Antonio Sant'Ellia, La ciudad nueva |
La arquitectura es un arte distinta a todas las demás: es la única útil. Podemos vivir sin música, sin pintura, sin literatura, pero no podemos vivir sin arquitectura. Necesitamos, aunque sea una choza, para poder refugiarnos de las inclemencias del tiempo, para conservar nuestro calor corporal, para protegernos de enemigos y depredadores. Por esa razón, la arquitectura es una realización humana limítrofe, que necesita de la ciencia y de la técnica para poder plasmarse en la realidad, en habitable, pero al mismo tiempo es extraña a todas ellas: la belleza le es inherente. En otras ingenierías, la belleza es un añadido, un plus, un extra, pero nadie quisiera vivir en un edificio que no fuera hermoso, que no lo representase. Si tal ocurriera, la vida sería un poco más insoportable, más inhabitable, de lo que es de ordinario.
No es de extrañar, por tanto, que en la historia de la arquitectura se encuentren fenómenos que sean extraños, raros, ajenos a las otras artes e ingenierías. Por ejemplo, que lo no construido, lo proyectado pero nunca plasmado, lo que quedó relegado a mero sueño y fantasía pueda tener tanta importancia, incluso más, que lo que se erigió en un lugar determinado, con piedra, metal y cristal real, gracias al trabajo de incontables trabajadores, cuyos nombres quedaron para siempre en el olvido. Es más, que aunque lo proyectado quedase reducido a maquetas, planos, diseños o esbozos apenas garabateados, influyó de manera decisiva en los arquitectos que siguieron a su creador. Se convirtieron en sus discípulos, llevaron a cabo, aunque fuera de manera fantasmal e imperfecta, lo que la adversidad, el desinterés, las limitaciones técnicas, tornaron en su momento imposible. O incluso siguen siéndolo.
Esta larga introducción viene a cuento de un libro, profusamente ilustrado, que he estado leyendo -disfrutando- últimamente y que les recomiendo encarecidamente. Se trata de Phantom Architecture (Arquitectura fantasma en su edición española), recopilado y comentado por Philip Wilkinson, donde se recogen todos esos proyectos arquitectónicos que no pasaron del tablero de dibujo. Se construye así una historia paralela de la arquitectura, íntimamente entrelazada con la de lo erigido, que abarca desde el románico hasta ayer mismo. Una secuencia de sueños imposibles -o quizá no tanto- en la que se alterna lo estrambótico, lo megalomaniaco, lo utópico, lo inconcebible, lo absurdo. Incluso el humor y la ironía, la de quienes diseñaron y planificaron sabiendo de antemano que sus proyectos nunca fructificarían. Intentando, por eso mismo, superar los límites impuesto por el buen gusto y la tecnología.
Estudio Archigram: Ciudad móvil |
Es cierto que se pueden detectar algunas ausencias clamorosas, la principal el proyecto de la Nueva Babilonia al que el artista holandés Constant dedicó toda su vida, pero no es menos cierto que el contenido del libro es exhaustivo y equilibrado para sus dimensiones, menos de 300 páginas. A lo largo de ellas, el lector puede encontrarse desde lo obvio - la torre de la Tercera Internacional diseñada por Vladimir Tatlin-, a lo insospechado -el hotel/mazorca de Gaudí para el centro de Nueva York, al lado de donde se alzarían las Torres Gemelas-, pero todas ellas siempre con cierto toque de locura, de frenesí, asociado a lo que no pudo/no quiso/no le permitieron ser.
Nombrar todos los ejemplos sería ocioso -para eso está el libro- pero si quería señalarles algunos, entre las decenas que lo pueblan. El primero, que abre esta entrada, es la ciudad nueva que soñó un casi adolescente Antonio Santa'Elia, justo antes de marchar a la Primera Guerra Mundial. Un entorno urbano que, si se hubiera construido en la realidad, habría constituido un espacio inhumano, inhabitable, refractario a la presencia humana, opresivo y aplastante, propio de los fascismos que germinarían en el periodo de entregerras. Sin embargo, en sus diseños, durmiente e inofensivo, es de una fascinación arrebatadora. El paisaje natural es substituido por otro artificial, tan rico y variado como el originario, poblado de cordilleras y valles, rotundo y autosuficiente en su propia perfección cristalina, sin necesitarnos a nosotros, quienes hubiéramos debido construido. No es extraño que los paisajes urbanos de Sant'Elia hayan devenido los de la ciencia-ficción.
En el extremo opuesto, ajenos al totalitarismo arquitéctonico de Sant'Elia se haya el anarquismo dadaísta del estudio Archigram. Ellos sabían de antemano que su arquitectura era imposible, así que eliminaron todas las trabas y limitaciones que podían oponerse a su creatividad. Imaginaron ciudades que podían tomar por asalto otras, desplegarse sobre ellas, para devolver a los habitantes el control sobre los edificios, calles y plazas, conquistados a mediados del siglo XX por el coche y las grandes corporaciones capitalista. La ciudad recobrada, recuperada y resucitada,k sería así un espacio para la danza, la representación, la participación, a gusto y a voluntad de los ciudadanos, de nuevo dueños de su destino. O ahondando en ese concepto, la ciudad nómada, que cruzaría el entorno sin dejar huellas en él, trasladándose, por sus propios medios, de un extremo a otro de este mundo, sin importarle océanos o cordilleras.
Por último, el edificio-simbolo, la escultura visitable, que negaría esa utilidad, esa habitabilidad que les había subrayado, al principio, como inherentes a la arquitectura. Edificios, de nuevo, que sólo han sido plasmados, hechos visibles y transitables, aunque sea de forma parcial e inalcanzable, en el cómic y la ciencia ficción cinematográfica. Como el inmenso cenotafio dedicado a Newton, que imaginara el francés Etienne Louis-Boillée, intento humano de crear un microcosmo que replicara, a escala humana, el macrocosmos cuyas leyes había descrito el científico británico. Un universo en miniatura que, a su vez, estuviera fuera de toda proporción humana, provocando en sus visitantes la misma sensación de pequeñez, de inutilidad y de hiriente indiferencia, que el universo real al que hemos devenido ciegos, de tanto tenerlo ante nuestros ojos.
Etienne Louis-Boullée, Cenotafio de Newton |
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