido. Sin embargo, eso planteaba demasiados interrogantes. ¿Aceptaría la población, desmoralizada por las derrotas, debilitada por las penalidades, nuevos sacrificios? ¿Se avendría Franco a negociar cuándo le bastaba un pequeño empujón militar para hacerse con todo? Y sobre todo, en el caso de obtener esa prórroga ¿cómo se organizaría esa evacuación? ?uién formaría parte de ella? ¿Habría perdedores y ganadores, dentro de la república, en esa última apuesta? ¿Unos serían abandonados a su suerte, mientras que los esfuerzos se centrarían en unos pocos?
Es casi seguro que Franco jamás habría aceptado un compromiso que no le garantizase que los vencidos quedaban a su merced, así que es difícil que cualquier negociación hubiera arribado a buen puerto. Respecto a los otros puntos... quedarán por siempre sin respuesta, ya que el golpe de Casado puso todo patas arriba. De hecho, la intentona de Casado sólo sirvió para acelerar la descomposición de la república y conducir la guerra a su peor conclusión. Los republicanos acabaron matándose entre ellos en las calles de Madrid, en una serie de ajustes de cuentas que revelaban el profundo odio que los comunistas habían concitado entre socialistas y anarquistas. Odio justificado en su ascenso imparable, en la manera en que habían intentado adueñarse del gobierno de la república, haciendo temer una futura dictadura, en las muchas víctimas republicanas, -anarquistas, POUM, tibios y sospechoso-, que habían dejado a su paso. De ahí que los combates adquirieran una virulencia inusitada, que amenzaba contagiarse a todo el territorio republicano. Desplome evitado por la dimisión de Negrín que se negó a dirigir una guerra civil entre los propios republicanos.
Desgarro doloroso, humillación final, todo a manos propias, que es narrado por Aub de manera magistral en Campo del Moro. Llevándonos a visitar los cuarteles generales de los dirigentes implicados, los sotabancos de los protagonistas más humildes, pero, sobre todo, señalando el absurdo repugnante de esa matanza entre hermanos. De los que deberían estar unidos ante el verdadero enemigo, los fascistas que sólo esperaban a entrar para ajusticiarlos, pero que en vez de resistir preferían cazarse los unos a los otros. Como su hubieran vuelto los tiempos del verano del 36, de las detenciones arbitrarias y de los paseos no menos aleatorios. En los que se asesinaba a inocentes y se dejaba escapar a los culpables. Dependiendo todo de la astucia, la habilidad y la suerte de quien era apresado. O del hastío, desinterés y venalidad de quien se ocupaba de las detenciones.
Para al final, dejar sólo pilas de muertos, entre las que figuran gran parte de los personajes que transitaban esta entrega del ciclo. Para herir de forma mortal a la república, de manera que, cuando los franquistas decidan avanzar, ya no haya quien les oponga resistencia.
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