Fanny och Alexander (Fanny y Alexander, 1982), mastodóntica obra que en su versión televisiva se extiende hasta casi cinco horas y media, me ha llegado precedida por su inmensa fama. Obra maestra, Bergman esencial, cierre espléndido de una carrera que ocupó tres décadas, son algunos calificativos que recibía. Sin embargo, por una razón u otra, a pesar de tener una copia en HD desde hace bastante tiempo no me había atrevido a asomarme a ella. Ésta ha sido, por tanto, mi primera vez, y debo confesarles que me preparé a verla con cierto miedo. El de llevarme una gran desilusión, como suele ocurrirme con con obras esperadas con tanta anticipación e ilusión.
Durante la primera hora creí que ese iba a ser el caso. El primer acto, de los cuatro que componen la sería -más un preludio y un epílogo-, es una lujosa reconstrucción de una cena de Nochebuena, junto con la comida de Navidad que le sigue, en una familia de la alta burguesía sueca de principios del siglo XX. Ya saben mis reparos acerca del Bergman con demasiados recursos de producción, así que creí hallarme ante otro caso igual al de sus aventuras con financiación hollywoodense. Además, el estilo detallista y pausado me parecía lejano al habitual de Bergman, demasiado próximo, casi mimético, al de Visconti, quien en Il Gatopardo (El gatopardo, 1963) realizaba un tour-de-force similar. Sin embargo, al instante recordé que los años ochenta habían sido propensos a esas reconstrucciones de época, minuciosas y pormenorizadas hasta la obsesión, sin otra razón de ser que hacernos vivir, por un instante, en otro tiempo, con otras gentes, en medio de costumbres desconocidas. Recreaciones entre las que hubo muy personales, identificables al punto como hijas de sus autores, a pesar de las similitudes superficiales: Heaven's Gate (La puerta del cielo, 1980) de Michael Cimino y The Dead (Dublineses, 1987) de John Huston.
A medida que avanzaba esa primera hora me di cuenta de otro detalle. En la estructuración de Fanny och Alexander, Bergman replicaba la manera de la gran novela realista del siglo XIX. Para un lector contemporáneo, atado a su móvil, sin apenas tiempo que perder, esas obras pueden parecer tediosas y plomizas al principio, puesto que no entran inmediatamente a matar. Un bien porcentaje de páginas -100 por ejemplo en el caso de Guerra y Paz, la mitad en el caso de La Regenta- se dedican a aclimatar al lector. Antes de poner en marcha la trama, se procura que conozcamos de manera íntima a los personajes, sus relaciones y su posición social. Sólo así, cuando arranque la trama, ésta podrá funcionar de manera bien engrasada, sin parones, trompicones, ni tomar desvíos enfadosos. Eso mismo es lo que estaba preparando Bergman. Sin presentarnos a nadie, sin darnos otra información que lo que los personajes se contaban entre sí, sin mostrarnos nada más que lo que ocurría en el espacio de 24 horas, había conseguido que pasásemos a formar parte de esa familia, la de Fanny y Alexander.
Así, cuándo los protagonistas pierdan a alguien importante en su vida, como ocurre justo al principio de la segunda hora, seremos conscientes del quebranto que eso les acarrea. Lo sentiremos nosotros mismos, como si fuéramos ellos. De la misma manera, cuando su existencia dé un vuelco, por errores, malentendidos y la fuerza de las circunstancias, viéndose trasladados a un ambiente opuesto al que había sido su hogar hasta entonces, sabremos valorar lo que han perdido, apreciar en toda su extensión la dificultad, la casi imposibilidad, de adaptarse ante la nueva situación. Mudanza ante la que Bergman no puede ser neutral, ni refugiarse ante un mero «eso es lo que mis personajes piensan y yo sólo lo reproduzco, como si fuera un notario». Sus simpatías están muy claras y aunque describa a todos con igual profundidad, incluso con comprensión, no podrá menos que censurar a quienes considera retrógrados y fanáticos. Desprovistos del amor infinito que proclaman a los cuatro vientos.
Porque el mundo del que han sido despojados Fanny y Alexander es del arte y el teatro, del de la culturar y la sapiencia, el de quienes no tienen miedo a vivir, a gustar de los placeres de la existencia, sin miedo estar cometiendo un pecado o desagradando al Altísimo. Él, si existe, quiere que seamos felices, en la medida que podamos, porque demasiado rebosante de desgracias está ya el mundo. Como ocurre en la casa del obispo luterano que acoje a los dos niños, donde se supone que el único modo de agradar a Dios es mediante la humillación, la mortificación y la penitencia constante. Reprimiendo y castigando cualquier asomo de naturalidad, cualquier atisbo de felicidad, sospechosos se ser asechanzas del infierno. Como suelen hacer esos fanáticos, religiosos y políticos, incapaces de ver más allá de las reglas con que se han encadenado, de los dogmas en los que se han encerrados, sabiendo sólo castigar con saña a los que se atrevan no ya a quebrarlas, sino meramente a cuestionarlas.
¿Obra maestra? Sin duda, por lo dicho y por mucho más. En especial porque en esa novela realista en imágenes, tan ajena al modo de Bergman, el director se las arregla para incluir sus preocupaciones y obsesiones. En especial, en la mágica hora final, antes del epílogo, donde la realidad se transfigura y migramos, espectadores y protagonistas, a un ensueño semejante al producido por las drogas -o el cansancio extremo y la falta de sueño-, en donde deambulan, protectores y amenazadores al mismo tiempo, presencias y poderes que no podemos intuir en estado de vigilia, que sólo se manifiestan cuando nos perdemos en la duermevela.
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